Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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25-12-1929.

165

El silencio que sale del ruido de la lluvia se extiende, en un crescendo de monotonía cenicienta, por la calle estrecha que miro. Estoy durmiendo despierto, de pie contra la vidriera, en la que me recuesto como en todo. Busco en mí qué sensaciones son las que tengo ante este caer deshilachado de agua sombríamente luminosa que se destaca de las fachadas sucias y, aún más, de las ventanas abiertas. Y no sé lo que siento, no sé lo que quiero sentir, no sé lo que pienso ni lo que soy.

Todavía la amargura retrasada de mi vida se quita, ante mis ojos sin sensación, el traje de alegría natural que usa en los acasos prolongados de todos los días. Compruebo que, tantas veces alegre, tantas veces contento, estoy siempre triste. Y el que en mí comprueba esto está detrás de mí, como quien se asoma a mí arrimado a la ventana y, por cima de mis hombros, o hasta de mi cabeza, mira, con ojos más íntimos que los míos, la lluvia lenta, un poco ondulada ya, que afiligrana con su movimiento el aire pardo y malo.

Abandonar todos los deberes, incluso los que nos exigen, repudiar todos los hogares, incluso los que no han sido nuestros, vivir de lo impreciso y del vestigio, entre grandes púrpuras de locura, y encajes falsos de majestades soñadas… Ser algo que no sienta el pesar de la lluvia exterior, ni la amargura de la vacuidad íntima… Errar sin alma ni pensamiento, sensación sin sí misma, por un camino que rodea montañas, por valles sumidos entre laderas escarpadas, lejano, inmerso y fatal… Perderse entre paisajes como cuadros. No ser de lejanía y colores…

Un soplo leve de viento, que por detrás de esa ventana no siento, rasga en desniveles aéreos la caída rectilínea de la lluvia. Clarea cualquier sitio del cielo que no veo. Lo noto porque, por detrás de los cristales medio limpios de la ventana de al lado, ya veo vagamente el calendario en la pared, allá dentro, que hasta ahora no veía.

Olvido. No veo, sin pensar.

Cesa la lluvia, y de ella queda, un momento, una polvareda [200]de diamantes mínimos, como si, en lo alto, algo así como un gran mantel se sacudiese azulmente esas migajas. Se siente que parte del cielo ya está azul. Se ve, a través de la ventana de al lado, más claramente el calendario. Tiene una cara de mujer, y el resto es fácil porque lo recuerdo, y la pasta dentífrica es la más conocida de todas.

¿Pero en qué pensaba yo antes de perderme viendo? No lo sé. ¿Voluntad? ¿Esfuerzo? ¿Vida? Con un gran progreso de luz, se siente que el cielo es ya casi todo azul. Pero no hay sosiego -¡ah, ni lo habrá nunca!- en el fondo de mi corazón, pozo viejo al final de la quinta vendida, recuerdo de infancia encerrada y polvorienta en el sótano de la casa ajena. No hay sosiego -y, ¡ay de mí!, ni siquiera hay deseo de tenerlo…

14-3-1930.

166

No sé por qué -lo noto de repente- estoy solo en la oficina. Ya, indefinidamente, lo había presentido. Había en algún aspecto de mi conciencia de mí una amplitud de alivio, un respirar más hondo de pulmones diferentes.

Es ésta una de las más curiosas sensaciones que nos puede ser proporcionada por el acaso de los encuentros y de las faltas: la de estar solos en una casa de ordinario llena, ruidosa o ajena. Tenemos, de repente, una sensación de posesión absoluta, de dominio fácil y ancho, de amplitud -como he dicho- de alivio y sosiego.

¡Qué bien estar solos a nuestras anchas! Poder hablar alto con nosotros mismos, pasear sin estorbos de miradas, reposar hacia atrás en un devaneo sin llamada! Toda casa se vuelve un campo, toda habitación tiene la extensión de una quinta.

Los ruidos son todos ajenos, como si perteneciesen a un universo cercano pero independiente. Somos, por fin, reyes.

