Ivo Andric - Un Puente Sobre El Drina

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Ivo Andric, connotado escritor de origen bosnio (1892-1975), creó en los años de la Segunda Guerra Mundial una trilogía novelística denominada ‘de los Balcanes’. Del primero de sus títulos, ‘Crónica de Travnik’, ya hay gran reseña en Hislibris. Esta es la presentación del segundo: ‘Un puente sobre el Drina’.
Drina es el nombre de un río que desde antiguo ha hecho de frontera natural entre Bosnia y Serbia. En el siglo XVI, cuando la región circundante conformaba una provincia adscrita al imperio turco, el visir que la gobernaba decidió construir un puente sobre dicho río, a la altura de la ciudad de Vichegrado. La presente novela cubre los cuatro siglos que van desde la construcción del puente hasta el período inicial de la Primera Guerra Mundial.
Se trata de una obra de ficción con basamento en hechos históricos. Su registro es episódico, alternando la anécdota y el drama. Andric es un estupendo fabulador, de modo que en ‘Un puente…’ ni lo dramático degenera en patetismo ni lo anecdótico en banalidad. Nunca sus materiales, aquellos de los que se vale el autor, llegan a degradar el alto nivel del todo. Mi impresión es que Andric advierte en cada situación un indicio de sentido -de la vida, del mundo, del ser del hombre-, sin que esto signifique que la novela abunde en filosofías (como no abunda en simbolismos). Acaso hiciera una muy certera selección de lo que, a su juicio, merece ser contado en unas crónicas (mayormente ficticias, cómo éstas de la ciudad de Vichegrado). El caso es que ninguno de los episodios que componen la novela adolece de gratuidad, y todos ellos sortean con éxito los riesgos de la sordidez y el melodrama.
Cada personaje y cada sucedido, cual sea el volumen que ocupen en el conjunto, son útiles al propósito de plasmar la dignidad de lo humano, así como la futilidad de toda soberbia (ideas ambas, directrices en el plan de la obra). Por momentos parece que el relato discurriese por la senda ejemplarizante de cierta literatura, mas enaltecido por la ausencia de moralinas y de sentencias edificantes. He ahí, por ejemplo, el personaje de lamentable estampa cuyo destino es el de ser bufón del pueblo: incluso él en su miseria puede disfrutar un asomo de gloria, cuando le celebran la pequeña aunque temeraria proeza de bailar sobre el parapeto del puente. O aquel dignatario musulmán, presunto erudito y cronista de la ciudad, en realidad un fatuo ignorante: los hechos más notorios -tal como la conquista austro-húngara de la provincia- empalidecen ante su convencimiento de que nada sería más importante que su propia persona; así pues, sus pretendidas crónicas no pasan de unas cuantas páginas de cuadernillo.
Si el puente aparece como escenario privilegiado de la novela, su kapia (una terraza provista de graderíos a mitad de la construcción) es a la vez hito y epítome de la historia de Vichegrado -tanto la Gran Historia como la pequeña, la del hombre común-. En la kapia se reúnen a diario ociosos y opinantes de lo divino y de lo humano. Allí se comentan noticias y se cierran negocios, y refuerzan los vichegradenses sus vínculos sociales. Desde la kapia se arroja al río la bella a la que han desposado contra su voluntad. Ahí se le ha aparecido a un jugador compulsivo el Gran Engatusador, que lo ha curado de su mal pero también le ha robado su vitalidad. Sobre sus piedras consuman los juerguistas grandes borracheras, y las nuevas generaciones de estudiantes filosofan sobre el mundo y rivalizan en amores. Es en una losa de la kapia donde se emplazan bandos y proclamas oficiales (del gobierno turco primero, luego del poder habsburgo). En esta terraza se instalan las guardias que controlan el paso de viajeros y transeúntes. En postes erigidos de propósito exhibe el ejército turco cabezas de rebeldes serbios -también de inocentes que han tenido el infortunio de hacerse sospechosos al arbitrio otomano-. En la terraza discuten los musulmanes, ya en el siglo XIX, las medidas a seguir para enfrentar el avance de las tropas cristianas. Y es en ella que un comité representativo de las tres religiones de la ciudad (musulmana, ortodoxa y judía) recibe al victorioso ejército austro-húngaro -y sufre el desdén de su altivo comandante-.
El puente es también testigo y víctima del cambio de los tiempos. Nacido como fundación pía por voluntad de un gobernante islámico, conforme transcurren los siglos su significado religioso pierde relevancia, para terminar cediendo frente al utilitarismo y pragmatismo de los días de la modernidad (llegada con el dominio habsburgo). Estupefactos, los musulmanes de Vichegrado observan lo que ellos consideran característica inquietud y laboriosidad de los occidentales, manifiesta en los ingentes trabajos de reparación del puente. Pero también constatan -desde el prisma de los más ancianos y testarudos de entre aquellos- la malicia e impiedad del eterno enemigo, al enterarse de que los austríacos han instalado una carga explosiva en la emblemática edificación.
Entrado el siglo XX, el país será un enorme campo de batalla en que se batirán los ejércitos de imperios decadentes y de incipientes estados. Si durante las Guerras Balcánicas de 1912 y 1913 en Vichegrado sólo resuenan ecos distantes de la guerra, el conflicto desatado por el atentado de Sarajevo (el asesinato del archiduque Francisco Fernando) acaba por ensañarse con la ciudad.
“[…] Y el puente -comenta en medio de la novela el narrador- continuaba irguiéndose, como siempre, con su eterna juventud, la juventud de una concepción perfecta y de las grandes y estimables obras del hombre, que ignoran lo que sea envejecer y cambiar y que no comparten -al menos, ésa es la impresión que dan- el destino de las cosas efímeras de este bajo mundo”.
Lo lamentable es que los azares de la historia confirmen a veces -tal vez con demasiada frecuencia- la precariedad de impresiones como aquella. No obstante, habría que congratularse de que la misma veleidosa historia inspire obras de excelencia, como ésta que he comentado. Si hay gentes de talento en quienes aproveche la inspiración, mejor que mejor.

