Joseph Conrad - La línea de sombra

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– Las tres en punto. Si se apresura usted, llegará a tiempo.

– ¿A tiempo de qué? -pregunté.

– Pues, hombre, a la Oficina del Puerto. Es necesario saber de qué se trata.

Hablando en puridad, el capitán tenía razón. Pero jamás me han gustado mucho las investigaciones para desenmascarar a las gentes, y otras cosas de ese estilo, moralmente muy meritorias, sin duda. Ese episodio sólo se me presentaba desde un punto de vista puramente moral. Si alguien había de causar la muerte del administrador, no veía yo por qué no había de ser el propio capitán Giles, hombre de edad y de importancia y pensionista habitual del Hogar. En tanto que yo, en comparación, me hacía el efecto de ser en aquel puerto una simple ave de paso. Y, en efecto, ya en aquel instante habría podido decirse que había roto los lazos que me ligaban a él. Murmuré, pues, que no pensaba…, que aquello no me concernía en nada…

– ¡En nada! -repitió el capitán Giles, dando muestras de una indignación tranquila y resuelta-. Ya Kent me había advertido de que era usted un muchacho singular. Y ahora me dice usted que no le interesa la capitanía de un barco… ¡Eso, después de todo el trabajo que me he tomado!

– ¡El trabajo! -murmuré, sin comprender-. ¿Qué trabajo?

Todo lo que yo recordaba era el haber sido mixtificado y penosamente importunado por su conversación durante una hora larga. ¡Y a eso llamaba tomarse mucho trabajo!

Giles me miraba con un aire de satisfacción que habría resultado insoportable en cualquier otro. Repentinamente, como si al volver la página de un libro descubriese la palabra que explicara todo lo anterior, comprendí que aquel asunto tenía también otro aspecto aparte del simplemente moral.

Entretanto, yo continuaba inmóvil. El capitán Giles comenzaba a perder la paciencia. Aspirando rabiosamente una bocanada de humo, volvió la espalda a mis vacilaciones.

Y, sin embargo, no había vacilación por mi parte. Me sentía, si así puedo decirlo, mentalmente desazonado. Pero, tan pronto como comprendí que en aquel viejo y estéril universo, objeto de mi descontento, existía algo así como un mando que tomar, recobré mis facultades locomotivas.

Del Hogar de los Oficiales a la Oficina del Puerto había un buen trecho de camino, pero, con aquella mágica palabra de «mando en la cabeza, en un abrir y cerrar de ojos me encontré en el muelle, ante un gran portal de piedra, en lo alto de una blanca escalinata de cortes peldaños.

Todo aquello me hizo el efecto de haber salido rápidamente a mi encuentro. A mi derecha, la gran rada no era sino un espejear de resplandeciente azul, y el vestíbulo oscuro y fresco me tragó bruscamente al salir de aquel calor y aquella claridad, de las que no tuve conciencia sino en el momento mismo en que salía de ellas.

En cierto modo, la gran escalera interior se insinuó por sí misma bajo mis pasos. Un mando es un poderoso sortilegio. Los primeros seres humanos que distinguí claramente desde el momento en que me aparté de la indignada espalda del capitán Giles fueron los hombres de la chalupa de vapor del puerto, que esperaban en el amplio rellano de la escalera, frente al pasillo cerrado con cortinas que llevaba a la oficina de navegación. Una vez allí me abandonó el entusiasmo. La atmósfera administrativa es de tal naturaleza que mata todo lo que vive y respira energía humana, y es capaz de apagar la esperanza, como el temor, bajo la supremacía de la tinta y el papel. Abrumado, pasé por debajo de la cortina que el patrón malayo de la chalupa recogió ante mí. En la oficina, no había nadie fuera de los empleados que escribían, colocados en dos filas laboriosas. Pero el jefe de servicio se precipitó desde su estrado y vino a detenerse ante mí, sobre las gruesas esterillas que señalaban el paso a través de la habitación.

Aquel empleado ostentaba un nombre escocés, pero su tez tenía un hermoso color oliváceo; su corta barba era negra como el azabache y sus ojos, negros también, tenían una expresión lánguida. Con tono confidencial, me preguntó:

– ¿Desea usted verlo?