/A esto aspiramos todos, en fin, y los más plebeyos de nosotros -quién sabe- con más fuerza que los de más oro falso./ Por un momento somos pensionistas del universo y vivimos, puntuales del suelo concedido, sin necesidades ni preocupaciones. Ah, pero reconozco, en ese paso en la escalera, que sube hasta mí no sé quién, el alguien que va a interrumpir mi soledad distraída. Va a ser invadido por los bárbaros mi imperio implícito. No es que el paso me diga quién es quien viene, ni que recuerde el paso de éste o aquél a quien yo conozca. Hay un instinto más sordo en el alma que me hace saber que es hacia aquí a donde viene el que sube, de momento sólo pasos, por la escalera que súbitamente veo, porque pienso en él que la sube. Sí, es uno de los empleados. Se para, se oye la puerta, entra. Lo veo todo. Y me dice, al entrar: «¿Solo, señor Soares?» Y yo respondo: «Sí, hace ya tiempo…» Y él dice entonces, pelándose de la chaqueta con la mirada en la otra, la vieja, que está en la percha: «Qué fastidio que uno tenga que estar aquí solo, y además de eso…» «Un gran fastidio, no cabe duda», respondo yo. «Hasta dan ganas de dormir», dice él, ya con la chaqueta vieja, y yendo hacia el escritorio. «Sí que dan», confirmo sonriente. Después, estirando la mano hacia la pluma olvidada, reingreso, gráfico, en la salud anónima de la vida normal.

29-3-1933.

167

Dicen que el tedio es una enfermedad de inertes, o que ataca sólo a quienes nada tienen que hacer. Esa enfermedad del alma es sin embargo más sutil: ataca a quienes tienen disposición para ella, y perdona menos a los que trabajan, o fingen trabajar (lo que para el caso es lo mismo) que a los inertes de verdad.

Nada hay peor que el contraste entre el esplendor natural de la vida interior, con sus Indias naturales y sus países desconocidos, y la sordidez, aunque en realidad no sea sórdida, de la rutina de la vida. El tedio pesa más cuando no tiene la disculpa de la inercia. El tedio de los grandes esforzados es el peor de todos.

No es el tedio de la enfermedad del aburrimiento de no tener nada que hacer, sino la enfermedad mayor de sentirse que no vale la pena hacer nada. Y, siendo así, cuanto más hay que hacer, más tedio hay que sentir.

¡Cuántas veces levanto del libro en que estoy escribiendo y en el que trabajo la cabeza vacía de todo el mundo! Más me valdría encontrarme inerte, sin hacer nada, sin tener que hacer nada, porque ese tedio, aunque real, por lo menos lo disfrutaría. En mi tedio presente no hay reposo, ni nobleza, ni bienestar en el que haya un malestar: hay un apagamiento enorme de todos los gestos hechos, no un cansancio virtual de los gestos por no hacer.

18-9-1933.

168

Paso horas, a veces, en el Terreiro do Paço [201], a la orilla del río, meditando en vano. Mi impaciencia me quiere arrancar constantemente de ese sosiego, y mi inercia, constantemente me detiene en él. Medito, entonces, en una modorra física, que se parece a la voluptuosidad casi como el susurro del viento recuerda voces, en la eterna /insaciabilidad de mis deseos vagos,/ en la perenne inestabilidad de mis ansias imposibles. Sufro, principalmente, del mal de poder sufrir. Me falta algo que no deseo y sufro porque eso no es propiamente sufrir.

El muelle, la tarde, el olor del mar, entran todos, y entran juntos, en la composición de mi angustia. Las flautas de los pastores imposibles no son más suaves que el no haber aquí flautas, y eso me las recuerda.

Los idilios lejanos, al pie de los riachuelos, me duelen por dentro a esta hora análoga, (…)

169

No son las vulgares paredes de mi cuarto vulgar, ni los escritorios viejos de la oficina ajena, ni la pobreza de las calles intermedias de la Baja [202]habitual, tantas veces recorridas por mí que ya me parecen haber usurpado la fijeza de la irreparabilidad, las que producen en mi espíritu la náusea, frecuente en él, de la cotidianeidad insultante de la vida. Son las personas que habitualmente me rodean, son las almas que, desconociéndome, me conocen todos los días con la convivencia y el habla, las que me ponen en la garganta del espíritu el nudo de saliva del disgusto físico. Es la sordidez monótona de su vida, paralela a la exterioridad de la mía, es su conciencia íntima de ser mis semejantes, la que me pone el uniforme de condenado, me proporciona la celda de presidiario, me instituye [203]apócrifo y mendigo.

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