Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El manuscrito de Avicena: краткое содержание, описание и аннотация

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—Conozco a vuestro mago aunque no me satisface tal conocimiento. Quien se relaciona con los demonios está en peligro de sucumbir a ellos.

—No afiles la lengua con mi servidor, vieja rata. Ya sé que no intimáis, pero... —El emir se levantó de repente—. ¡Desde cuando el emir de Isfahán debe ofrecer explicaciones a un charlatán, aunque éste sea el mismísimo Alí Abú Ibn Sina!

—Disculpad este atrevimiento, mis años quizá han nublado mi entendimiento. —El médico se levantó con lentitud y miró a los ojos al emir—. Bien sabéis que siempre he cuidado de vuestra familia, permitidme pues que disienta de vuestro hechicero.

Alá El-Dawla suspiró y soltó una ruidosa carcajada.

—Tal vez hayas inhalado vapores de aceite de nenúfar en demasía.

Se sentó de nuevo y con una señal invitó al médico a que le imitara.

—Bien harías en respirar profundamente, deleitarte con los manjares que te procura mi casa y olvidar los recelos. Y, como no quiero desviarme de aquello que preocupa a mi mente no me interrumpas más, aunque entiendo que será difícil dominar tu lengua, ávida siempre de aire.

Ibn Sina asintió con la cabeza, cerró el puño derecho y se tocó los labios con los dedos índice y pulgar.

—Bien. Hace semanas que vengo preparando mi asalto definitivo a El-Gaznawí, para ello he estudiado su ejército, he desplazado espías aquí y allá, he recibido a soldados que participaron en las últimas contiendas con el turco. En fin, he hecho todo lo que en mi mano está para asegurar una victoria. Todo menos consultar con El-Salim: mi conversación con el mago la pospuse hasta hace dos días pues cuanto más cercano es el evento mejor suele ser su visión. Por tu cara deduzco que te asaltan miles de dudas y la principal será qué tienes tú que ver con todo esto. A eso iba; como nos enseña el Corán, no es dado repeler el mal sino a los que acostumbran a ser pacientes en la adversidad.

Ibn Sina ratificó la sentencia con un gesto.

—El-Salim me expuso una serie de directrices que no vienen al caso y que, en definitiva, me garantizan que saldremos ilesos de la batalla —aseguró el emir—. Incomprensiblemente, justo en el momento en el que nuestra sesión tocaba a su fin me retuvo para revelarme que existe un secreto muy importante... No, exactamente dijo: un secreto vital que guarda un poder inmenso para quien lo desvele. Y ese secreto está relacionado contigo, maestro. No sé de qué manera pero, según su visión, tú podrías ser el héroe de la yihad que me elevara hasta el trono del califato.

As-Sabbah permanecía oculto. Cuando la lección con su maestro fue interrumpida por los atronadores cascos, el muchacho no supo cómo responder. El estruendo de hoy era el mismo de meses atrás, de aquel otro de la turba de bandidos arrasando su poblado, pasando a cuchillo a hombres, mujeres y niños, perpetuando sobre la arena la infamia de la sangre y la saliva de los cadáveres, bramando sobre su cabeza, él escondido bajo el cuerpo de su madre agonizante. Era el ruido de la muerte, de una muerte que le horrorizaba.

Ese pavor volvió a su cabeza y el muchacho sólo acertó a esconderse en un arcón de mediano tamaño que Ibn Sina usaba para guardar sus libros. Allí, con las piernas dobladas ante su pecho, se mantuvo en silencio. Durante esos largos minutos sentía que el palpitar de su corazón y el temblequear de sus dientes podía oírse a un farsakh de distancia, después era el gorgoteo de su estómago, como el ronquido que precede a la tormenta, el que lo asustaba.

Pero aún dentro de aquel miedo a la soga del verdugo —sabía que si era encontrado en tales circunstancias le acusarían de espía—, no pudo evitar beber cada una de las palabras proferidas en aquella tienda. Sentía nacer nuevos sentimientos en su alma, ¿un secreto poder?, ¿mi maestro?, ¿el califato? De pronto un escorpión surgió entre los libros del arcón y se acercó al niño, que, sobrecogido por la presencia del bicho, lanzó un quejido sordo poco antes de taparse la boca en un gesto instintivo.

—¿Habéis sentido eso?

