— ¿Y cuánto tiempo has tardado en llegar a esas conclusiones?
— Muchos… ¡Muchísimos años! Llegué aquí con un rebaño de treinta llamas, y ya no quedan más que esas dos… — Mostró sus encías, en las que no se distinguía ni sombra de dientes—. Me proporcionan la leche de que me alimento, pero cuando no quede ninguna, subiré a la cima de un nevado para permitir que mi cuerpo se congele. De ese modo, cuando Viracocha regrese y traiga consigo la eterna primavera, volveré a una vida que ya siempre será feliz y tan eterna como el tiempo… Cuando dos horas después los expedicionarios se alejaron de allí, lo hicieron sin tener muy claro si lo que dejaban atrás era un hombre muy sabio o un viejo muy loco, aunque sin poder evitar por ello el ir rumiando, junto a las hojas de coca, la inquietante idea de que tal vez la tierra fuera, efectivamente, tan redonda como la luna.
Atravesaron el páramo azotado por los vientos, descendieron hasta lo más profundo de un valle encajonado entre altísimos farallones, y volvieron a ascender por la pared opuesta en lo que podía considerarse un infernal tobogán interminable, y nada ni nadie parecía ser capaz de detenerlos, hasta la tarde en que comenzó a llover furiosamente y uno de los esclavos de la princesa Sangay Chimé perdió pie para ir a desaparecer, sin emitir tan siquiera un gemido, en las entrañas de un oscuro precipicio. Su compañero quedó de improviso como paralizado por el terror, incapaz de moverse ni hacia adelante ni hacia atrás, puesto que aunque había pasado la mayor parte de su vida en la cordillera, seguía siendo un costeño y carecía por tanto del desprecio al vértigo que identificaba a los andinos. Su dueña intentó animarle a continuar la marcha olvidando al difunto, pero resultó evidente que el pobre hombre se encontraba presa de un ataque de pánico que le impedía moverse, por lo que llegó a la conclusión de que lo único que podían hacer era darle tiempo para que se tranquilizara.
— Quédate esta noche aquí y mañana busca sin prisas el camino hacia la costa — le ordenó—. Cuéntale a mi madre lo ocurrido y ella te dejará libre y te recompensará por la fidelidad que me has demostrado.
Continuaron pues la difícil ascensión, dejando al infeliz acurrucado y como muerto, y al coronar la cima del farallón aún tuvieron tiempo de distinguir en la distancia un fértil valle por el que se desparramaba un pequeño grupo de chozas.
— Mañana avistaremos el camino que conduce al Misti… — sentenció Rusti Cayambe—. Confío en que la procesión aún no haya cruzado por aquí.
Buscaron refugio en una profunda cueva, encendieron un buen fuego sobre el que asaron una vizcacha que uno de los soldados había cazado con ayuda de una honda que manejaba con endiablada habilidad y, mientras devoraban con apetito aquella especie de liebre de carne oscura, cada uno de ellos lamía su particular piedra de sal gema, puesto que los incas tenían la rara costumbre de no salar directamente los alimentos, sino consumir por separado la sal que necesitaban. Esa piedra de sal constituía una de sus más preciadas posesiones en semejantes alturas, y cada cual la conservaba como un valioso tesoro, puesto que sabían muy bien que sin su ración diaria acabarían enfermando.
Al concluir la frugal cena, y mientras sus compañeros de viaje comenzaban a roncar sonoramente, Rusti Cayambe y Sangay Chimé regresaron a la entrada de la caverna para tomar asiento y contemplar cómo caía la lluvia en el exterior.
La noche estaba tan oscura que resultaba imposible distinguir nada a tres metros de distancia, pero aun así permanecieron largo rato muy quietos, consciente cada uno de ellos de cuáles eran los pensamientos del otro.
— ¿Dónde estará? —inquirió al fin Sangay Chimé.
— No lo sé… —admitió su esposo—. Pero donde quiera que esté la cuidarán. No corre peligro alguno hasta que lleguen al Misti.
— ¿Crees que Tupa-Gala aceptará el trato?
