Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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216
¿Qué reina imperiosa guarda al pie de sus lagos la memoria de mi vida partida? Fui el paje de alamedas insuficientes a las horas aves de mi sosiego azul. Naves lejos completaron al mar que ondeaba desde mis azoteas, y en las nubes del sur perdí el alma, con un remo dejado caer.
217
y los lirios de las márgenes de ríos remotos, fríos y solemnes, en una tarde eterna al [233]fondo de continentes verdaderos. Sin nada más y sin embargo verdaderos.
218
He sido siempre un soñador irónico, infiel a las promesas interiores. He gozado siempre, como otro y extranjero, de las derrotas de mis devaneos, asistente casual a lo que pensé ser. Nunca he dado fe a aquello en que he creído. He llenado mis manos de arena, le he llamado oro, y he abierto las manos de toda ella, escurridiza. La frase había sido la única verdad. Una vez dicha la frase, todo estaba hecho; lo demás era la arena que siempre había sido.
Si no fuese por el soñar siempre, por el vivir en una perpetua enajenación, podría, de buen grado, llamarme un realista, es decir, un individuo para quien el mundo exterior es /una nación/ independiente. Pero prefiero no darme nombre, ser lo que soy con /cierta/ oscuridad y tener para conmigo mismo la malicia de no saberme prever.
Tengo una especie de deber de soñar siempre, pues, no siendo más, ni queriendo ser más, que un espectador de mí mismo, tengo que tener el mejor espectáculo que puedo. Así me construyo con oro y sedas, en salas supuestas, tablado falso, escenario antiguo, sueño creado entre juego de luces suaves y músicas invisibles.
Guardo, íntimo, como la memoria de un beso agradable, el recuerdo infantil de un teatro en que el escenario azulado y lunar figuraba [234]la terraza de un palacio imposible. Había, pintado también, un parque vasto alrededor, y gasté el alma en vivir como real todo aquello. La música, que sonaba blanda en aquella ocasión /mental/ de mi experiencia de la vida, convertía en real de una fiebre aquel escenario gratuito.
El escenario era definitivamente azulado y lunar. En el tablado, no recuerdo quién aparecía, pero la pieza que pongo en el paisaje recordado me sale hoy de los versos de Verlaine y Pessanha [235]; no era la que olvido, pasada en el palco vivo más acá de aquella realidad de azul música. Era mía y fluida, (la) mascarada inmensa y lunar, (el) interludio de plata y azul concluido.
Después vino la vida. Aquella noche me llevaron a cenar al León. Conservo aún el recuerdo de los filetes en el paladar de la nostalgia -filetes, lo sé porque lo supongo, como hoy nadie hace o no como yo. Y todo se me mezcla -infancia, vivida a distancia, comida sabrosa de noche, escenario lunar, Verlaine futuro y yo presente- en una diagonal confusa [236], en un espacio falso entre lo que he sido y lo que soy.
16-10-1931.
219
Cuando vine por primera vez a Lisboa, había, en el piso de encima de donde vivíamos, un sonido de piano tocado en escalas, aprendizaje monótono de la señorita que nunca vi. Descubro hoy que, mediante procesos de infiltración que desconozco, tengo todavía en las bodegas del alma, audibles se abren la puerta de allá abajo, las escalas repetidas, tecleadas, de la señorita hoy señora otra, o muerta o encerrada en un lugar blanco donde verdean negros los cipreses.
Yo era un niño, y hoy no lo soy; el sonido, sin embargo, es igual en el recuerdo al que era en la verdad, y tiene, perennemente presente, si se levanta de donde finge que duerme, el mismo lento tecleo, la misma rítmica monotonía. Me invade, de considerarlo o sentirlo, una tristeza difusa, angustiosa, mía.
No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y en ello la infancia (mía), se pierda. Es la fuga abstracta del tiempo, no la fuga concreta del tiempo -que es mío, que me duele en el cerebro físico por la periodicidad repetida, involuntaria, de las escalas del piano de arriba, terriblemente anónimo y lejano. Es todo el misterio de que nada dura de lo que martillea repetidas cosas que no llegan a ser música, pero son nostalgia, en el fondo absurdo de mi recuerdo.
