Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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13-4-1930.

227

Desearía construir un código de inercia para los superiores de las sociedades modernas.

– La sociedad se gobernaría espontáneamente y a sí propia, si no contuviese gente de sensibilidad e inteligencia. Crean que es la única cosa que la perjudica. Las sociedades primitivas tenían una feliz existencia más o menos así.

Es una pena que la expulsión de los superiores de la sociedad tendría para ellos el resultado de morir, porque no saben trabajar. Y quizás muriesen de tedio, por no haber espacios de estupidez entre ellos. Pero yo hablo desde el punto de cura [239]de la felicidad humana.

Cada superior que se manifestase en la sociedad sería expulsado a la isla […] de los superiores. Los superiores serían alimentados, como animales enjaulados, por la sociedad normal.

Creedme: si no hubiese gente inteligente que tomase nota de los malestares humanos, la humanidad no se daría cuenta de ellos. Y las criaturas de sensibilidad hacen sufrir a los demás por simpatía.

Mientras tanto, visto que vivimos en sociedad, el único deber de los superiores es reducir al mínimo su participación en la vida de la tribu.

No leer periódicos, o leerlos sólo para saber lo que de poco importante y curioso sucede: no, nadie imagina la voluptuosidad que arranco al noticiario sucinto de provincias. Los meros nombres me abren puertas a lo indefinido.

El supremo estado honroso para un hombre superior es no saber quién es el jefe de Estado de su país, o si vive en una monarquía o en una república.

– Toda su actitud debe ser situar al alma de modo que el paso de ¡as cosas, de los acontecimientos, no le incomode. Si no lo hace, tendrá que interesarse por los demás, para ocuparse [240]de sí mismo.

(¿1914?)

228

Así como, lo sepamos o no, todos tenemos una metafísica, así también, lo queramos o no, todos tenemos una moral. Tengo una moral muy sencilla: no hacer a nadie ni mal ni bien. No hacer a nadie mal, porque no sólo reconozco en los demás el mismo derecho, que creo que me corresponde, de que no me molesten, sino porque me parece que los males naturales bastan para el mal que tenga que haber en el mundo. Vivimos todos, en este mundo, a bordo de un navío zarpado de un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos tener los unos para con los otros una amabilidad de viaje. No hacer bien, porque no sé lo que es el bien, ni si lo hago cuando me parece que lo hago. ¿Sé yo qué males causo si doy limosna? ¿Sé yo qué males causo si educo o instruyo? En la duda, me abstengo. Y me parece, además, que auxiliar o ilustrar es, en cierto modo, hacer el mal de intervenir en la vida ajena. La bondad es un capricho temperamental: no tenemos derecho a hacer a los demás víctimas de nuestros caprichos, aunque sean de humanidad o de ternura. Los beneficios son cosas que se infligen; por eso abomino fríamente de ellos.

Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que me lo hagan. Si me pongo enfermo, lo que más me pesa es que obligo a alguien a cuidarme, cosa que me repugnaría hacer a otro. Nunca he visitado a un amigo enfermo. Siempre que, habiéndome puesto enfermo, me han visitado, he sufrido cada visita como una molestia, un insulto, una violación injustificada de mi intimidad decisiva. No me gusta que me den cosas; parecen, con ello, obligarme a que también las dé: a los mismos o a otros, sea a quien fuere.

Soy altamente sociable de un modo altamente negativo. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo para con todo cuanto existe una ternura visual, un cariño de la inteligencia -nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza de nada, caridad para nada. Abomino con náusea y pasmo de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de todas las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esa náusea es casi física cuando ésos misticismos son activos, cuando pretenden convencer a la inteligencia ajena, o mover a la voluntad ajena, encontrar la verdad o reformar al mundo.

Me considero feliz por no tener ya parientes. No me veo así en la obligación, que inevitablemente me pesaría, de tener que amar a alguien. No tengo añoranzas sino literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero con lágrimas rítmicas, en las que ya se prepara la prosa. La recuerdo como algo exterior y a través de cosas exteriores; recuerdo sólo las cosas exteriores. No es el sosiego de las veladas de provincia el que me enternece por la infancia que viví en ellas, es la disposición de la mesa del té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de cuadros de lo que tengo nostalgia. Por eso tanto me enternece mi infancia como la de otro: son ambas, en el pasado que no sé el que es, fenómenos puramente visuales que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no es porque recuerdo, sino porque veo.

Nunca he amado a nadie. Lo más que he amado son sensaciones mías -estados de visualidad consciente, impresiones de audición despierta, perfumes que son una manera de que hable conmigo la humildad del mundo exterior, me diga cosas del pasado (tan fácil de recordar con los olores)- es decir, de darme más realidad, más emoción, que el simple pan cociéndose allá dentro en la panadería honda, como aquella tarde lejana en que venía del entierro de mi tío, que me había amado tanto, y había en mí vagamente la ternura de un alivio, no sé bien de qué.

Es ésta mi vida moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo -hasta de mi propia alma-, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada: centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído sintiente vuelto hacia la variedad del mundo. Con esto, no sé si soy feliz o desgraciado; ni me importa [241].

18-9-1931.

229

Muchas veces, para entretenerme -porque nada entretiene como las ciencias, o las cosas con aire de ciencias, usadas fútilmente-, me pongo escrupulosamente a estudiar mi psiquismo a través de la forma como lo encaran los demás. Raras veces es triste el placer, a veces doloroso, que esta táctica fútil me produce.

Generalmente, procuro estudiar la impresión general que causo en los otros, /sacando conclusiones/.

En general, soy una criatura con quien los demás simpatizan, con quien simpatizan, incluso, con un vago y curioso respeto. Pero ninguna simpatía violenta despierto. Nadie será nunca conmovidamente mi amigo. Por eso pueden respetarme tantos.

230

Aquella malicia incierta y casi imponderable que alegra a cualquier corazón humano ante el dolor de los demás, y el desconsuelo ajeno, los empleo en el examen de mis propios dolores, los llevo tan lejos que en ocasiones en que me siento ridículo o mezquino gozo como si fuese otro quien lo estuviese siendo. Mediante una extraña y fantástica transformación de sentimientos, sucede que no siento esa alegría malévola y humanísima ante el dolor y el ridículo ajenos. Siento ante el envilecimiento de los demás, no un dolor, sino una incomodidad estética y una irritación sinuosa. No es por bondad por lo que sucede esto, sino porque quien se vuelve ridículo no es sólo para mí para quien se vuelve ridículo, sino también para los demás, y me irrita que alguien esté siendo ridículo para los demás, me duele que cualquier animal de la especie humana se ría a costa de otro, cuando no tiene derecho a hacerlo. De que los demás se rían a mi costa no me irrito, porque de mí hacia fuera hay un desprecio proficuo y blindado.

Más terribles que cualquier muralla, he puesto verjas altísimas para demarcar el jardín de mi ser, de modo que, viendo perfectamente a los demás, perfectísimamente los excluyo y mantengo otros.

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