Virginia Woolf - Flush
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Anonadado por la magnificencia de la metrópolis, se detuvo Flush un momento en el umbral de aquella casa. Wilson también se paró a pensar. ¡Qué mezquina le parecía ahora la civilización italiana, con sus Cortes y sus revoluciones, sus Grandes Duques y sus soldados de la Guardia Ducal! Al ver pasar un guardia londinense, dio gracias a Dios por seguir soltera, pues no había llegado a casarse con el signor Righi. Entonces salió de una taberna próxima una figura siniestra. Un hombre los miraba con ojos codiciosos. Flush se metió en la casa de un rapidísimo salto.
Hubo de pasarse varias semanas recluido en la salita de una pensión de Welbeck Street. Pues aún era preciso el encierro. Se había presentado el cólera, y si es cierto que el cólera contribuyó algo a mejorar la condición de los grajales , no la mejoró demasiado, ya que seguían siendo robados los perros y los de Wimpole Street tenían que ir todavía con el collar y la cadenita. Naturalmente, Flush hizo vida de sociedad. Frecuentó a los perros alrededor del buzón y frente a la taberna; le dieron la bienvenida con la buena educación propia de unos perros tan distinguidos. Así como un lord que haya vivido muchos años en Oriente y contraído allí algunas de las costumbres indígenas, rumoreándose que se ha hecho musulmán y que tuvo un hijo de una lavandera china, se encuentra, al volver a ocupar su puesto en la Corte, con que sus antiguos amigos están dispuestos a no tomarle en cuenta esas aberraciones y lo invitan a Chatsworth (aunque, claro está, sin hacer alusión a su mujer y dándose por descontado que unirá sus plegarias a las de la familia), así acogieron a Flush los pointers y los setters de la calle Wimpole, haciendo como que no se daban cuenta del estado de su pelambre. Pero Flush creyó notar en este viaje cierta morbosidad entre los perros londinenses. Todo el mundo sabía que el perro de la señora de Carlyle, Nerón, se había arrojado desde una ventana de un último piso, con la intención de suicidarse [9]. Se decía que se le había hecho insoportable la vida tan dura que llevaba en Cheyne Row. Y a Flush no fe costaba trabajo creerlo, a juzgar por la calle Welbeck. El encierro, la multitud de cacharritos, las cucarachas por la noche, las moscas por la mañana, los efluvios – que lo hacían desfallecer a uno – del asado de cordero, la presencia constante de los plátanos en el aparador… ¿No era suficiente todo eso, unido a la proximidad de varios hombres y mujeres vestidos pesadamente y que no se lavaban a menudo – y nunca del todo -, para irritarle a uno los nervios y hacerle perder la paciencia? Se pasaba las horas muertas baja un armario de la pensión. Imposible salir a dar una vuelta. Siempre tenían cerrada la puerta de la calle. Había de esperar que alguien lo sacase de paseo con la cadena.
Sólo dos incidentes rompieron la monotonía de las semanas que pasó en Londres. Un día, a fines de aquel verano, fueron los Browning a visitar al reverendo Charles Kingsley, en Farnham. En Italia habría estado la tierra tan dura y desnuda como ladrillo, y las pulgas hubieran aparecido por doquier. Se habría uno arrastrado de sombra en sombra, agradeciendo hasta la raya umbría proyectada por el brazo extendido de alguna estatua de Donatello. Pero aquí, en Farnham, había campos de verde hierba; había estanques de agua azul; bosques rumorosos y un césped tan hermoso que las pezuñas botaban en él al pisarlo. Los Browning y los Kingsley pasaron el día juntos. Y nuevamente, mientras trotaba Flush tras ellos, volvieron a sonar las antiguas trompas de caza. Retornó al lejano éxtasis… ¿Una liebre, un zorro? Flush corrió a sus anchas por los matorrales de Surrey como no había corrido desde los tiempos de «Three Mile Cross». Un faisán desplegó su pirotecnia púrpura y oro. Casi lo había agarrado ya con los dientes por el extremo de la cola cuando oyó una voz que gritaba. Sonó un latigazo. ¿Era el reverendo Charles Kingsley llamándolo al orden? De todos modos, ya no siguió corriendo. Los bosques de Farnham estaban acotados rigurosamente.
