Sentada a la sombra de un copuda ceiba que se alzaba en un punto desde el que se dominaba a la perfección cada detalle del laborioso rescate, Celeste Heredia Matamoros apenas se movió durante los tres días y las tres noches que siguieron, dando órdenes o escuchando consejos, con tal entusiasmo y concentración que podría creerse que para ella no se trataba tan sólo de un valioso tesoro, sino más bien de recuperar una parte importante de su pasado.
Se hacía necesario tener en cuenta, tal vez, que desde el lejano día en que el capitán Sancho Mendaña le comunicara la feliz nueva de que su padre y su hermano no habían desaparecido en el mar, sino que se encontraban vivos y a bordo de un barco llamado Jacaré , dicho barco había acaparado sus sueños de adolescente, puesto que siempre vivió convencida de que algún día su idolatrado hermano Sebastián acudiría a rescatarla a bordo de ese mismo barco.
Así había sido en efecto, pero ahora, menos de un año después de que hubiera puesto por primera vez el pie sobre su pulida cubierta, el ágil y altivo navío no era ya mas que un montón de maderas rebosante de agua sucia que avanzaba milímetro a milímetro, en un desesperado empeño por alcanzar la orilla de la bahía antes de desbaratarse definitivamente.
A media tarde del tercer día, cuando ya menos de cuarenta metros separaban su proa del punto elegido para vararlo de forma definitiva, un hombre alto y flaco, de aspecto taciturno y ojos enrojecidos por la falta de sueño, se aproximó hasta la ceiba bajo la que celeste y Miguel Heredia discutían sobre la conveniencia de arriesgarse o no a intentar acabar la faena durante esa misma jornada, para inquirir roncamente:
— ¿Podrían prestarme atención unos minutos? Tengo algo que contarles que creo que les interesará.
— ¿Sobre?
— Ese barco… — Hizo una corta pausa, y al fin añadió con un notable esfuerzo —: Me encontraba a bordo cuando se hundió.
Miguel Heredia Ximénez le observó con profunda atención y por último replicó ásperamente:
— Lo dudo. Jamás le he visto, y conocía muy bien a cuantos navegaban en él.
— Yo no he dicho que navegara en él — admitió sin inmutarse el desconocido —. He dicho que me encontraba a bordo. Me llamo Silvino Peixe, y formaba parte de la tripulación de una bricbarca portuguesa al mando de Joao Oliveira, más conocido como capitán Tiradentes.
— ¿Cómo se llamaba su barco?
— El Botafumeiro … También quedó totalmente destrozado a un par de millas de aquí.
— ¿Y qué hacía a bordo del Jacaré ? — quiso saber Celeste, que pareció intuir de inmediato que el relato del llamado Silvino Peixe le atañía muy directamente.
— Es una larga historia, señorita — replicó el otro —. Larga, sangrienta y cruel. Sin duda la historia más cruel que pueda contarse, y le ruego que me crea si le digo que desde esa noche apenas he conseguido dormir un par de horas.
— ¿Cuánto quiere por contarla? — Inquirió Miguel Heredia con un leve tono agresivo.
— Nada, señor — fue la rápida respuesta —. Yo se la cuento, y si la consideran interesante, me conformaré con lo que quieran darme. Lo único que deseo es conseguir un pasaje de regreso a Oporto.
— Le escuchamos.
El portugués buscó a su alrededor, encontró un taburete, y, acomodándose en él, carraspeó repetidas veces, se tomó un tiempo para meditar sobre lo que iba a decir y por último comenzó en tono pausado:
— Tal como he dicho, me encontraba embarcado a bordo del Botafumeiro , cuando hace unos ocho meses una epidemia de dengue nos diezmó. Poco después recibimos la noticia de que en Cumaná buscaban un barco como el nuestro, fuimos allí y un, caballero español nos contrató para perseguir y aniquilar al Jacaré‚.
— ¿Cómo se llamaba ese caballero?
— Nunca lo supe — admitió su interlocutor —. Le preocupaba mucho mantener en secreto su nombre, pero no cabía duda de que era, o había sido, un personaje muy principal cuya única obsesión parecía ser la de capturar al capitán Jacaré Jack, que, por lo que pude averiguar, se había «apoderado» de una importante cantidad de perlas pertenecientes a la Casa de Contratación de Sevilla.
