Virginia Woolf - Flush
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Pero se iba haciendo ya un perro viejo, y tendía cada vez más a echarse, y ya no bajo la fuente, pues sus huesos avejentados no podían resistir la dureza de los guijarros, sino en el dormitorio de mistress Browning, sobre el escudo de los Guidi, que formaba en el suelo una isla suave de escayola; o en la sala, a la sombra de la mesa. Y bajo ella estaba echado aquel día – poco después de su regreso de Londres -, profundamente dormido. Pesaba sobre él intensamente el plomizo sueño de la vejez; sueño sin ensueños. Desde luego, ese día era su sueño mucho más profundo que de costumbre, pues a medida que seguía durmiendo se iba haciendo más densa la oscuridad en que estaba sumergido. Si acaso soñó, fue con una selva primigenia, cerrada a la luz del sol, aislada de toda voz… aunque repetidas veces, mientras dormía, soñó oír el gorjeo adormilado de un pájaro que también soñaba o, entre ramas columpiadas por el viento, la risita melosa y contenida de algún mono pensativo.
Entonces, separáronse todas las ramas, penetrando la luz… por aquí… por allá…, en dardos centelleantes. Los monos comenzaron a parlotear, los pájaros levantaron el vuelo chillando y dando la alarma… Se despertó sobresaltado. Lo rodeaba una confusión tremenda. Habíase quedado dormido bajo las lisas patas de una mesa-velador de las corrientes en cualquier salón. Ahora lo acosaban oleadas de faldas y pantalones en marejada. Es más, la misma mesa se balanceaba violentamente. No sabía por dónde salir corriendo. ¿Qué diantre ocurria? ¿Qué le pasaba a la mesa, por amor de Dios? Elevó la voz en un prolongado aullido interrogativo.
No puede contestarse aquí satisfactoriamente la pregunta de Flush. Lo más que puede ofrecerse son unos cuantos hechos; y muy poco elocuentes, por cierto. En pocas palabras: parece ser que a principios del siglo XIX la condesa de Blessington compró una bola de cristal a un mago. La condesa «nunca pudo comprender cómo se usaba aquello»; en verdad, jamás acertó a ver nada en la bola que no fuera el cristal. No obstante, después de su muerte se verificó una almoneda de sus bienes y la bola pasó a manos de otras personas «que la miraron con ojos más penetrantes o más puros», y vieron en la bola otras cosas además del cristal. Lo que no se ha confirmado es si fue Lord Stanhope quien la compró, ni si fue él quien la miró «con ojos más puros». Pero sí se sabe con certeza que en 1852 poseía Lord Stanhope una bola de cristal y que sólo tenía que mirar al interior de ésta para ver, entre otras cosas, «los espíritus del sol». Naturalmente, un caballero hospitalario como aquél no podía guardarse para él sólo unas vistas semejantes; así que solía exhibir la bola después de los almuerzos a que estaban invitadas todas sus amistades, invitación que hacía extensiva a poder admirar los espíritus solares. En este espectáculo había algo extrañamente delicioso (desde luego, mister Charley no lo creía así; era casi la única exccpción); las bolas «hicieron furor»; afortunadamente, un óptico de Londres descubrió en seguida la manera de hacerlas sin ser nigromante ni egipcio, aunque, claro está, el precio del cristal inglés resultaba caro. Así fue como tantísima gente se proveyó de bolas en los primeros años del quinto decenio del siglo; aunque, según dijo Lord Stanhope, muchas personas usaban las bolas «sin el valor moral para confesarlo». El predominio de los espíritus en Londres llegó a tal punto, que se sintió cierta alarma en los medios oficiales, sugiriéndole Lord Stanley a Sir Edward Bulwer Lytton la conveniencia de que «nombrase el Gobierno una comisión investigadora para aclarar el asunto cuanto fuera posible». Quizá porque se asustaran los espíritus al enterarse que se acercaba una comisión gubernamental, o quizá debido a que también tienden los espíritus – como los cuerpos – a multiplicarse cuando los