Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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Nada más tengo que decirle. Crea que la admiro todo lo que puedo. Me gustaría que pensase en mí a veces.
248
Dos veces, en aquella adolescencia mía que siento lejana y que, por así sentirla, me parece una cosa leída, un relato íntimo que me hiciesen, disfruté el dolor de la humillación de amar. Desde lo alto de hoy, mirando hacia atrás, hacia ese pasado, que ya no sé designar ni como lejano ni como reciente, creo que fue bueno que esa experiencia de la desilusión me sucediese tan pronto.
No fue nada, salvo lo que pasé conmigo. En el aspecto exterior del asunto íntimo, legiones humanas de hombres han pasado por las mismas torturas. Pero (…)
Demasiado pronto obtuve, mediante una experiencia, simultánea y conjunta, de la sensibilidad y de la inteligencia, la noción de que la vida de la imaginación, por mórbida que parezca, es sin embargo aquella que conviene a los temperamentos como el mío. Las ficciones de mi imaginación (posterior) pueden cansar, pero no duelen ni humillan. A las amantes imposibles les resulta también imposible la sonrisa falsa, el dolor del cariño, la astucia de las caricias. Nunca nos abandonan, ni de cualquier manera nos faltan.
249
Sólo una vez he sido verdaderamente amado. Simpatías, las he tenido siempre, y de todos. Ni al más ocasional le ha sido fácil ser grosero, o ser brusco, o hasta ser frío para conmigo. Algunas simpatías he tenido que, con mi ayuda, podría -por lo menos una vez- haber convertido en amor o afecto. Nunca he tenido paciencia o atención del espíritu para siquiera desear emplear ese esfuerzo.
Al principio de observar esto en mí, creí -tanto nos desconocemos- que había en este caso de mi alma una razón de timidez. Pero después descubrí que no la había; había un tedio de las emociones, diferente del tedio de la vida, una impaciencia de unirme a cualquier sentimiento continuo, sobre todo cuando hubiese que unirlo a un esfuerzo continuado. ¿Para qué?, pensaba en mí lo que no piensa. Tengo la suficiente sutileza, el suficiente tacto psicológico para saber el «cómo»; el «cómo del cómo» siempre se me ha escapado. Mi flaqueza de voluntad ha comenzado siempre por ser una flaqueza del deseo de tener voluntad. Así me ha sucedido con las emociones como me sucede con la inteligencia, y con la misma voluntad, y con todo cuanto es vida.
Pero aquella vez en que una malicia de la oportunidad me hizo creer que amaba, y comprobar de veras que era amado, me quedé, primero, aturdido y confuso, como si me hubiera tocado un premio gordo en moneda inconvertible. Me quedé, después porque nadie es humano sin serlo, ligeramente envanecido; esta emoción, sin embargo, que parecería la más natural, pasó rápidamente. Vino a continuación un sentimiento difícil de definir, pero en el que sobresalían incómodamente las sensaciones de tedio, de humillación y de fatiga.
De tedio, como si el Destino me hubiese impuesto una tarea en trabajos nocturnos desconocidos. De tedio, como si un nuevo deber -el de una horrorosa reciprocidad- me fuese impuesto por la ironía de un privilegio, que yo me tendría todavía que fastidiar agradeciéndoselo al Destino. De tedio, como si no me bastase la monotonía inconsciente de la vida, para que se le superpusiera ahora la monotonía obligatoria de un sentimiento definido.
Y de humillación, sí, de humillación. Tardé en darme cuenta de a qué venía un sentimiento aparentemente tan poco justificado por su causa. El amor a ser amado debería haber aparecido en mí. Debería haberme envanecido de que alguien se fijase atentamente en mi existencia como ser amable. Pero, aparte el breve momento de verdadero envanecimiento, en que todavía no sé si el asombro tuvo más parte que la propia vanidad, la humillación fue la sensación que recibí de mí. Sentí que me era dada una especie de premio destinado a otro -premio, sí, valioso para quien naturalmente lo mereciese.