Unos cuantos días después se hallaba echado en la salita de Welbeck Street, cuando entró mistress Browning vestida como para salir y lo hizo abandonar su escondite. Le puso la cadenita en el collar y, por primera vez desde septiembre de 1846, fueron juntos a la calle Wimpole. Cuando llegaron frente al número 50 se detuvieron como antaño. Y, como antaño, tuvieron que esperar. El criado seguía tardando lo mismo en acudir. Por fin, se abrió la puerta. ¿Sería Catiline aquel que estaba tumbado en la esterilla? El perro, viejo y desdentado, bostezó, se desperezó y no prestó la menor atención a los recién llegados. Subieron las escaleras tan a hurtadillas, tan en silencio como las bajaron la última vez. Mistress Browning, muy despacito, abriendo las puertas como si temiese ver qué iba a encontrarse dentro, recorría las habitaciones. Se le entristecía el semblante conforme las iba contemplando; «…me parecieron», escribió, «más pequeñas y más sombrías, y los muebles me resultaron inadecuados». La hiedra seguía golpeando los cristales de la ventana del dormitorio trasero. La cortinilla estampada oscurecía aún las cosas. Nada había cambiado. En aquellos años no había pasado nada. Así fue de habitación en habitación, apesadumbrada por el recuerdo. Pero, mucho antes de que hubiese terminado su visita de inspección, ya estaba Flush impacientísimo. ¿Y si mister Barrett viniera a sorprenderlos? ¿Y si, con el ceño fruncido, diese una vuelta a la llave y los dejara encerrados para siempre en el dormitorio trasero? Por último, mistress Browning cerró las puertas y bajó muy despacito. Sí – dijo -, la casa necesitaba, a su juicio, una buena limpieza.
Después de esto, sólo le quedó a Flush un deseo: salir de Londres, partir de Inglaterra para siempre. No se consideró feliz hasta encontrarse a bordo del vapor que cruzaba el Canal hasta Francia. Resultó un viaje molesto. La travesía duró ocho horas. Mientras el vapor se bamboleaba sobre las olas, Flush se sintió invadido por un tumulto de recuerdos revueltos: señoras con terciopelo de color púrpura, individuos andrajosos con sacos, Regent's Park, la reina Victoria pasando con su escolta, la verdura del césped inglés y la ranciedad de los pavimentos ingleses… Todo esto le pasó por la mente mientras yacía en cubierta; y, al levantar la vista, distinguió a un hombre alto y de severo aspecto acodado a la barandilla.
«¡Míster Carlyle!», oyó exclamar a mistress Browning y en ese instante – recuérdese que la travesía fue muy mala – se acabó de marear Flush. Acudieron marineros con baldes y lampazos, «…y echaron de allí al pobre perro. Pues la cubierta del vapor era aún inglesa; los perros no deben marearse en cubierta. Este fue su último saludo a las playas de su isla natal.»
CAPITULO VI. FINAL
Flush iba haciéndose ya un perro viejo. Evidentemente, lo habían cansado el viaje a Inglaterra y los recuerdos que éste despertara en él. Pudo observar que, a su regreso, buscaba la sombra con preferencia al sol, aunque la sombra de Florencia fuera más calurosa que el sol de la calle Wimpole. Se le pasaban las horas muertas sesteando al pie de una estatua o bajo el borde de la taza de una fuente, para que le cayera encima alguna salpicadura de cuando en cuando. Los perritos jóvenes solían buscar su compañía. Y él les contaba sus experiencias de Whitechapel y de Wimpole Street; les describía el olor a trébol y el olor de la calle Oxford; repetía sus relatos de una y otra revolución; cómo vinieron los Grandes Duques, cómo se volvieron a marchar… ¡pero la perrita con pintas (por aquella avenida de la izquierda)… ésa sigue allí!, decía Flush. Entonces, puede que pasara junto a él el violento mister Landor y lo amenazase con el puño, fingiéndose furioso por burlarse de él; o que se detuviese a su lado la amable miss Isa Blagden y sacase de su ridicule un bizcocho azucarado. Las campesinas del mercado le preparaban un lecho de hojas verdes en el umbrío fondo de sus cestas y le arrojaban de cuando en cuando un racimo de uvas. Lo conocían y lo amaban en toda Florencia… Encantadores, muy sencillos todos, tanto los perros como los hombres.
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