Y entonces ya no era una calzada real, ni un camino, ni un sendero, ni tan siquiera una trocha, sino que se transformaba en una escalinata tallada en la roca viva y tan estrecha que apenas podrían colocarse los dos pies en el mismo escalón.
A un lado el abismo, cada vez más profundo.
Al otro una altísima pared cada vez más agobiante.
Nadie que tuviese la más ligera noción de lo que significaba el vértigo conseguiría sobrevivir a una sola jornada de camino por semejante cordillera, pero ellos eran incas, aquél era su mundo, y avanzaban por él con la naturalidad con que un beduino lo haría por las ardientes arenas del desierto o un esquimal sobre los témpanos de hielo.
La admirable capacidad del ser humano por adaptarse a su entorno hacía una vez más su aparición al descubrir cómo seis hombres y una mujer subían y bajaban por donde hasta las cabras hubieran temido por sus vidas, sin que ni el frío, ni la lluvia, ni el viento acertaran a detenerlos en su avance. Sin intercambiar una palabra, sin resuellos ni lamentos, sin alterar el paso y sin detenerse más que lo justo para determinar la nueva ruta, marchaban por los bordes de los precipicios, la fría puna o los oscuros valles como autómatas carentes de emociones, sin que ni el hambre ni el cansancio consiguieran hacer mella en ellos bajo ninguna circunstancia.
Y es que atravesaban extensas zonas en las que proliferaban las plantaciones de coca, puesto que las suaves laderas abiertas al norte recibían horas de insolación directa, permitiendo que la planta sagrada creciera salvaje.
Era aquélla una región deprimente e inhóspita, en la que tan sólo se distinguían de tanto en tanto los minúsculos refugios de los pastores que ascendían hasta allí durante los meses más cálidos, por lo que el viajero no podía por menos que preguntarse por qué absurda razón alguien había enviado cuadrillas de esclavos a abrir senderos y tallar peldaños en las rocas, cuando resultaba evidente que aquél era un remoto rincón de la tierra del que los dioses se habían desentendido desde el primer momento. Los más fanáticos runas eran los únicos seres humanos que se atrevían a morar en semejante lugar, puesto que se trataba de ermitaños que habían renunciado a su casta, su hogar, su familia e incluso su propio nombre con la esperanza de encontrar en el aislamiento y la meditación la salvación eterna y el verdadero camino al más allá.
Algunos purgaban sus pecados; otros, la mayoría, tan sólo buscaban la paz interior o el acercamiento a sus dioses, e incluso los menos habían adoptado tal condición a sabiendas de que era la única forma conocida de escapar a la justicia del Emperador.
Una antigua costumbre estipulaba que, cualquiera que fuera el delito cometido, un reo que aceptase dejar transcurrir el resto de su vida solo en la cima de una perdida montaña pagaba sobradamente su deuda con la sociedad.
Un helado amanecer en el que el cierzo descendía con violencia desde la cima de los nevados, el incansable grupo de viajeros distinguió en el centro mismo de un extenso páramo en el que pastaban dos tristes llamas, la ruinosa choza de barro y paja de uno de aquellos hombres — que tal era la traducción de runa —, que los invitaba, con un leve gesto de la mano, a que se protegieran del frío en el interior de su refugio.
El habitáculo, mitad cuadra y mitad vivienda, oscuro y hediondo, sin otra ventilación que una puerta abierta a sotavento, y que por todo mobiliario contaba con una destrozada estera de cañas y una rústica jarra de barro, podía considerarse sin lugar a dudas el lugar más inmundo del planeta, indigno incluso de los cerdos, pero a quienes venían de avanzar a duras penas contra un viento gélido que cortaba la respiración, su relativa tibieza se les antojó poco menos que la antesala del paraíso. El runa , un anciano al que en un principio costaba trabajo entender puesto que al parecer llevaba muchísimo tiempo sin hablar con nadie, no se interesó por quiénes eran, ni hacia dónde se dirigían, aunque sí aclaró que aguardaba su visita desde hacía tiempo puesto que había adivinado por el vuelo de los cóndores que se aproximaban seres humanos.
— Los cóndores, que gozan de una visión a enorme distancia, se inquietan y suelen volar en pequeños círculos y muy cerca de sus nidos cuando ven a alguien, pues saben que todo hombre es un posible saqueador, ya que los campesinos aseguran que los huevos de cóndor proporcionan virilidad.
— ¿Y es cierto?
— No lo sé —fue la respuesta—. Aquí solo, la virilidad únicamente me serviría para atormentar mi espíritu, y no es precisamente eso lo que buscaba al venir.
— ¿Y qué es lo que buscabas al elegir un retiro tan remoto y desolado? — quiso saber Sangay Chimé, más por educación que por auténtico interés.
— Averiguar la forma y el tamaño de la tierra. La respuesta resultó tan sorprendente que por unos instantes ninguno de los presentes supo qué decir, limitándose a observarse con el aire de quien cree que no ha entendido, quien más bien imagina que su interlocutor no está muy bien de la cabeza.
— ¿Averiguar la forma y el tamaño de la tierra?… — repitió al fin un perplejo Rusti Cayambe.
— Exactamente. Soy astrónomo, y siempre me preocuparon la auténtica forma y el verdadero tamaño de la tierra.
— Pero la tierra no puede tener límites.
— Todo excepto el tiempo, tiene un límite… — le refutó el runa —. Y la tierra también. Por eso vine aquí, porque éste es el punto habitable más alto y de cielo más limpio de la cordillera.
— Alto sí que está, pero ¡habitable!.. Con este viento y este frío…
— Yo he logrado sobrevivir, y cuando sale la luna está tan cerca que casi puedo tocarla con la mano. Es ella la que me ha permitido conocer el tamaño aproximado de la tierra.
— ¿Cómo?
— Comparando la sombra que proyecta sobre su superficie, según la posición en que se encuentre…
— Al advertir que ninguno de los que le escuchaban parecía entender de qué les estaba hablando, aclaró—: La tierra es redonda.
— ¿Redonda?
— Eso he dicho. Igual de redonda que el sol, la luna, las estrellas o el resto de los planetas… — Los observó uno por uno para acabar por inquirir—: ¿Por qué habría de ser diferente si también flota en el espacio?
— ¿La tierra flota en el espacio?
— En efecto.
— Pues yo nunca he visto que la tierra sea redonda… — intervino uno de los soldados evidentemente confuso.
— No puedes verlo porque es demasiado grande — le aclaró el anciano—. No tan grande como el sol, pero sí mucho más grande que la luna…
— Sigo sin entenderlo.
El runa alargó la mano, se apoderó de la vieja vasija de barro y la alzó, mostrando que estaba cubierta de hormigas.
— Se guían por el olor — dijo—. Y cuando han dado una vuelta completa a la vasija, se sorprenden al encontrar su propio rastro. Eso las desconcierta, ya que no entienden por qué razón, si van siempre en línea recta, regresan una y otra vez al mismo punto, pero a la cuarta o quinta vuelta comprenden lo que ocurre y cambian de rumbo buscando otra salida.
— ¿Y eso qué tiene que ver?
— Que las hormigas actúan por instinto, pero yo soy un ser humano y puedo razonar: si todo cuanto flota en el firmamento es redondo, también la tierra debe de serlo.
— Y en ese caso, ¿por qué no nos caemos? — quiso saber la princesa.
— Porque nos encontramos en la parte de arriba de una inmensa esfera. Al igual que el Cuzco es el centro de mundo, la tierra es el centro del universo que gira en torno a él, pero al otro lado no puede haber nada puesto que cuanto había ya se precipitó al vacío.
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