Vasili Grossman - Vida y destino

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Hace unos días terminé de leer una de las grandes novelas del siglo XIX. Pero hay libros de los que no se puede decir “terminé de leerlo”, y probablemente ésa sea la prueba de su grandeza: aunque la haya terminado sigo, de diferentes modos, queriendo, sin querer, leyendo esa novela.
Vasili Grossman fue, durante un tiempo, algo así como un héroe de la Unión Soviética. Había nacido en 1905 y en Berdichev, Ucrania, en una familia judía acomodada; la revolución lo entusiasmó desde el principio y decidió estudiar ingeniería porque, en esos días, el camarada Lenin decía que el comunismo era el poder soviético más la electricidad. Pero empezó a escribir desde muy joven y, a sus 30, publicó sus primeros cuentos; en 1936, mientras el camarada Stalin mataba a millones de comunistas con sus purgas, Grossman fue aceptado en la oficialísima Unión de Escritores, con todos sus privilegios, y abandonó la ingeniería. Al año siguiente su esposa Olga fue detenida por “no haber denunciado las actividades antisoviéticas” de su primer marido, el poeta Boris Guber. Desesperado, Grossman mandó una carta al jefe del servicio secreto, pidiendo su liberación: “Todo lo que poseo -mi educación, mi éxito como escritor, el alto privilegio de compartir mis pensamientos y mis sentimientos con los lectores soviéticos- se lo debo al gobierno soviético”. Para su propia sorpresa, su mujer fue liberada unos meses más tarde.
En 1941, la alianza entre Stalin y Hitler se rompió y los alemanes invadieron Rusia. Grossman fue exceptuado del servicio militar, pero pidió ir al frente como corresponsal: sus crónicas de guerra, publicadas en el diario del ejército soviético, Estrella Roja, lo hicieron popular y respetado. Grossman acompañó a las tropas rusas que liberaron el campo de Treblinka y fue uno de los primeros en escribir sobre el holocausto nazi. Buscaba, entre otras cosas, rastros de su madre, deportada y gaseada; sus artículos sirvieron como pruebas en los juicios de Nüremberg. Cuando la guerra terminó su vida era, dentro de lo posible, desahogada; hay distintas versiones sobre por qué decidió tirar todo por la borda.
Quizás haya sido la decantación de lo que había visto y vivido en la Gran Guerra o, más probablemente, la ola de antisemitismo lanzada entonces por el Kremlin. Lo cierto es que, en algún momento, Grossman empezó a escribir una novela que contaría esos años y que pensó llamar, sin el menor pudor, Vida y Destino.
Cuando la terminó, en 1960, Grosmann la mandó, como debía, al comité de censura. No tenía grandes expectativas pero era el único modo de llegar, eventualmente, a publicarla. La censura no sólo la vetó; poco después su departamento fue asaltado por un comando KGB que se llevó todas las copias e incluso, por si acaso, los carbónicos y las cintas de la máquina de escribir. Un jefe del Politburó, Mikhail Suslov, le dijo que su novela no se publicaría en trescientos años: “¿Por qué tendríamos que agregar su libro a las bombas atómicas que nuestros enemigos preparan contra nosotros? ¿Por qué tendríamos que iniciar una discusión sobre la necesidad de la Unión Soviética?”. En esos días todavía había gente que creía en la literatura.
Vasili Grossman se murió en 1964, a sus 58, marginado, humillado, de un cáncer de estómago. Quince años más tarde un amigo consiguió sacar a Suiza un borrador de la novela, y al tiempo se publicó en inglés y francés; la traducción española apareció el año pasado. Vida y destino es, insisto, una de las grandes novelas del siglo XIX.
Digo: una novela de cuando las novelas creían que podían -que debían- contar el mundo sin pudor, sin ninguna modestia. Algunos la comparan con Guerra y Paz: yo estoy de acuerdo. Vida y destino es un fresco espeluznante de los desastres de la guerra y de la vida bajo el poder de un Estado total: los días en el frente de Stalingrado donde cada cual sigue su pequeño camino personal bajo las bombas, las agachadas de los funcionarios que obedecen por miedo o por codicia, la carta estremecedora de una vieja judía a punto de viajar al exterminio, las noches en un gulag soviético y en un campo alemán, las muertes heroicas, las muertes tontas, las muertes olvidadas, las traiciones, las peleas de un científico ruso con sus colegas y con su conciencia, las matanzas de campesinos durante la colectivización de la agricultura, los amores y desamores donde también tercia la mano del Estado, las semejanzas entre el sistema nazi y el soviético, las reflexiones sobre la sucesión de Lenin por Stalin, la caída de un comunista detenido y torturado sin saber por qué, los grandes odios, las pequeñas miserias, contadas con un aliento extraordinario, sin miedo de la desmesura.
Y con un objetivo: se ve -se lee todo el tiempo- que Grossman escribió esta novela como quien prepara meticulosamente la bomba suicida, con la conciencia de que le costaría la vida o algo así pero que, de algún modo, le valdría la pena.
Una novela, digo, del siglo XIX: de cuando las novelas creían que debían y podían. Después, a principios del veinte, la vanguardia se cargó aquella forma ingenua, desmesurada de poner en escena “lo real” para cambiarlo, y buscó en la experimentación sobre sí misma su sentido. Hasta que, en los setentas, ochentas, esa idea chocó contra sus límites y no quedó ni lo uno ni lo otro: ni contar para cambiar el mundo ni para buscar nuevas maneras.
Me da envidia el camarada Grossman, que sabía para qué escribía. Ahora no sabemos: me parece que casi siempre no sabemos. Ya no sabemos dónde está el coraje de un texto, dónde su necesidad. En general, creo, escribimos para escribir. Porque es interesante, simpático, satisfactorio incluso, porque no está mal ser escritor, porque se gana algo de plata y un poco de respeto, un par de viajes, la admiración de algunos. Por eso, supongo, escribimos cositas. Por eso, supongo, las librerías están llenas de libros que no dicen nada, que se olvidan en un par de meses, que dan exactamente igual. Me da envidia, mucha envidia Vasili Grossman, canceroso, olvidado, convencido quizá de que su esfuerzo había valido todas esas penas: que si tenía una vida debía hacerla un destino y que ese destino, extrañamente, era una novela.
Por Martín Caparrós (01/08/08)