El emir y el médico aguardaron en silencio hasta convencerse de lo fortuito del ruido.

—Lo mejor será, Comendador de los Creyentes, que dejemos esta conversación para otro momento. La información que manejáis sería muy peligrosa en otras manos, ¿estáis de acuerdo?

—Así es. Esta noche acudirás a mi tienda para explicar sin ambages qué hay de cierto en la videncia de mi mago.

—Haré como habéis ordenado, mi señor —respondió el médico, acompañando sus palabras con una señal de asentimiento.

El emir salió, montó en su caballo y ordenó a sus acompañantes volver grupas y dirigirse hacia el grueso de las tiendas del lado sur del campamento para una inspección sorpresa.

Ibn Sina se quedó plantado ante su tienda con el rostro demacrado y un gesto fatalista en la mirada. Sabía que no podía dominar la voluntad de su señor. Si pretendía algo, se apoderaría de él destruyendo a quien osara enfrentarse. No tenía elección, debía huir lo antes posible sin alertar a los guardias y, sobre todo, sin dejar rastro alguno que pudiera ponerle en disposición de ser encontrado. Volvió a la tienda y se encontró con la mirada enardecida del niño, ¿cuánto tiempo había permanecido ahí?, ¿estuvo en todo momento en la tienda?, ¿habría oído las palabras del emir?

—Hasan, corre a buscar a El-Jozjani. Dile que tengo urgencia en verlo pero procura hablarle aparte, que nadie note tu presencia. Sé como una sombra más del desierto. —Lo miró un instante, ahora comprendía las protestas de su ayudante: tras su mirada se escondía algo insano—. ¡Corre, y cuando vuelvas, prepara los arreos de nuestros camellos con discreción! ¿A qué esperas? ¡Corre, por Alá!

El muchacho se apresuró camino de la tienda de curas. Su pulso se desbocaba por efecto del esfuerzo en tanto que su mente retomaba una y otra vez la conversación que acababa de escuchar, repitiéndose hasta casi marearlo el poderoso secreto. En su entendimiento de niño fantaseaba con pócimas mágicas que lo convertían en un general al mando de un ejército invencible o alfombras mágicas que surcaban el aire para llevar el nombre del Profeta a toda la humanidad. Nunca volvería a contarse entre los débiles.

Al llegar a la explanada donde se apiñaban las tiendas destinadas a los servicios para los soldados, se detuvo a coger aire. Después entró en la tienda. El-Jozjani se ocupaba de un soldado junto a otros dos sanadores más, en ese instante se oía un gran barullo a su alrededor.

—Necesito hablar contigo —le dijo al ayudante de su maestro.

—No es buen momento, Hasan.

As-Sabbah se acercó aún más a su interlocutor, le tiró de la manga para obligarlo a agacharse y le insistió al oído.

—Necesito hablar contigo —su voz sonaba autoritaria— y ha de ser ahora, se trata del maestro.

El-Jozjani lo miró severamente, soltó un hierro candente sobre la vasija de arcilla que tenía a su derecha, tomó unos polvos amarillentos —por el color, el niño supuso que era alheña— y cubrió la herida del soldado que curaba; luego se secó las manos, cogió al muchacho de un brazo y lo condujo fuera de la tienda.

—¡Cuántas veces te he dicho que no me molestes cuando trabajo! Yo no soy el maestro, a él podrás engañarlo, a mí desde luego que no, ¡a ver si lo entiendes de una vez!

—El maestro quiere verte ahora mismo, y me ha pedido que te marches lo más discretamente posible. —Las manos le sudaban y el corazón le saltaba en el pecho. Tiene más malas pulgas que un camello sin destetar, se decía.

—Está bien, puedes irte. Ahora te seguiré.

Ibn Sina no había perdido un segundo. Tras marcharse As-Sabbah escogió varios documentos, tres libros, un pequeño cofre con los útiles médicos imprescindibles y un zurrón con distintas herramientas para el uso de su ciencia, y lo guardó todo en una bolsa de piel de oveja; a continuación tomó una túnica, unas babuchas y un turbante de viaje. Fue entonces cuando sintió un espasmo en el estómago que le hizo encogerse. Tiró la ropa, se sujetó el abdomen y comenzó a respirar con estudiada lentitud, tratando de controlar el dolor, pero le sobrevino una punzada más fuerte que la anterior.

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