Alberto Vázquez-Figueroa - Negreros

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Tras el éxito de Piratas, Alberto Vázquez-Figueroa continúa esta serie de novelas con Negreros. Celeste Heredia recoge el testigo de su hermano Sebastián y fleta un galeón para luchar contra el tráfico de negros. La historia, que empieza en el Caribe, tiene un desenlace extraordinario e inesperado en el mismísimo corazón de África, con Celeste al frente de un ejército de mujeres y dispuesta a enfrentarse a un hombre cruel que está en el origen de la trata de negros.
Alberto Vázquez-Figueroa nació en Santa Cruz de Tenerife, en 1936. Antes de cumplir un año, su familia fue deportada por motivos políticos a África, donde permaneció entre Marruecos y el Sáhara hasta cumplir los dieciséis años. A los veinte años se convirtió en profesor de submarinismo a bordo del buque-escuela
Cursó estudios de periodismo y en 1962 comenzó a trabajar como enviado especial de
y, posteriormente, de Televisión Española. Durante quince años visitó casi un centenar de países y fue testigo de numerosos acontecimientos clave de nuestro tiempo, entre ellos, las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Las secuelas de un grave accidente de inmersión le obligaron a abandonar sus actividades como enviado especial. Tras dedicarse una temporada a la dirección cinematográfica, se centró por entero en la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros.

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A nadie debe sorprender, a la vista de ello, que de los millones de africanos que se trasladaron a América durante los casi tres siglos que duró la Trata, más de la mitad murieran antes de que nadie pudiera aprovechar su potencial de trabajo.

Pero aun así se trataba del mejor negocio que haya existido en siglos.

Por ello, no fue de extrañar que días más tarde, y en el momento en que Celeste abandonaba las oficinas de Ferdinand Hafner en Kingston, un enorme gordinflón al que parecían proteger cuatro malencarados guardaespaldas, se interpusiera en su camino.

— ¿Podría dedicarme unos minutos? — inquirió más en tono de perentoria exigencia que de súplica —. Hay algo sobre lo que deberíamos hablar.

— ¿Hablar? — se sorprendió la muchacha sin intentar disimular su desagrado —. ¿Sobre qué?

— Sobre su hacienda — fue la rápida respuesta —. Tengo, entendido que abandona la isla y me gustaría comprársela.

— El que vaya a emprender un viaje no significa que abandone la isla definitivamente — le hizo notar Celeste esforzándose por mantener la calma —. Y desde luego, no tengo la más mínima intención de vender ni mi casa, ni mis esclavos, ni mi hacienda.

— Sin embargo… — señaló en tono amenazador el gigante, cuya prominente y aplastada nariz le colgaba sobre la boca dándole la extraña apariencia de un pato de cara ancha y ojos saltones — le convendría, desprenderse de los esclavos para evitarse problemas.

— ¿A qué clase de problemas se refiere? — A los que acostumbran dar esos malditos negros que el diablo confunda — puntualizó en idéntico tono el hombretón —. Me han llegado rumores de que no sabe tratarlos.

— El modo en que yo trate a mi gente es cosa mía, ¿no le parece? — sentenció Celeste, que continuaba esforzándose por mantener la calma, aunque resultaba evidente que era algo que cada vez le exigía mayor esfuerzo.

— No, señorita, se equivoca — replicó Stanley Klein alzando mucho la voz, no tanto para que le escuchasen cuantos se encontraran a su alrededor, sino porque parecía algo connatural en él la necesidad de llamar la atención —. El modo en que alguien trate a los negros es algo que nos atañe a todos, puesto que cualquier mal ejemplo nos perjudica. No me agrada tener que pagar a cazadores que busquen a mis esclavos por esas montañas del infierno.

— Pues a mí jamás se me ha escapado ninguno — le hizo notar ella —. Y le repito que mi forma de actuar es cosa mía, y no hay ley que me lo impida.

— ¡No…! — replicó el otro con brusquedad —. Estoy de acuerdo en que no hay ley que se lo impida, pero yo sí se lo puedo impedir, de modo que le aconsejo que medite mi propuesta y se deje de tonterías. Le pagaré un precio justo.

— ¿Y si no acepto?

— Tendrá que atenerse a las consecuencias. Y le advierto que pueden resultar desagradables.

Celeste Heredia se tomó unos instantes para reflexionar; observó a su interlocutor, al que apenas le llegaba al pecho, y por último hizo un leve gesto de asentimiento.

— ¡De acuerdo! — dijo —. Me lo pensaré, y le prometo que antes de dos semanas conocerá mi decisión.