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Y, de repente, los hombres del sótano se dieron cuenta de que al jefe del regimiento no se le había pasado siquiera por la cabeza enfadarse.

Tal vez Beriozkin supiera que Podchufárov había repelido los ataques nocturnos de los alemanes, que había quedado cubierto de tierra, y que su ordenanza, el mismo que ponía la Serenata china, mientras lo desenterraba gritaba: «No se preocupe, camarada capitán, le sacaré de ahí».

Tal vez supiera que Movshóvich se había arrastrado con los zapadores por una callejuela plagada de carros de combate y había cubierto con tierra y ladrillos rotos un tablero de minas antitanque.

Todos ellos eran jóvenes y se sentían felices de seguir con vida una mañana más, de poder levantar una vez más una taza de hojalata y decir «a vuestra salud», de poder masticar col, aspirar el humo de un cigarrillo…

En cualquier caso, no pasó nada; los huéspedes del sótano permanecieron todavía un minuto más de pie ante el comandante, después lo invitaron a comer con ellos y vieron con satisfacción cómo el comandante del regimiento degustaba la col.

Beriozkin comparaba a menudo la batalla de Stalingrado con el año de guerra transcurrido, en el que había visto no poca cosa. Comprendía que si lograba soportar aquella tensión era sólo gracias al silencio y a la tranquilidad que habitaban en él. Así, los soldados del Ejército Rojo podían comer su sopa, reparar el calzado, hablar de mujeres, de buenos y malos superiores, fabricarse cucharas y a veces incluso relojes, cuando parecía que sólo deberían ser capaces de sentir rabia, horror o agotamiento. Se había dado cuenta de que aquellos que no tenían profundidad y tranquilidad de espíritu no resistían mucho, por mucho que en la batalla demostraran ser temerarios y despiadados. La vacilación, la cobardía le parecían a Beriozkin estados pasajeros, algo que podía ser curado tan fácilmente como un resfriado.

Pero qué eran en realidad el valor y el miedo no lo sabía con certeza. Una vez, al inicio de la guerra, un superior le había regañado por su vacilación: había retirado el regimiento sin previa autorización para ponerlo a resguardo del fuego enemigo. Y poco antes de Stalingrado, Beriozkin ordenó al comandante del batallón que condujera a sus hombres a la vertiente opuesta de una colina a fin de que los canallas de los alemanes no diezmaran en balde a sus hombres con el fuego de sus morteros.

El comandante de la división le había reprochado:

«¿Qué es esto, camarada Beriozkin? Me habían dicho que era usted un hombre valiente, que no se amilanaba a las primeras de cambio.»

Beriozkin se calló y suspiró; evidentemente, quienquiera que hubiera hablado de él en esos términos no le conocía bien.

Podchufárov, pelirrojo y de brillantes ojos azules, a duras penas podía refrenar su costumbre de ponerse a reír de improviso y con brusquedad, así como sus enfados repentinos. Movshóvich, delgado, con una cara pecosa y alargada, con mechas grises entre sus cabellos negros, respondía con voz ronca a las preguntas de Beriozkin. Sacó un cuaderno de notas y empezó a trazar un nuevo esquema para colocar las minas en los sectores más susceptibles de ser atacados por los tanques.

– Arránqueme del cuaderno ese croquis como recordatorio -dijo Beriozkin; e, inclinándose sobre la mesa, añadió a media voz-: El comandante de la división me ha mandado llamar. Según los datos del servicio de información del ejército, los alemanes están trasladando las fuerzas de los distritos urbanos para concentrarlas contra nosotros. Tienen muchos tanques, ¿comprenden?