Insensiblemente, en un erguirse visual, veo la salita que nunca he visto, donde la aprendiz que no he conocido está todavía hoy relacionando, dedo a dedo cuidados, las escalas siempre iguales de lo que ya está muerto. Veo, voy viendo más, reconstruyo viendo. Y todo el hogar del piso de arriba, nostálgico hoy pero no ayer, se va alzando ficticio desde mi contemplación desentendida.
Supongo, sin embargo, que en todo esto soy translaticio, que la nostalgia que siento no es precisamente la mía, ni precisamente abstracta, sino la emoción interceptada de no sé qué tercero, para quien estas emociones, que en mí son literarias, fuesen -como diría Vieira [237]- literales. Es en mi suposición de sentir en la que me duelo y angustio, y las nostalgias, a cuya sensación se me marean los ojos propios, es por imaginación y otredad como las pienso y siento.
Y siempre, con una constancia que viene del fondo del mundo, con una persistencia que estudia metafísicamente, suenan, suenan, suenan, las escalas de quien estudia piano, por la espina dorsal física de mi recuerdo. Son las calles antiguas con otra gente, hoy las mismas calles diferentes; son personas muertas que me están hablando, a través de la transparencia de la falta de ellas hoy; son remordimientos de lo que hice o no hice, ruidos de regatos de noche, ruidos allá abajo, en la casa quieta.
Tengo ganas de gritar dentro de la cabeza. Quiero parar, machacar, romper ese imposible disco gramofónico que suena dentro de mí, en una casa ajena, torturador intangible. Quiero mandar pararse al alma, para que ella, como vehículo que me […] siga hacia delante sólo y me deje. Enloquezco de tener que oír… Y por fin soy yo, en mi cerebro odiosamente sensible, en mi piel pelicular, en mis nervios a flor de piel, las teclas tecleadas en escalas, oh piano horroroso y /personal/ de nuestro recuerdo.
Y siempre, siempre, como en una parte del cerebro que se volviese independiente, suenan, suenan, suenan las escalas allá abajo, allá arriba, de la primera casa de Lisboa donde vine a vivir.
3-12-1931.
220
Si algún día me sucediese que, con una vida firmemente segura, pudiera escribir libremente y publicar, sé que tendré nostalgia de esta vida insegura en que apenas escribo y no publico. Tendré nostalgia, no sólo porque esa vida vulgar es pasado y vida que ya no tendré, sino porque hay en cada especie de vida una cualidad propia y un placer peculiar, y cuando se pasa a otra vida, aunque sea mejor, ese placer peculiar es menos feliz, esa cualidad propia es menos buena, dejan de existir, y hay una falta.
Si algún día me sucediese que consiguiera llevar al buen calvario la cruz de mi intención, encontraré un calvario en ese buen calvario, y tendré nostalgia de cuando era fútil, vulgar e imperfecto. Seré menos de cualquier manera.
Tengo sueño. El día ha sido pesado de trabajo absurdo en la oficina casi desierta. Dos empleados están enfermos y los otros no están aquí. Estoy solo, salvo el mozo lejano. Tengo nostalgia de la hipótesis de tener un día de nostalgia, y aun así absurda.
Casi pido a los dioses que haya que me guarden aquí, como en un cofre, defendiéndome de las amarguras y también de las felicidades de la vida.
221
Todo cuanto no es mi alma es para mí, por más que quiera que no lo sea, no más que escenario y decoración. Un hombre, aunque yo pueda reconocer con el pensamiento que es un ser vivo como yo, ha tenido siempre, para el que en mí, por serme involuntario, es verdaderamente yo, menos importancia que un árbol, si el árbol es más bello. Por eso he sentido siempre los movimientos humanos -las grandes tragedias colectivas de la historia o de lo que hacen de ella- como frisos coloreados, vacíos del alma de los que pasan por ellos. Nunca me ha pesado lo que de trágico sucediese en la China. Es decoración lejana, aunque en sangre y peste.
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