Joseph Conrad - La línea de sombra

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Les habría reconocido de buena gana el derecho a hacerme pedazos. El silencio que siguió a mis palabras fue tal vez todavía más difícil de soportar que las más furiosas vociferaciones. Me sentí abrumado por la infinita profundidad de su reproche. Pero, en realidad, me equivocaba. Con una voz que sólo a costa de grandes esfuerzos podía mantener firme, proseguí:

– Supongo, amigos míos, que habréis comprendido lo que he dicho y que sabéis lo que eso significa…

Una o dos voces se levantaron:

– Sí, capitán… Comprendemos.

Habían guardado silencio simplemente porque pensaban que no se les exigía contestación alguna; pero cuando les hube dicho que tenía la intención de dirigirme hacia Singapur y que la suerte del navío y de su tripulación residía en los esfuerzos de todos nosotros, enfermos y sanos, para sacar de allí el barco, recibí el estímulo de un murmullo de asentimiento y de una voz que gritó:

– ¡Desde luego que lo sacaremos de este cochino agujero!

Transcribo aquí algunas de las notas que tomé en aquella época:

Por fin habíamos perdido de vista Koh Ring. Creo ahora que durante muchos días sólo pasé abajo dos horas seguidas. Estoy en el puente, como es natural, día y noche, y las noches y los días se suceden sin interrupción, sin que pueda decirse si son cortos o largos, pues toda noción de tiempo se pierde en la monotonía de la espera, de la esperanza y del deseo, del deseo único de hacer ruta hacia el sur. ¡Hacer ruta hacia el sur! El efecto es curiosamente mecánico; el sol se levanta y desciende, la noche se balancea sobre nuestras cabezas como si alguien, más allá del horizonte, diese vuelta a una manivela. Todo esto es mezquino y sin objeto… Y mientras dura este lamentable espectáculo, no hago otra cosa que medir el puente con mis pasos.

¡Cuántas millas no habré andado por la cubierta de este navío! Peregrinación hija de la terquedad y del enervamiento, a la que dan alguna variedad las cortas visitas que hago a Mr. Burns. No sé si es una ilusión, pero mi segundo parece más fuerte a medida que pasan los días. Habla poco. Pero la verdad es que la situación no se presta a observaciones ociosas. Otro tanto he advertido en los tripulantes cuando los veo trabajar o descansar sobre el puente. No hablan entre ellos. Si existe un oído invisible que recoge los murmullos de la tierra, creo que no podría descubrir en ella lugar más silencioso que este barco…

No, Mr. Burns no tiene mucho que decirme. Permanece sentado sobre su litera, afeitadas las mejillas, llameante el bigote y con una expresión de firmeza silenciosa en su rostro blanco como el yeso. Ransome me dice que devora hasta la última migaja de la comida que le sirve, pero que, aparentemente, duerme muy poco. Hasta por la noche, cuando bajo para cargar mi pipa, observo que, aun adormecido, tendido sobre la espalda, conserva siempre su expresión resuelta. A juzgar por la rápida mirada que me lanza de soslayo cuando está despierto, se le creería molesto de ver interrumpida una meditación particularmente ardua. Cuando vuelvo a subir al puente, encuentro de nuevo el orden perfecto de las estrellas, sin la más pequeña nube, lo que es infinitamente desalentador. Todo está allí: las estrellas, el sol, el mar, la luz, las tinieblas, el espacio, las aguas, toda la obra formidable de los siete días, en la cual parece haber sido precipitada la humanidad a pesar suyo. O atraída con añagazas. Como fui atraído yo mismo a la aventura de este mando siniestro, y poco menos que mortal.

La única mancha de luz que había de noche sobre el barco era la de las lámparas de la brújula, que iluminaban el rostro de los hombres que se iban sucediendo en el timón; fuera de ella, permanecíamos sumidos en la oscuridad, yo, paseando por el puente, y los hombres tendidos sobre cubierta. Tan debilitados se hallaban todos por la enfermedad, que ya no se podía formar el cuarto de guardia. Los que podían andar, estaban de servicio durante todo el tiempo, tendidos en algún rincón umbroso de cubierta, hasta que mi voz, dándoles una orden, los hacía ponerse penosamente de pie, en un pequeño grupo tambaleante que iba y venía pacientemente a lo largo del navío sin cambiar un murmullo ni un suspiro. Y cada vez que necesitaba elevar así la voz, experimentaba una angustia hecha de remordimiento y compasión.

