Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena
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- Название:El manuscrito de Avicena
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- Издательство:Entrelineas Editores
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- Год:неизвестен
- ISBN:9788498025170
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Él, sin embargo, usaba su espada con las dos manos, impidiendo una y otra vez los ataques agresivos de su rival. Ambos eran precavidos y no descuidaban los flancos en ningún momento para arriesgar un golpe decisivo que al mismo tiempo los pondría en situación de desventaja si era rechazado. El mahometano mantenía la guardia alta al ver que su contrincante franco usaba el peso de la espada para tratar de darle un tajo desde arriba, así que el castellano insistió en esos golpes hasta convencerlo de que su ataque conservaría siempre el mismo destino, y cuando lo tuvo seducido volvió a asestarle una estocada desde arriba y, tras pararla el sarraceno, se giró sobre sí mismo, dándole la espalda, y le atravesó el vientre en un movimiento hacia atrás. Mientras tanto, su escudero había acabado con el enemigo de la maza, que yacía en el suelo con la cabeza abierta de un tajo.
Una vez liberados de sus atacantes, ambos se acercaron a los dos caballeros francos, Letaldo se había arrodillado frente a Engelberto, herido en una pierna. No parecía grave pero necesitaba un torniquete y, más tarde, quizá unos cuantos puntos de sutura. Letaldo se quedó con él y los dos castellanos ascendieron por unas escaleras para continuar con la batalla. Cuando llegaron a la parte más alta de la muralla se encontraron, hasta donde se perdía la vista, con cientos de cadáveres unos sobre otros. Los mahometanos que luchaban en la primera defensa de la ciudad habían muerto o huido, los francos que no habían perecido perseguían a los fugados hacia la segunda muralla defensiva y aquellos que habían permanecido en la retaguardia hasta ese momento subían lentamente por las torres de asedio, aplastando los cadáveres de compañeros y enemigos indistintamente, y resbalando en enormes charcos de sangre. El olor era nauseabundo.
El castellano y su escudero dedicaron apenas unos segundos a esta imagen y luego continuaron con las armas en la mano hacia el interior de la ciudad.
Hacía una hora que el Viejo de la Montaña dejó atrás las murallas, aunque desde allí la guerra había propagado sus sonidos hasta adueñarse de toda la ciudad. Pronto llegarían las patrullas de la vanguardia franca y comenzaría la rapiña. Para entonces debía haber resuelto sus asuntos y buscado la manera de salir con vida porque su salvoconducto acababa en el paso franco. No obstante, recordó, aún disponía de algunos amigos entre los caballeros cristianos que eran deudores de sus favores. El único problema estribaba en sobrevivir hasta que acabara el pillaje y los asesinatos que a buen seguro repetirían aquí, como hicieron por donde fueron conquistando.
En cualquier caso, el líder de los Hashishin no sentía miedo, iba bien protegido con sus asesinos y en la ciudad muchos irían al verdugo sin dudarlo para defender la vida del jefe nizarí, amén de la credencial que suponía la provechosa cantidad de plata y oro que portaba consigo para casos de necesidad.
—¡Ya hemos llegado! —Aulló el guía unos codos por delante del grupo.
El Viejo de la Montaña se acercó al sarraceno y le preguntó si efectivamente esa era la casa, éste asintió; en ese instante extrajo una daga de su cintura y lo degolló en un único movimiento.
—¡Tú! —Gritó señalando a uno de sus fedayines —. Elige a dos hombres y entra en esa choza. Asegúrate de que no hay peligro, y no se te ocurra matar a nadie.
El fedayín señaló a dos de sus camaradas y se acercó a la puerta, le dio un empellón e irrumpió en el interior escoltado por los otros dos. Al poco, uno de los tres asesinos regresó e hizo un gesto al Viejo de la Montaña ; ya había llegado el momento largamente esperado, ahora volvería a ver a su viejo amigo.