— ¡Buena chica! — replicó el otro con una leve sonrisa de triunfo —. Espero sus noticias.

— Las tendrá — fue la enigmática respuesta —. No dude que muy pronto recibirá mi mensaje.

De regreso al galeón, al que se podría considerar ya casi dispuesto para hacerse a la mar, Celeste se enfrentó al sorprendente hecho de que la hermosa sirena, de larga melena y enormes pechos que configuraba el mascarón de proa había sido pintada de color plata, y cuando quiso saber las razones de tan absurda decisión la respuesta resultó aún más desconcertante.

— Ya que se va a llamar La Dama de Plata es lógico que su mascarón parezca de plata — sentenció el osado pintor.

— ¿Y quién ha dicho que se vaya a llamar así?

— Es lo lógico…. ¿O no?

— Había decidido que se llamara Sebastián .

— Le va más La Dama de Plata .

— La verdad es que razón tienen — admitió convencido Miguel Heredia —. La Dama de Plata le va que ni pintado. Y debes admitir que el mascarón ha quedado precioso.

— ¡Bonito es! — reconoció casi a regañadientes su hija —. Pero aceptar ese nombre significa tanto como aceptar el apodo.

— Los apodos raramente se aceptan, pequeña — fue la respuesta —. Por lo general, se imponen.

Optaron por posponer la decisión dado que a la mañana siguiente debía dar comienzo la difícil tarea de seleccionar a la tripulación, para lo cual convocaron en primer lugar al veneciano Arrigo Buenarrivo con el fin de ponerle al corriente de cuál sería la auténtica misión del poderoso navío.

— ¿Poner coto al tráfico de esclavos…? — repitió el hombrecillo en el colmo de la estupefacción —. Jamás se me habría ocurrido. — Observó a padre e hija como si se tratara de extraterrestres —. ¿Y qué esperan obtener con eso? — quiso saber.

— Sólo eso: poner coto al tráfico de esclavos.

— ¿Y cuánto pagarán esos esclavos por su libertad?

— Nada. Los esclavos no tienen dinero.

— ¿Nada? — repitió el otro cada vez más confuso —. Y dónde se encuentra en ese caso el beneficio?

— Mi padre y yo no pretendemos obtener beneficios — le hizo notar Celeste —. Somos ya bastante ricos.

Se diría que el diminuto capitán necesitaba tiempo para conseguir que tan absurda idea se abriera paso hasta lo más profundo de su mente, y tras ponerse en pie y pasear con las manos a la espalda por la amplia camareta de recargadísima decoración, inquirió de nuevo:

— ¿O sea que lo único que tenemos que hacer es interceptar buques negreros y liberar a los esclavos?

— ¿Le parece poco?

— Me parece, cuanto menos, Pintoresco — Puntualizó —. Todo barco tiene una misión que cumplir, pero arriesgarse por esos mares de Dios con todos los peligros que ello trae aparejado, por el simple placer de concederle la libertad a unos negros a los que ni siquiera se conoce, se me antoja disparatado.

— Puede que lo sea — admitió la muchacha con naturalidad —. Pero como comprenderá no nos parecía lógico ofrecerle el mando de una nave sin ponerle al corriente de su misión.

— Lo entiendo y lo agradezco.

— ¿Y bien?

Arrigo Buenarrivo tomó asiento de nuevo y observo con especial detenimiento a la frágil mujer que le había hecho la pregunta, como si confiara en que de un momento a otro una fuerza oculta le fuese a revelar de forma milagrosa si era cierto que estaba o no completamente loca.

Por último, lanzó un resoplido y su ronco vozarrón pareció surgir de la más profunda de las cavernas al exclamar con acritud:

— ¡Por todos los demonios! Soy un buen marino que suele ir allí donde su armador le ordena, siempre que ello no infrinja la ley. Pero de lo que no estoy seguro es de si existe alguna ley que prohíba liberar esclavos en alta mar.

— Es de suponer que no — fue la respuesta —. De hecho el tráfico de esclavos está siendo «consentido» pero no ha sido «oficialmente» aceptado por ningún país civilizado.

— En ese caso es de suponer que no se nos podría acusar de piratería…

— Es de suponer… — admitió Miguel Heredia.

— Pero ¿no están seguros?

— No.

— Curioso, ¿no les parece? Gente inmensamente rica que se lanza a la aventura de hacer el bien sin tener la seguridad de si les pueden ahorcar o no por ello. — Lanzó un nuevo gruñido —. ¿De verdad no están locos?

— Todo es cuestión de opiniones — observó Celeste —. ¿Acepta el mando?

El veneciano meditó de nuevo, pero en esta ocasión apenas le llevó un par de minutos.

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