A eso de las cuatro de la mañana, brillaba una luz en la proa, en la cocina. Inmune, sereno, activo, el infalible Ransome, pese a su corazón enfermo, preparaba el café para la tripulación. No tardaba en llevarme una taza al puente, y sólo entonces me dejaba caer sobre mi chaise longue de cubierta, para gustar un par de horas de verdadero sueño. Indudablemente, ya había debido de adormecerme durante cortos momentos, cuando, abrumado por la fatiga, me apoyaba sobre la batayola. A decir verdad, no me daba cuenta de ello, salvo cuando un sobresalto nervioso, que a veces se producía aun en mitad de mi paseo, me advertía con brusquedad. Pero desde las cinco, más o menos, hasta pasadas las siete, dormía bajo la luz palideciente de las estrellas.

Después de ordenar al hombre que llevaba el timón que me despertase en caso de necesidad, me dejaba caer en el sillón y cerraba los ojos con la impresión de que ya no habría más sueño para mí en este mundo. Sin embargo, no tardaba en perder la conciencia de todo, hasta que, entre las siete y las ocho sentía que me tocaban en el hombro y mi mirada encontraba el rostro de Ransome, con su leve sonrisa pensativa, sus ojos grises y amistosos, como si mi sueño fuese para él motivo de satisfacción. En ocasiones subía el segundo oficial a relevarme a la hora del café. Pero esto no tenía importancia. Generalmente, nos manteníamos en medio de una calma chicha o, a lo sumo, bajo una débil brisa, tan cambiante y fugitiva que no valía la pena mover una verga. Si alguna vez llegaba a levantarse el viento, podía contar con que el hombre del timón me gritaría: K ¡Velas en facha, capitán!», palabras que, como un toque de trompeta, me harían saltar sobre el puente, y que, sin duda, me habrían sacado de un sueño eterno. Pero eso no sucedía con frecuencia. Desde entonces, nunca he vuelto a ver auroras tan desprovistas de brisa. Y si por azar se hallaba allí el segundo oficial -generalmente la fiebre le dejaba un día de cada tres- lo encontraba sentado sobre la lumbrera, casi insensible, con una mirada estúpida clavada en cualquier objeto próximo: un cabo, una cuña, una bita, una argolla.

Aquel muchacho era más bien una molestia. Sus sufrimientos conservaban un aspecto infantil. Parecía haberse vuelto completamente imbécil, y cuando un nuevo acceso de fiebre lo recluía en su camarote, se daba a menudo el caso de no encontrarlo en él. La primera vez que sucedió esto, Ransome y yo nos inquietamos mucho. Después de buscarlo minuciosamente, Ransome lo descubrió por fin, acurrucado en el pañol de velas, que tenía una puerta corrediza sobre el pasillo. En respuesta a mis observaciones, sólo murmuró, malhumorado: «Aquí hace fresco», lo cual, por otra parte, era mentira, ya que allí sólo hacía sombra.

La lividez de su rostro no atenuaba sus defectos fundamentales, al revés de lo que sucedía con la mayoría de mis otros hombres. Los estragos de la enfermedad parecían idealizar el carácter general de sus rasgos, haciendo resaltar una insospechada nobleza en unos, en otros una profunda energía, y revelando en uno de ellos un aspecto esencialmente cómico. Era éste un hombrecillo pelirrojo, con una nariz y una barbilla de polichinela, al que sus camaradas, no sé por qué, llamaban Frenchy. Sin duda, nada se habría opuesto a que fuese francés, pero lo cierto es que nunca le oí pronunciar una palabra en esta lengua.

Con sólo verle venir desde la popa para tomar el timón, ya se sentía uno consolado. Con su pantalón azul arremangado hasta las rodillas, un poco más alto sobre una pierna que sobre la otra, con su limpísima camisa de cuadros y su gorro de tela blanca, evidentemente confeccionado por él mismo, el conjunto de su persona era singularmente pintoresco, y la persistente jovialidad de su actitud, aun cuando el pobre diablo no podía dejar de tambalearse, denotaba una invencible energía. También había allí uno a quien llamaban Gambril. Era el único de la tripulación que tenía el pelo entrecano. Su rostro era austero. Pero si recuerdo los rostros de todos, enflaqueciendo de modo trágico ante mis ojos, la mayor parte de sus nombres se han borrado de mi memoria.

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