Dejé el plato en la bolsa de servicio y rápidamente me dirigí al casino de oficiales.
Ahora estaba en su habitación. Junto al muro, un lecho de campaña, un estante con revistas y cursos de ciencias militares, y clavado en la pared un tablero negro con su cajita llena de barras de tiza clavada en un ángulo.
El capitán me dijo:
– A ver, ayer cómo es ese cañón de trinchera. Diséñelo.
Cogí una tiza, e hice un croquis.
Comencé.
– Usted sabe, mi capitán, que el inconveniente de los grandes calibres, son peso y tamaño de la pieza.
– Bien, y…
– Yo tengo imaginado un cañón de esta forma: el proyectil de grueso calibre estaría perforado en el centro y en vez de estar colocado en un tubo que es el cañón, sería introducido en la barra de hierro, como un anillo en el dedo, yéndose a encajar en la cámara donde explotaría el cartucho. La ventaja de mi sistema, es que sin aumentar el peso del cañón, se aumentaría enormemente el calibre del proyectil y la carga explosiva que puede llevar.
– Entiendo… Está bien… Pero usted debe saber esto: de acuerdo con el calibre de los proyectiles, su peso y la clase del grano de pólvora, se calcula el grosor, diámetro y longitud del cañón. Es decir, que a medida que la pólvora se va inflamando, el proyectil por presión de los gases avanza en el cañón, de forma que cuando ha llegado a la boca de éste, el explosivo ha rendido su máximo de energía.
"En su invento ocurre todo lo contrario. Se efectúa la explosión y el proyectil se desliza por la barra y los gases, en vez de seguir presionándolo, se pierden en el aire, es decir, que si la explosión tiene que seguir actuando durante un segundo de tiempo, usted lo reduce a un décimo o a un milésimo. Es lo contrario. A mayor diámetro, menos uniformidad, más resistencia, a menos que usted haya descubierto una balística nueva, que es medio difícil."
Y terminó agregando:
– Usted tiene que estudiar, estudiar mucho, si quiere ser algo.
Yo pensaba, sin atreverme a decirlo: "Cómo estudiar, si tengo que aprender un oficio para ganarme la vida."
Proseguía:
– Estudié muchas matemáticas; lo que le falta a usted es la base, discipline el pensamiento, aplíquelo al de las pequeñas cosas prácticas, y entonces podrá tener éxito en sus iniciativas.
– ¿Le parece, mi capitán?
– Sí, Astier. Usted tiene condiciones innegables, pero estudie, usted cree que porque piensa lo ha hecho todo, y pensar no es nada más que un principio.
Y yo salía de allí, estremecido de gratitud hacia ese hombre que conocía serio y melancólico y que a pesar de la disciplina, tenía la misericordia de alentarme.
Eran las dos de la tarde del cuarto día de mi ingreso en la Escuela Militar de Aviación.
Estaba tomando mate cocido en compañía de un pelirrojo apellidado Walter, que con entusiasmo conmovedor me hablaba de una chacra que tenía su padre, un alemán, en las cercanías del Azul.
Decía el pelirrojo con la boca llena de pan:
– Todos los inviernos carneamos tres chanchos para la casa. Los demás se venden. Así a la tarde cuando hacía frío, entraba y me cortaba un pedazo de pan, después con el Ford me iba a recorrer…
– Drodman, venga -me gritó el sargento. Detenido frente a la cuadra me observaba con seriedad inusitada.
– Ordene, mi sargento.
– Vístase de particular y entrégueme el uniforme, porque está usted de baja.
Le miré atento.
– ¿De baja?
– Sí, de baja.
– ¿De baja, mi sargento? -temblaba todo al hablarlo. El suboficial me observó apiadado. Era un provinciano de procederes correctos, y hacía pocos días que había recibido el brevet de aviador.
– Pero si yo no he cometido ninguna falta, mi sargento, usted lo sabe bien.