El castellano se había reunido con el resto de combatientes cristianos en las calles de Jerusalén. A unos doscientos codos podía ver a Godofredo de Bouillon. El general en jefe de los francos manejaba la espada con crueldad; seccionaba miembros, degollaba cabezas, hundía la acerada hoja en las tripas de sus adversarios. Sus caballeros conocían sus excesos en el combate y evitaban cruzarse en su camino, pero eran sus enemigos quienes más temían su arrojo. Aquel día no menos de cien desafortunados perecieron bajo su mano y aunque no se cobró más vidas en el campo de batalla, tal vez otros doscientos acabaron con un tajo del filo de su espada.
—¡Tomás!
El escudero se había acuclillado ante un cadáver.
—¿Señor?
—Aprovechemos que esta parte de la villa ha quedado desierta de mahometanos y tratemos de llenar los bolsillos antes de que estos francos se apoderen de las mejores riquezas.
—Mi señor, quizá sería mejor atravesar aquellas callejuelas que se vislumbran al norte.
El caballero consintió y se dirigió junto a su escudero hacia un estrecho callejón. Tras de sí dejaron numerosos cadáveres ensangrentados y a buena parte del ejército franco, que ya se había dado al pillaje y registraba a los caídos. Pronto empezarían con las casas de alrededor por lo que era mejor adentrarse en la ciudad cuando aún no habían flanqueado sus murallas el resto de las tropas de la Cristiandad.
El Viejo de la Montaña atravesó en dos zancadas la única habitación que poseía la vivienda, un cuartucho húmedo y oscuro con apenas una pequeña mesa, un mueble desvencijado con dos puertas y un camastro en una esquina. Frente a él dos de sus hombres retenían a un anciano decrépito con las encías prácticamente desdentadas y la ropa andrajosa.
—Busco al señor de esta casa. ¿Eres su criado?
Lanzó las preguntas como dardos pero el viejo no hacía más que exhibir una sonrisa mellada y babeante, y una expresión ausente.
—¿Sabes dónde puedo hallarle? —Insistió mientras le zarandeaba.
El anciano permaneció en su mutismo.
—He preguntado por tu amo, viejo loco. —Esta vez acompañó su interrogatorio de una violenta bofetada.
—Señor, trae mala suerte golpear a un loco —repuso uno de sus asesinos.
—¿Loco? Maldita sea, aunque esté loco le voy a sacar las palabras a trompicones —dijo levantando de nuevo la mano.
Y cuando estaba a punto de descargar otro sopapo una joven surgió desde el interior del mueble y se abalanzó gritando hacia él. Fue entonces cuando la actitud del anciano cambió.
—¡No, Zaida! Te advertí que te escondieras.
Uno de los asesinos inmovilizó a la muchacha, de no más de veinte años.
—Veo que esta joven tiene la virtud de hacerte hablar. ¿Cómo te llamas hermosa? —Preguntó al tiempo que le acariciaba sus turgentes pechos con lascivia ante un forcejeo inútil por parte de ella.
—¡Déjala en paz! No te atrevas a tocarla.
—Muy bien, juguemos a las adivinanzas. Por una esclava no pondrías tantos reparos, quizá por tu amante, pero a tu edad hace tiempo que tu verga ya no provoca placeres a las mujeres —dijo mientras reía acompañado por sus asesinos—. Podría ser tu hija. Aunque tampoco lo creo, es demasiado joven, quizá tu nieta. Sí, eso es, esta pequeña era es tu nieta, ¿no es así, El-Jozjani?
—Es mi nieta. ¿Podrías quitarle tus asquerosos dedos de encima? —Le pidió con un ligero temblor en los labios.
—Lo haré. Aunque antes tú tienes que hacer algo por mí. He tardado muchos años y al fin te vuelvo a ver.
El-Jozjani entrecerró los párpados y le examinó con detenimiento.
—¿Acaso no me reconoces, viejo amigo? Un día tú y yo tuvimos el mismo maestro, aunque no por mucho tiempo, la verdad. No porque yo no quisiera, digamos que me abandonasteis. ¿Te viene algo a la memoria, viejo?
El-Jozjani parecía buscar en su mente intentado encontrar una imagen, un indicio que le aclarase. No era fácil, ya tenía más de setenta años. ¿Quién podía ser?, se preguntaba hasta que un brillo repentino le delató.
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