– ¡Ah, si hubiera nacido mujer. ¿Por qué será así esta vida?
En las sienes me batían las venas terriblemente.
Él me preguntó: -¿Cómo te llamas?
– Silvio.
– ¿Decime, Silvio, no me despreciás?… pero no… vos no tenés cara… ¿cuántos años tenés?
Enronquecido le contesté:
– Dieciséis… ¿pero estás temblando?…
– Sí… querés… vamos…
De pronto le vi, sí, le vi… En el rostro congestionado le sonreían los labios… sus ojos también sonreían con locura… y súbitamente, en la precipitada caída de sus ropas, vi ondular la puntilla de una camisa sucia sobre la cinta de carne que en los muslos dejaban libre largas medias de mujer.
Lentamente, como en un muro blanqueado de luna, pasó por mis ojos el semblante de imploración de la niña inmóvil junto a la verja negra. Una idea fría -si ella supiera lo que hago en este momento- me cruzó la vida.
Más tarde me acordaría siempre de aquel instante. Retrocedí huraño, y mirándolo, le dije despacio:
– Andate.
– ¿Qué?
Más bajo aún le repetí:
– Andate.
– Pero…
– Andate, bestia. ¿Qué hiciste de tu vida?… ¿de tu vida?…
– No… no seas así…
– Bestia… ¿Qué hiciste de tu vida?
Y yo no atinaba a decirle en ese instante todas las altas cosas, preciosas y nobles que estaban en mí, y que instintivamente rechazaban su llaga.
El mancebo retrocedió. Encogía los labios mostrando los colmillos, luego se sumergió en el lecho, y mientras yo vestido entraba a mi cama, él, con los brazos en asa bajo la nuca, comenzó a cantar:
Arroz con leche,
me quiero casar.
Lo miré oblicuamente, luego, sin cólera, con una serenidad que me asombraba, le dije:
– Si no te callás, te rompo la nariz.
– ¿Qué?
– Sí, te rompo la nariz.
Entonces volvió el rostro a la pared. Una angustia horrible pesó en el aire confinado. Yo sentía la fijeza con que su pensamiento espantoso cruzaba el silencio. Y de él sólo veía el triángulo de cabello negro recortando la nuca, y después el cuello blanco, redondo, sin acusar tentaciones.
No se movía, pero la fijeza de su pensamiento se aplastaba… se modelaba en mí… y yo alelado pemanecía rígido, caído en el fondo de una angustia que se iba solidificando en conformidad. Y a momentos lo espiaba con el rabillo del ojo.
De pronto su colcha se movió, y quedaron al descubierto sus hombros, sus hombros lechosos que surgían del arco de puntilla que sobre las clavículas le hacía la camisa de batista…
Un grito suplicante de mujer estalló en el pasillo al cual daba mi habitación:
– No… no… por favor…
Y el sordo choque de un cuerpo sobre el muro, me arqueó el alma sobre el espanto primero, cavilé un instante, después salté del lecho y abrí la puerta en el preciso instante que la puerta de la pieza frontera se cerraba.
Me apoyé en el marco. De la vecina habitación, no surgía nada. Me volví dejando la puerta abierta, sin mirar al otro, apagué la luz y me acosté…
En mí había ahora una seguridad potente. Encendí un cigarrillo y le dije a mi compañero de albergue:
– Che, ¿quién te enseñó esas porquerías?
– Con vos no quiero hablar… sos un malo…
Me eché a reír, luego grave continué:
– En serio, che ¿sabés que sos un tipo raro? ¡Qué raro que sos! En tu familia, ¿qué dicen de vos? ¿Y esta casa? ¿Te fijaste en esta casa?
– Sos un malo.
– Y vos un santo, ¿no?
– No, pero sigo mi destino… porque yo no era así antes, ¿sabés?, yo no era así…
– ¿Y quién te hizo así, entonces?