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Sólo dos obuses que habían tocado la calzada del puente dejaron en la gravilla levantada unos agujerillos poco profundos y unas brechas, los cuales no podían ser vistos a menos que se cruzase el puente.

A pesar de esta nueva tormenta que se había desencadenado sobre la ciudad, trastornando y desarraigando las viejas costumbres, segando a los seres vivos y las cosas inanimadas, a pesar de todo esto, el puente permanecía blanco, sólido, invulnerable, igual que siempre.

CAPÍTULO XXIII

A causa del bombardeo incesante, la circulación, que era muy poco intensa, fue suspendida en el puente durante las horas del día; los civiles lo cruzaban libremente, los militares lo pasaban corriendo uno a uno, pero en cuanto aparecía un grupo un poco importante, empezaban a lanzar shrapnells desde el monte Panos. Al cabo de algunos días se pudo observar una cierta regularidad. Las gentes se habían dado cuenta de cuándo el tiro era más nutrido o más débil y de cuándo cesaba; y de acuerdo con estas observaciones se desplazaban y se encaminaban a sus ocupaciones más urgentes, siempre y cuando las patrullas austríacas no se lo impidiesen.

La batería del Panos sólo disparaba durante el día, pero los obuses actuaban también por la noche, tratando de impedir los movimientos de tropas y el paso de convoyes por el puente.

Las personas cuyas casas se encontraban en el centro de la ciudad, cerca del puente o de la carretera, se trasladaron con sus familias al Meïdan o a otros barrios resguardados y situados algo más lejos, yendo a refugiarse a casa de familiares o de conocidos, con objeto de protegerse de los bombardeos. Aquella huida con niños y con los objetos más necesarios recordaba las penosas noches en que la "gran inundación" había azotado a la ciudad. La única diferencia era que en esta ocasión las gentes de distintos credos no se mezclaron unas con otras ni se sintieron unidas por un soplo de solidaridad en medio de la desgracia común; ni se reunieron, como antes, para buscar en la conversación un soporte y un alivio. Los turcos estaban en las casas turcas y los servios se recogieron, como apestados, en casas servias. Pero aunque divididos y separados de aquella manera, vivían más o menos del mismo modo. Amontonados, como estaban, en casas que no eran las suyas, no sabían cómo emplear el tiempo ni qué curso dar a sus pensamientos preocupados e inquietos. Ociosos, de brazos caídos, como siniestrados, temían por su vida y por sus bienes, y se veían torturados por esperanzas y por deseos contradictorios, que tanto unos como otros disimulaban de igual forma. Como en las épocas de las grandes inundaciones, los ancianos trataban de distraer y de calmar a cuantos los rodeaban, valiéndose para ello de bromas y de historias, y manteniendo una tranquilidad afectada y una serenidad fingida. Pero, al parecer, no valían para este tipo de desgracias las chanzas de otros tiempos ni los antiguos artificios, y daba la impresión de que las viejas historias habían perdido su color y las bromas su sal y su sentido; ahora bien, improvisar otras nuevas habría costado trabajo y llevado su tiempo.