– Claro que lo sé… Pero qué le voy a hacer… la orden la dio el capitán Márquez.
– ¿El capitán Márquez? Pero eso es absurdo… El capitán Márquez no puede dar esa orden… ¿No habrá equivocación?
– Así es, en el detall me dijeron Silvio Drodman Astier… Aquí no hay otro Drodman Astier que usted, creo, ¿no?, así que es usted, no hay vuelta de hoja.
– Pero esto es una injusticia, mi sargento.
El hombre frunció el ceño y en voz baja confidenció:
– ¿Qué quiere que le haga? Claro que no está bien… creo… no, no lo sé… me parece que el capitán tiene un recomendado… así me han dicho, no sé si es verdad, y como ustedes no han firmado contrato todavía, claro, sacan y ponen al que quieren. Si hubiera contrato firmado no habría caso, pero como no está firmado, hay que aguantarse.
Dije suplicante:
– ¿Y usted mi sargento, no puede hacer nada?
– ¿Y qué quiere que haga, amigo? ¿Qué quiere que haga?, si soy igual a usted; se ve cada cosa.
El hombre me compadecía.
Le di las gracias, y me retiré con lágrimas en los ojos.
– La orden es del capitán Márquez.
– ¿Y no se le puede ver?
– No está el capitán.
– ¿Y el capitán Bossi?
– El capitán Bossi no está.
En el camino, el sol de invierno teñía de una lúgubre rojidez el tronco de los eucaliptus.
Yo caminaba hacia la estación.
De pronto vi en el sendero al director de la escuela.
Era un hombre rechoncho, de cara mofletuda y colorada como la de un labriego. El viento le movía la capa sobre las espaldas, y hojeando un infolio respondía brevemente al grupo de oficiales que en círculo le rodeaba.
Alguien debió comunicarle lo sucedido, pues el teniente coronel levantó la cabeza de los papeles, me buscó con la mirada, y encontrándome, me gritó con voz destemplada:
– Vea amigo, el capitán Márquez me habló de usted. Su puesto está en una escuela industrial. Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo.
Ahora cruzaba las calles de Buenos Aires, con estos gritos adentrados en el alma.
"¡Cuando mamá lo sepa!"
Involuntariamente me la imaginaba diciendo con acento cansado:
– Silvio… pero no tienes lástima de nosotros… que no trabajas… que no quieres hacer nada. Mira los botines que llevo, mira los vestidos de Lila, todos remendados, ¿qué piensas, Silvio, que no trabajas?
Calor de fiebre me subía a las sienes; olíame sudoroso, tenía la sensación de que mi rostro se había entosquecido de pena, deformado de pena, una pena hondísima, toda clamorosa.
Rodaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda… y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad.
"¿Qué será de mí?"
En ese instante, sobre el alma, el cuerpo me pesaba como un traje demasiado grande y mojado.
Ahora, cuando vaya a casa, mamá quizás no me diga nada. Con gesto de tribulación abrirá el baúl amarillo, sacará el colchón, pondrá sábanas limpias en la cama y no dirá nada. Lila, en silencio, me mirará como reprochándome.
– ¿Qué has hecho, Silvio? -y no agregará nada.
"¿Qué será de mí?"
¡Ah, es menester saber las miserias de esta vida puerca, comer el hígado que en la carnicería se pide para el gato, y acostarse temprano para no gastar el petróleo de la lámpara!
Otra vez me sobrevino el semblante de mamá, relajado en arrugas por su vieja pena; pensé en la hermana que jamás profería una queja de disgusto y sumisa al destino amargo empalidecía sobre sus libros de estudio, y el alma se me cayó entre las manos. Me sentía arrastrado a detener a los transeúntes, a coger de las mangas del saco a las gentes que pasaban y decirles: "Me han echado del ejército así porque si, ¿comprenden ustedes? Yo creía poder trabajar… trabajar en los motores, componer aeroplanos… y me han echado así… porque sí.
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