encierran juntos, lo cierto es que comenzaron a mostrarse inquietos y huyendo en grandes bandadas, se instalaron en las patas de las mesas. Fuera esto debido al motivo que fuese, lo pasitivo;.s que la táctica tuvo éxito. Las bolas de cristal eran muy caras. En cambio, casi todo el mundo posee una mesa. Así, cuando mistress Browning regresó a Italia, en el invierno de 1852, se encontró con que los espíritus la habían precedido; casi todas las mesas de Florencia estaban infestadas. «Desde la Legación hasta los farmacéuticos ingleses», escribía, «toda la gente está sirviendo mesas . Cuando se reúnen varias personas alrededor de una mesa, nunca es para jugar al whist .» No; se reunían para descifrar los mensajes comunicados por las patas de las mesas. Así que si se deseaba saber la edad de un niño, «la mesa se expresaba inteligentemente golpeando el suelo con sus patas, respondiendo con arreglo al alfabeto». ¿Y qué límite podía tener la inteligencia de una mesa capaz de decirnos la edad de nuestro propio hijo? En las tiendas se anunciaban las mesas giratorias. Sus paredes se cubrían de carteles con anuncios de maravillas scoperte a Livorno . Hacia el año 1854 se había extendido ya tanto la afición que «se hallaban inscritas, como practicantes del intercambio espiritista, cuatrocientas mil familias americanas». Y de Inglaterra llegó la noticia de que Sir Edward Bulwer Lytton había importado a Knebword «varios espíritus golpeadores americanos», con el feliz resultado – esto le contaron al pequeño Arthur Russell cuando se extrañó de que «un anciano muy raro con una bata deslucida» le estuviese mirando fijamente durante el desayuno – de que Sir Edward Bulwer Lytton se creyese invisible [10].
Cuando mistress Browning miró por primera vez en la bola de cristal de Lord Stanhope, en una reunión que dio éste en su casa, no consiguió ver sino que aquello constituía un notable exponente de la época. Desde luego, el espíritu del sol encargó que le dijeran que ella pensaba ir a Roma; mas, como no pensaba ir a Roma, contradijo al espíritu del sol. «Pero», añadió sinceramente, «me encanta lo maravilloso». Su temperamento era muy inclinado a las aventuras. Había arriesgado su vida yendo a la calle Manning. Había descubierto un mundo con el que ni siquiera se atrevió nunca a soñar, a media hora en coche de la calle Wimpole. ¿Por qué no podía existir otro mundo a sólo medio instante de Florencia, un mundo mejor, más hermoso, donde viven los muertos esforzándose en llegar hasta nosotros? De todos modos, se arriesgaría en esta nueva aventura. Así pues, sentóse también a la mesa. Y acudió míster Lytton, hijo brillante de un padre invisible. Y mister Frederick Tennyson, míster Powers y mister Villari… Se sentaron todos alrededor de la mesa, y cuando ésta acababa de dar sus pataditas, tomaban el té y comían fresas y crema, mientras «Florencia se disolvía en la púrpura de las colinas y las estrellas comenzaban a parpadear»; y charlaban, charlaban mucho… «¡Cuántas historias contábamos y qué milagros jurábamos haber visto! Aquí todos somos creyentes, Isa, menos Robert.» Un día irrumpió en la sala el sordo mister Kirkup, con su barba de un blanco amarillento. Había venido, sencillamente, para exclamar: «¡Existe un mundo espiritual, hay una vida futura! Lo confieso. Por fin, me he convencido.» Y si míster Kirkup, cuyo credo había sido siempre «lo más próximo al ateísmo», se había convertido sólo por haber oído, a pesar de su sordera, «tres golpes tan fuertes que lo hicieron saltar», ¿cómo podía mistress Browning apartar las manos de la mesa? «Ya sabe usted que soy una visionaria y conoce mi inclinación a llamar a todas las puertas de este mundo para tratar de salir de él», escribió en cierta ocasión. Así que citó a los fieles en la Casa Guidi y allí se estaban con las manos en la mesa de la sala, intentando salir de este mundo.
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