— No… — fue la honrada respuesta—. A estas alturas ya no lo creo, pero no me importa, porque pienso llevarme a Tunguragua por las buenas o por las malas.
— ¡Ellos son tantos y nosotros tan pocos!.. — se lamentó su mujer.
— Lo sé. Y por eso nuestra mejor arma será la sorpresa. Aprovecharemos la oscuridad para llevarnos a la niña. ¿Confías en su nodriza?
— Plenamente.
— Eso facilitará las cosas, puesto que ella es la única que podrá dar la voz de alarma en mitad de la noche.
— No lo hará.
— Confiemos en ello.
— ¿Y qué ocurrirá luego?
— No lo sé.
— ¿Adónde iremos?
— ¿Qué importa eso? Lo primero es lo primero, y cuando volvamos a estar los tres juntos, nos preocuparemos del futuro. Ahora, sin Tunguragua, carecemos de futuro.
— ¿Y si no conseguimos recuperarla?
— Será terrible, pero mucho menos terrible que si nos hubiéramos quedado en el Cuzco.
— ¿Qué quieres decir con eso?
— Que, de no haber hecho nada por salvarla, hubiéramos acabado por distanciarnos.
— ¿De verdad lo crees?
— Estoy convencido… — insistió él—. Haber renunciado a todo cuanto teníamos nos ha unido aún más, y nos ha hecho madurar como padres.
— ¿Y de qué nos sirve madurar como padres si no tenemos hija?
— De mucho, porque nos habremos ganado a pulso el derecho a engendrar nuevos hijos, y a intentar ser felices pese a que Tunguragua siempre nos falte…
— ¡La echo tanto de menos!.. ¡Es tan hermosa! ¡Y tan dulce!
— Es dulce y hermosa, pero sobre todo es nuestra hija, y los dioses nos la concedieron para que cuidáramos de ella costara lo que costara.
— A veces pienso que nos están poniendo a prueba porque rompimos la ley que ordena que cada cual se debe casar con alguien de su rango — musitó ella—. Nos están obligando a demostrar que nuestro amor es lo suficientemente fuerte como para soportar el más duro de los trances.
— No creo que los dioses pierdan su tiempo en algo tan trivial — la contradijo Rusti Cayambe—. Y mucho menos si está en juego la vida de una niña. La culpa de todo es de Tupa-Gala, que a la larga será el mayor perjudicado, puesto que, ocurra lo que ocurra, tú y yo seguiremos juntos.
— Cuando te oigo hablar en ese tono tengo la impresión de que me estás preparando para lo peor.
Él la tomó de la barbilla y la obligó a que le mirara a los ojos.
— Lo peor ya ha ocurrido — susurró—. Lo peor es la incertidumbre… Si por desgracia Tunguragua muriese, sabríamos que ha dejado de sufrir, que nos espera en alguna parte, y que podremos empezar una nueva vida con la conciencia totalmente tranquila… — Agitó la cabeza, pesimista—. ¡Pero esto!.. Intentar mantener a toda costa un hilo de esperanza es para mí lo más duro. Ella se recostó contra su pecho buscando su protección, él la rodeó con el brazo, y al poco se quedaron dormidos, soñando con el momento de volver a acariciar a su pequeña. Al alba ya estaban de nuevo en marcha y dos horas más tarde se toparon con un despreocupado muchachuelo que marchaba a buen paso sin cesar por ello de hacer sonar un caramillo al tiempo que arreaba a una veintena de alpacas, y que de improviso se detuvo, quedando como alelado al verlos.
— ¿De dónde salen? — inquirió estupefacto.
— De las montañas.
— De «esas montañas» — repitió en tono incrédulo—. Nunca vi a nadie llegar por ese camino…
— Pues nosotros lo hemos hecho…
— ¡Cuesta creerlo!
— ¿Queda muy lejos la Calzada Real?
El pastorzuelo se volvió para señalar con ayuda del caramillo al fondo del cultivado valle que se abría a sus espaldas.
— Al otro lado del río.
— ¿Has visto pasar por aquí a una gran procesión con músicos y soldados?
Читать дальше