Celeste Heredia intercambió una larga mirada con su padre, extendió la mano para interrumpir el relato, y por último inquirió, como si le costara trabajo admitir que sus sospechas fueran ciertas:
— ¿Ese caballero era rubio, de ojos muy azules, barba ensortijada y complexión robusta?
— Exactamente, señorita. ¿Sabe a quién me refiero?
— Probablemente se trata de don Hernando Pedrárias Gotarredona, delegado en la isla de Margarita de la Casa de Contratación. — La muchacha asintió convencida —. Sí; tiene que ser él. Continúe, por favor.
— Pusimos rumbo a la isla de la Tortuga donde contratamos a unos cuantos hombres, que resultaron ser gente bronca y de pésima catadura, aunque quiero advertirle que la mayoría de los que navegábamos en el Botafumeiro no podíamos presumir de santos. Tres días más tarde zarpamos hacia aquí, donde fondeamos hace poco más de un mes:,
Hizo una larga pausa, suspiro muy hondo, lanzó una significativa mirada hacia la botella de ron que se encontraba al pie del árbol, e inquirió casi suplicante:
— ¿Puedo?
— ¡Desde luego!
Alzó la botella, bebió con largueza sin apoyar los labios en el gollete, y tras secarse unas gotas que le corrían por la barbilla, suspiró para añadir:
— Tuvimos noticias de que el Jacaré había estado aquí, por lo que el capitán decidió esperar su regreso, aunque el caballero se mostraba cada vez más nervioso, casi fuera de sí, y cuando al fin lo vio aparecer se podría asegurar que echaba espumarajos por la boca. El odio que ese hombre sentía era algo enfermizo, puede creerme; algo en verdad espantoso.
— Si es quien me imagino, le creo — replicó con un hilo de voz la muchacha —. Le conozco muy bien. ¿Qué ocurrió luego?
— A la tercera noche asaltamos el barco, pasando a cuchillo a sus centinelas y aguardando el regreso de cuantos se encontraban en tierra… — Resultaba evidente que incluso al propio Silvino Peixe, testigo y partícipe de los hechos, le costaba admitir que fueran ciertos —. Los fueron asesinando a sangre fría uno por uno.
— ¿Asesinando? — se horrorizó Miguel Heredia.
— A todos, señor. Sin excepción alguna.
— ¡No es posible!
— Lo es, señor, puedo jurárselo. Cuando descendí a la bodega los descubrí amontonados como bestias en el matadero, y le aseguro que es el espectáculo más dantesco al que jamás me haya enfrentado… — Resopló con fuerza —. Pero no acaba ahí la cosa.
— ¿Qué más pudo ocurrir? — El caballero español ordenó que les cortaran las cabezas y las conservaran en barriles con salmuera para llevarlas de regreso a Cumaná.
— No, por Dios! — sollozó roncamente Celeste Heredia —. Dígame que no lo hicieron.
— Lo hicieron, señorita. Lo siento, pero lo hicieron.
— ¿Estaba el capitán Jacaré Jack entre ellos? — No. El capitán Jack no estaba a bordo. El único sobreviviente señaló que había bajado a visitar a su padre y su hermana, y al oírlo el caballero se puso como loco y comenzó a renegar como si todos los demonios del averno se hubieran apoderado de su alma… — Agitó la cabeza convencido —. Y a fe que lo habían hecho.
— A fe… — admitió Miguel Heredia —. ¿Qué dijo exactamente?
— Lo siento, señor, no puedo recordarlo, o más bien diría que nadie entendió a qué se refería. — El portugués se pasó la mano por el lacio y descuidado cabello como si con ello buscara aclararse las ideas —. Mascullaba sobre que los hijos de su amante le habían buscado la ruina, ordenando que nos quedáramos a bordo hasta que el capitán Jack regresase, pese a que teníamos previsto zarpar al amanecer. — Chasqueó la lengua sonoramente —. Al poco sobrevino el terremoto, y ahí acabó todo.
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