Por la noche todos fingían dormir, aunque en realidad nadie pudiese pegar un ojo. Se hablaba en un susurro, a pesar de que nadie supiese a qué venía aquella circunspección cuando tronaba a cada instante ya el cañón servio ya el cañón austríaco. El miedo "de hacer señales al enemigo" penetró en la mente de todos, pero realmente nadie sabía cómo se hacían aquellas señales ni lo que significaban. Sin embargo, el temor era tal que no había una persona que se atreviese a encender una cerilla. Cuando los hombres querían fumar se metían en algún cuartito sin ventanas, o si las tenía las cerraban a piedra y lodo, o en último caso se echaban una manta por la cabeza y así fumaban. El calor pesado era agobiante. Todo el mundo sudaba, pero aun así las puertas y ventanas permanecían cerradas y cubiertas. La ciudad se parecía a un desgraciado que ante una serie de golpes que no puede parar se tapa los ojos con las manos y espera. Todas las casas parecían clausuradas por la muerte, puesto que el que quería conservar la vida debía hacerse el muerto, e incluso este medio no era siempre eficaz.

En las casas musulmanas la atmósfera era más soportable y las gentes se sentían un poco más a gusto. En ellas albergaban viejos instintos guerreros, que se habían despertado en un mal momento, viéndose desconcertados, decapitados en aquel duelo en el que rivalizaban, por encima de ellos, dos artillerías cristianas. Pero también entre los musulmanes existían preocupaciones grandes y ocultas, también conocían muchas desgracias para las que no encontraban ni salida ni solución.

En la casa de Alí-Hodja, bajo la fortaleza, había una verdadera escuela; a sus muchos hijos se sumaron los nueve de Muiaga Mutapdjitch, de los cuales sólo tres eran ya mayores, los demás eran pequeños y se llegaban unos a otros a la altura de la oreja. Para no tener que vigilarlos y llamarlos a cada instante, los encerraron, junto con los de Alí-Hodja, en una sala fresca y espaciosa, en la cual las madres y sus hermanos mayores luchaban con ellos en medio de una gran algarabía.

Este Muiaga Mutapdjitch, llamado el de Ujitsa, era un antiguo habitante de la ciudad. (Ya veremos más adelante por qué y en qué condiciones.) Era alto, tenía más de cincuenta años, el pelo completamente gris, la nariz aquilina, el rostro surcado de arrugas, la voz grave, los movimientos bruscos y marciales. Parecía más viejo que Alí-Hodja, aunque éste le llevase diez años. Se quedaba en casa de Alí-Hodja, fumaba sin descanso, hablaba poco y de tarde en tarde, absorto en sus pensamientos, cuya gravedad se reflejaba sobre su rostro y en cada uno de sus movimientos. No podía permanecer quieto. Se levantaba, salía de la casa y desde el jardín contemplaba las colinas que rodean la ciudad a un lado y a otro del río. Se mantenía con la cabeza alta, escrutaba el horizonte con la mirada, como si tratase de hacer pronósticos sobre el tiempo. Alí-Hodja, que no lo dejaba nunca solo y que se esforzaba constantemente en reconfortarlo y en devolverle la tranquilidad, salía en pos de él.

Allí, en el jardín ligeramente en cuesta, pero hermoso y grande, reinaba la paz propia del verano. Los puerros ya habían sido cortados y extendidos sobre el suelo: los girasoles estaban en todo su esplendor y las abejas y los abejorros zumbaban alrededor de sus pesadas corolas negras. Por las orillas empezaban ya a brotar. Desde aquel lugar elevado se veía más abajo la ciudad, que se extendía en la confluencia arenosa de los ríos, situada como dentro de la horquilla que ambos formaban y coronada por las colinas de alturas desiguales y de distintas formas. En la depresión que existía en torno a la ciudad y sobre los flancos abruptos de las montañas, algunas franjas regulares de cebada alternaban con campos de maíz verde.

Las casas blancas brillaban y los bosques que cubrían las cumbres formaban masas oscuras. Desde el jardín, el cañoneo, que se había moderado por ambas partes, producía la impresión de una simple serie de salvas disparadas con motivo de una fiesta. Ha de tenerse presente el enorme espacio de tierra y cielo que se extendía entre la casa y el campo de batalla. El día estival que acababa de nacer se brindaba sereno.

Muiaga, aunque preocupado, empezó a hablar. Contestó a las bien intencionadas palabras de Alí-Hodja y le contó su destino. No es que el hodja no lo conociese ya, sino que el bueno de Muiaga, ante el resplandor del sol, tenía necesidad de liberarse del modo que fuese del nudo que le aferraba la garganta y que lo atenazaba; por otra parte, aquel destino suyo se estaba decidiendo allí mismo, en cada uno de los instantes de aquel día de verano, en medio del fragor del combate.

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