Pero fatiga, sobre todo fatiga: la fatiga que sobrepasa al tedio. Comprendí entonces una frase de Chateaubriand que siempre me había confundido por falta de experiencia de mí mismo. Dice Chateaubriand, figurándose en Rene que «le cansaba que le amasen» - on le fatiguait en l'aimant . Conocí, asombrado, que esto representaba una experiencia idéntica a la mía, y cuya verdad yo no tenía, en consecuencia, el derecho a negar.
¡La fatiga de ser amado, de ser amado de verdad! ¡La fatiga de ser el objeto del fardo de las emociones ajenas! Convertir a quien quisiera verse libre, siempre libre, en el mozo de cuerda de la responsabilidad de corresponder, de la decencia de no alejarse, para que no se suponga que se es príncipe en las emociones y se reniega lo máximo que un alma puede dar. ¡La fatiga [de] convertírsenos la existencia en algo absolutamente dependiente de una relación con un sentimiento ajeno! ¡La fatiga de, en todo caso, tener forzosamente que sentir, tener forzosamente, aunque sin reciprocidad, que amar también un poco!
Se fue de mí, como hasta mí vino, aquel episodio en la sombra. Hoy no queda nada de él, ni en mi inteligencia ni en mi emoción. No me trajo experiencia alguna que yo no pudiese haber deducido de las leyes de la vida humana cuyo conocimiento instintivo albergo en mi porque soy humano. No me dio ni un placer que recuerde con tristeza, ni un pesar que recuerde también con tristeza. Tengo la impresión de que fui una cosa que leí en algún sitio, un incidente acaecido a otro, novela de la que leí la mitad, y de la que faltó la otra mitad, sin que me importara que faltase, pues hasta donde la leía estaba bien y, aunque no tuviese sentido, tal era ya que no le podría dar sentido a la parte que faltaba, cualquiera fuese su enredo.
Me queda apenas una gratitud a quien me amó. Pero es una gratitud abstracta, asombrada, más de la inteligencia que de cualquier emoción. Siento pena de que alguien hubiese sentido pena por mi culpa; es de esto de lo que tengo pena, y no tengo pena de nada más.
No es natural que la vida me traiga otro encuentro con las emociones naturales. Casi deseo que aparezca para ver cómo siento esa segunda vez, después de haber pasado a través de todo un extenso análisis de la primera experiencia. Es posible que sienta menos; es también posible que sienta más. Si el Destino lo concede, que lo conceda. Por las emociones, siento curiosidad. Por los hechos, cualesquiera que vengan a ser, no siento ninguna curiosidad.
250 La Muerte del Príncipe
¿Por qué no será todo una verdad enteramente diferente, sin dioses, ni hombres, ni razones? ¿Por qué no ha de ser todo algo que ni siquiera podemos concebir que no concebimos: un misterio totalmente de otro mundo? ¿Por qué no hemos de ser nosotros -hombres, dioses y mundo- sueños que alguien sueña, pensamientos que alguien piensa, puestos siempre fuera de lo que existe? ¿Y por qué no ha de ser ese alguien que sueña o piensa alguien que no sueña ni piensa, súbdito él mismo del abismo y de la ficción? ¿Por qué no ha de ser todo otra cosa, y ninguna cosa, y lo que no es la única cosa que existe? ¿En qué parte estoy que veo esto como algo que puede ser? ¿Por qué puente paso, que por debajo de mí, que estoy tan alto, están las luces de todas las ciudades del mundo y del otro mundo, y las nubes de las verdades deshechas que flotan encima y todas ellas buscan, como si buscasen lo que puede abarcarse?
Tengo miedo sin sueño, y estoy viendo sin saber lo que veo. Hay grandes planicies todo alrededor, y ríos a lo lejos, y montañas… Pero al mismo tiempo no hay nada de esto, y estoy con el principio de los dioses y con un gran horror de partir o de quedarme, y de dónde estar y de qué ser. Y también este cuarto donde te oigo mirarme es algo que conozco y que parece que veo; y todas estas cosas están juntas, y están separadas, y ninguna de ellas es lo que es otra cosa que estoy viendo si veo.
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