– Mi maestro, porque papá es rico. Después que aprobé el cuarto grado, me buscaron un maestro para que me preparara para el primer año del Nacional. Parecía un hombre serio. Usaba barba, una barba rubia puntiaguda y lentes. Tenía los ojos casi verdes de azules. A vos te cuento todo eso porque…
– ¿Y?…
– Yo no era así antes… pero él me hizo así… Después, cuando él se iba, yo salía a buscarlo a su casa. Tenía entonces catorce años. Vivía en un departamento de la calle Juncal. Era un talento. Fíjate que tenía una biblioteca grande como estas cuatro paredes juntas. También era un demonio, ¡pero cómo me quería! Yo iba a su casa, el mucamo me hacía pasar al dormitorio… fijate que me había comprado todas las ropas de seda y vainilladas. Yo me disfrazaba de mujer.
– ¿Cómo se llamaba?
– Para qué querés saber el nombre… Tenía dos cátedras en el Nacional y se mató ahorcándose…
– ¿Ahorcándose?…
– Sí, se ahorcó en la letrina de un café… ¡pero qué zonzos sos!… ja… ja… no te creas… son mentiras… ¿No es verdad que es bonito el cuento?
Irritado, le dije:
– Vea che, déjeme tranquilo; me voy a dormir.
– No seas malo, escuchame… qué variable sos… no te vayas a creer lo de recién… te decía la pura verdad… cierto… el maestro se llamaba Próspero.
– ¿Y usted ha seguido así hasta ahora?
– ¿Y qué iba a hacer?
– ¿Cómo qué iba a hacer? ¿Por qué no se va a lo de algún médico… algún especialista en enfermedades nerviosas? Además, ¿por qué es tan sucio?
– Si está de moda, a muchos les gusta la ropa sucia.
– Usted es un degenerado.
– Sí, tenés razón… soy chiflado… ¿pero qué querés?… mira… a veces estoy en mi dormitorio, anochece, querés creerme, es como una racha… siento el olor de las piezas amuebladas… veo la luz prendida y entonces no puedo… es como si un viento me arrastrara y salgo… los veo a los dueños de amuebladas.
– ¿A los dueños, para qué?
– Natural, eso de ir a buscar, es triste: nosotras nos arreglamos con dos o tres dueños y en cuanto cae a la pieza un chico que vale la pena nos avisa por teléfono.
Después de un largo silencio, su voz se hizo más entonada y seria. Diría que se hablaba a sí mismo, con toda su tribulación:
– ¿Por qué no habré nacido mujer?… en vez de ser un degenerado…, sí, un degenerado…, hubiera sido muchacha de mi casa, me hubiera casado con algún hombre bueno y lo hubiera cuidado… y lo hubiera querido… en vez… así… rodar de "catrera" en "catrera", y los disgustos… esos atorrantes de chambergo blanco y zapatos de charol que te conocen y te siguen… y hasta las medias te roban. ¡Ah!, si encontrara alguno que me quisiera para siempre, siempre.
– ¡Pero usted está loco!, ¿todavía se hace esas ilusiones?
– ¡Qué sabés vos! Tengo un amiguito que hace tres años vive con un empleado del Banco Hipotecario… y cómo lo quiere…
– Pero eso es una bestialidad…
– ¿Qué sabés… si yo pudiera daría toda mi plata para ser mujer… una mujercita pobre… y no me importaría quedarme preñada y lavar la ropa con tal que él me quisiera… y trabajara para mí…
Escuchándole, estaba atónito.
¿Quién era ese pobre ser humano que pronunciaba palabras tan terribles y nuevas?… ¿que no pedía nada más que un poco de amor?
Me levanté para acariciarle la frente.
– No me toqués -vociferó-, no me toqués. Se me revienta el corazón. Andate.
Ahora estaba en mi lecho inmóvil, temeroso de que un ruido mio lo despertara para la muerte.
El tiempo transcurría con lentitud, y mi conciencia descentrada de extrañeza y fatiga recogía en el espacio el silencioso dolor de la especie.
Aún creía sentir el sonido de sus palabras… en lo negro su carita contraída de pena diseñaba un visaje de angustia, y con la boca resecada de fiebre, exclamaba a lo oscuro:
"Y no me importaría quedarme preñada y lavar ropa con tal de que él me quisiera y trabajara para mí."
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