Yo había perdido toda vivacidad de espíritu y de cuerpo, al simple contacto de aquella administración. Lánguidamente, contemplé al escriba y le pregunté con tono cansado:

– ¿Qué cree usted? ¿Sería de alguna utilidad?

– ¡Pero, hombre…! Si ha preguntado hoy dos veces por usted.

Como es natural, se refería a la autoridad suprema, al superintendente de la Marina, al jefe del puerto: un altísimo personaje a los ojos de todos aquellos plumíferos de la oficina. Pero esa opinión no era nada comparada con la que el mismo superintendente tenía de su grandeza.

El capitán Ellis se consideraba una especie de emanación divina (en el sentido pagano de la palabra): el vice-Neptuno, por así decirlo, de los mares circunvecinos. Si en realidad no mandaba las olas, pretendía al menos regir el destino de los mortales cuya existencia transcurría sobre las aguas.

Tan exaltadora ilusión le confería un carácter inquisidor y perentorio. Y como era naturalmente colérico, había quienes no se presentaban ante él sin temblar. Era temible, no en virtud de sus funciones, sino a causa de sus injustificables pretensiones. Hasta entonces nunca había tenido yo nada que ver con él.

– ¿Es cierto? -exclamé-. ¿Ha preguntado dos veces por mí? Entonces, tal vez haga bien en entrar.

– Seguramente, seguramente.

El jefe del despacho me precedió con cierta afectación a través del dédalo de despachos, hasta llegar ante una alta e imponente puerta, que abrió con gesto deferente.

Sin soltar el tirador, se detuvo en el umbral y, luego de lanzar una mirada respetuosa a la habitación, me hizo con la cabeza un ademán silencioso, Enseguida salió dulcemente, cerrando la puerta tras de sí con la mayor delicadeza posible.

Tres grandes ventanas se abrían sobre el puerto. Sólo dejaban ver el espejo azul profundo del mar y el azul luminoso y más pálido del cielo. A lo lejos, vi, sobre la extensión de aquellos dos tonos de azul, la manchita blanca de un gran navío que acababa de llegar y se disponía a anclar en la rada exterior. Debía de tratarse de un navío que llegaba de Inglaterra después de noventa días de travesía. Un navío que llega del mar y cierra sus blancas alas para tomar reposo es siempre un espectáculo emocionante.

La primera cosa que vi a continuación, fue el plateado mechón que coronaba el rostro rojizo, liso y -si no hubiese sido por su aspecto de lozanía- casi apoplético del capitán Ellis.

Nuestro vice-Neptuno no era barbado ni se veía ningún tridente en un rincón de la estancia, a la manera de un paraguas, pero su mano sostenía una pluma, la pluma oficial, mucho más poderosa que la espada para hacer o deshacer la fortuna de los simples trabajadores. Por encima del hombro, contemplaba mi entrada.

Cuando estuve a una distancia conveniente de él, me dirigió una interpelación a modo de saludo: -¿Dónde ha estado metido todo este tiempo?

Como aquello no le interesaba en modo alguno, no presté la menor atención a su salida y me contenté con decirle que, tras enterarme de que necesitaban un capitán para un velero, creía que podría hacer una petición…

– ¡Cómo! ¡Qué diablos! Si es usted, precisamente, el hombre que necesitamos, y al que escogeríamos aunque hubiese otros veinte en pos del puesto. ¡Pero no hay peligro! Todos tienen demasiado miedo para aprovechar esta oportunidad. Ésa es la cuestión.

Parecía muy irritado. Inocentemente, dije:

– ¿De veras! ¿Y por qué, si puede saberse?

– ¿Por qué? -exclamó con vehemencia-. Los veleros les causan miedo. Temen una tripulación de blancos. ¡Demasiadas preocupaciones! ¡Demasiado trabajo! ¡Demasiado tiempo lejos de tierra! La vida fácil y las chaise longues les van mejor. Aquí me tenía usted con el telegrama del cónsul general ante mí y sin esperanzas de encontrar al único hombre capaz de aceptar y llevar a cabo semejante misión. Ya empezaba a creer que también usted tenía miedo…

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