Escuchó una explosión cercana que sacudió los muros del sótano y sonrió.

– Aquí ustedes están tranquilos. En mi barranco a esta hora ya habría recibido la visita de al menos tres enviados del Estado Mayor. Hay varias comisiones que se pasan el tiempo yendo y viniendo.

Entretanto un nuevo impacto sacudió el edificio y del techo cayeron trozos de estucado.

– Está usted en lo cierto, es tranquilo; en realidad nadie nos molesta -reconoció Podchufárov.

– Pues ahí está la cosa, en que nadie os molesta -corroboró Beriozkin.

Hablaba en tono confidencial, a media voz, olvidando sinceramente que ahora él era el superior, habituado como estaba a su posición de subordinado, desacostumbrado al nuevo puesto.

– Ya saben ustedes cómo son los jefes. ¿Por qué no toma la ofensiva? ¿Por qué hay tantas pérdidas? ¿Por qué no hay pérdidas? ¿Por qué no has hecho un informe? ¿Por qué duermes? ¿Por qué…?

Al final Beriozkin se levantó.

– Vamos, camarada Podchufárov, quiero ver su línea de defensa.

En aquella callecita de la colonia obrera, en las paredes internas destripadas que dejaban al descubierto un empapelado abigarrado, en los jardincitos y en los huertos arados por los carros, entre las solitarias dalias otoñales que milagrosamente florecían aquí y allá, aleteaba una angustia penetrante.

De pronto Beriozkin dijo a Podchufárov:

– Sabe, camarada Podchufárov, no he recibido carta de mi mujer. La volví a ver durante un viaje, y ahora de nuevo nada de correo. Sólo sé que se fue a los Urales con nuestra hija.

– Le escribirán, camarada mayor -respondió Podchufárov.

En el sótano de una casa de dos pisos, bajo las ventanas tapiadas con ladrillos, yacían los heridos en espera de ser evacuados al amparo de la noche. En el suelo había un cubo con agua y una taza; enfrente de la puerta, fijada entre las ventanas, había una tarjeta postal ilustrada, Los esponsales del mayor.

– Esto es la retaguardia -dijo Podchufárov-, la primera línea está más adelante.

– Iremos hasta la primera línea -respondió Beriozkin.

Cruzaron la entrada, pasaron a una habitación con el techo hundido, y al instante se apoderó de ellos la sensación que experimentan las personas cuando salen de los despachos de una fábrica y entran en los talleres. En el aire flotaba un olor atroz y punzante a pólvora; bajo los pies tintineaban los casquillos vacíos. En un cochecito de bebé color crema estaban colocadas las minas antitanque.

– Mire, los alemanes han tomado el edificio esta noche -se lamentó Podchufárov acercándose a la ventana-. Es una verdadera lástima, la casa es magnífica, las ventanas dan al suroeste. Ahora todo el flanco izquierdo está expuesto al fuego enemigo.

Cerca de una ventana, tapiada con ladrillos pero provista de arpillera, había una ametralladora pesada, y un ametrallador sin gorro con una venda sucia, negra de humo, enrollada alrededor de la cabeza, se estaba preparando otra nueva, mientras el primer sargento, dejando al descubierto una dentadura inmaculada, masticaba una rodaja de salchichón, dispuesto a abrir fuego en cualquier momento.

El comandante de la compañía, se acercó. Era un teniente que llevaba prendida en el bolsillo de su chaqueta una margarita.

– Bravo -dijo Beriozkin, sonriendo.

– ¡Qué alegría verle, camarada capitán! -dijo el teniente-. Le confirmo lo mismo que le dije por la noche, han ido de nuevo a la casa 6/1. Han empezado a las nueve en punto -y miró el reloj.

– Tiene ante usted al comandante del regimiento, déle el informe a él.

– Disculpe, no le había reconocido -se excusó el teniente, apresurándose a hacer el saludo militar.

Seis días antes el enemigo había logrado cercar algunas casas en la zona del regimiento y las estaba fagocitando a conciencia, a la alemana. La defensa soviética se apagaba bajo las ruinas, se extinguía junto a las vidas de los soldados defensores del Ejército Rojo. Pero en una fábrica con profundos sótanos, la defensa soviética continuaba resistiendo. Los muros sólidos resistían los golpes, si bien en muchos puntos estaban perforados por los impactos de las granadas y las bombas de mortero. Los alemanes intentaban demoler el edificio desde el aire y en tres ocasiones los bombarderos habían lanzado contra él torpedos demoledores. Toda una esquina de la casa se había derrumbado pero el sótano, bajo las ruinas, había quedado intacto, y los defensores, después de retirar los escombros, instalaron las ametralladoras, un cañón y morteros, bloqueando así el paso a los alemanes.

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