1 ...6 7 8 10 11 12 ...20 Alguno gritaba Mamá, mamá, ayúdame hasta que tenía voz. Luego el grito se convertía en un suspiro, un resoplido. La invocación que debería llegar lejos era recogida por aquellas jóvenes mujeres que acariciaban los rostros y mantenían con dulzura entre sus manos las suyas, pronunciando palabras que hubieran dicho las madres. Hasta que el resoplido se apagaba y el apretón convulso de los dedos se aflojaba con la última ilusión de haber sido acariciados por la tierna mano de la madre.
Era la otra cara de la trinchera, aquella donde la guerra podía quedar sólo interrumpida o acabar para siempre. Después de unos días Rudi comenzó a encontrarse mejor. El dolor del hombro había disminuido y aunque todavía estaba bastante débil comenzó a levantarse y a caminar. Fosco estaba todavía convaleciente pero la rodilla no quería saber nada de funcionar. Si intentaba doblarla sentía unas punzadas que lo inmovilizaban. Debido al dolor fruncía la frente y entornaba los ojos hasta que los convertía en dos ranuras, siseando con rabia.
–¡Malditos boches! ―y encendía un cigarrillo.
Fumaba a menudo, en pie, apoyado en la muleta. Con el cigarrillo entre los dedos recuperaba su actitud despreocupada, conteniendo la amargura y la preocupación en un ángulo escondido pero no del todo invisible de su mirada. Siempre tenía cigarrillos y los ofrecía a todos los que le pedían unas caladas.
Sentados sobre la misma cama Fosco y Rudi tuvieron tiempo de conocerse. Rudi contó cosas de él, de su pueblo, de sus sobrinos y lo hizo con la nostalgia de quien saborea cuán importantes son las cosas que antes dábamos por descontadas. Fosco escuchaba con la curiosidad de quien descubre la tranquila vida de provincia y preguntaba sobre Giulia y Giovanni, Ada y Maria como si los conociese. Luego habló de su vida en el periódico, de su familia tan distinta, de sus viajes detrás de un padre embajador. Rudi escuchaba lo que el compañero decía con la curiosidad de quien abre una ventana sobre un paisaje completamente nuevo. El mundo que les rodeaba desaparecía por lo menos durante el tiempo que duraban las conversaciones. La guerra, el dolor, el terror que leían en los ojos de los compañeros se perdían, lejanos de las conversaciones que los hacían retroceder en el tiempo, cuando no había nada de esto. Hablaron de mujeres, de cómo las habían conocido, de aquellas que habían creído amar al menos un poco y de aquellas con las que habían hecho el amor. De cómo ahora, el cuerpo de una mujer, su piel cálida , sutil y lisa, habría saciado la sed de sus sentidos y de cómo habrían sanado enseguida después de haber hecho el amor con ella. Luego, en el primer momento de silencio que transcurría entre los pensamientos y las palabras, la realidad reaparecía y el hedor de los cuerpos, la voces de dolor que los rodeaban volvían a existir y los desanimaban con prepotencia para anclarles a la vida real.
Capítulo VII Rudi en casa
Dos semanas después Rudi salió del hospital con un mes de permiso. Fosco fue dado de alta y había intentado convencerlo para que se quedase en su casa, en Milano. La propuesta era tentadora pero el deseo de escaparse a la tranquilidad de su tierra era demasiado fuerte, como si volviendo pudiese liberarse de la carga de inquietudes que le oprimían el pecho y respirar con la ligereza que había olvidado. Acordaron que antes de acabar el permiso se quedaría en Milano durante unos días.
A Fosco la rodilla continuaba doliéndole. Antes de irse había regalado todos los cigarrillos a los muchachos que quedaban y apoyándose en la muleta, todavía cojeando, se había despedido de las muchachas de la Cruz Roja más jóvenes besando a cada una en la mejilla. Aprovechando su proximidad y la espontaneidad con que se abandonaban a aquel gesto de despedida, las había estrechado contra él y había apoyado sus labios en los suyos, dejándolas desconcertadas y divertidas.
–Esto para que os acordéis de mí. Cuando acabe la guerra venid a buscarme a Milano.
Inclinando ligeramente la cabeza había liberado sus manos, mantenidas en un apretón más amigable que una simple despedida.
–Hasta pronto ―había susurrado mirándolas a los ojos.
En el umbral de la puerta, volviéndose hacia atrás, levantó la muleta hacia lo alto y girándose hacia todos gritó.
–¡Memento gaudere semper!
Muchos no lo habían entendido, quien podía lo había despedido con cordialidad y Rudi había reído por aquel augurio tan fuera de lugar.
Después de unos días también él fue dado de alta. En el bolsillo el permiso y en el hombro bueno la mochila con las pocas cosas que poseía. Llegó a Verona a bordo de un camión militar S.P.A. 8000 destinado al transporte de municiones que iba de aquí para allá desde el frente a la retaguardia y allí cogió el tren hasta Orte. Intentaba tener el brazo en cabestrillo lo más inmóvil posible, pero sentía que repercutían en la herida los saltos del camión. El joven conductor recorría las carreteras accidentadas y llenas de agujeros con el entusiasmo de los veinte años. A pesar de que le había pedido continuamente que corriese menos y disminuía la velocidad por un par de kilómetros, luego, sin darse cuenta, volvía a lo de antes. Más de una vez Rudi dijo palabrotas y temió desmayarse de dolor. El viaje en tren le pareció, en comparación, tranquilísimo.
Llegó una mañana de lluvia helada, se incrustó en la cabeza el gorro para protegerse del aguacero y esperó una media hora a que llegase el autobús para Viterbo. Sentado en el banco de madera de la estación sintió que el frío le llegaba hasta los huesos. En el vehículo casi vacío subió junto con él una mujer anciana vestida de negro, el rostro demacrado y sin expresión, los ojos hundidos escondidos detrás de una telaraña de arrugas. Puesto en el brazo llevaba un gran pañuelo recogido en las cuatro puntas, del que salían las hojas de una coliflor y el olor fuerte del queso. Se sentó enfrente con los ojos bajos, absorta quién sabe en qué pensamientos. Rudi se encontró pensando en ella y a quién iba dirigido aquel grueso fardo: ¿a un hijo que vivía en otra ciudad? … no… no habría tenido un aire tan triste… quizás a alguien a quien era necesario pedir un favor… quizás a quien podía hacer volver a casa a aquel hijo lejos desde hacía años… o quizás a un doctor de ciudad al que no se podía pagar los honorarios con dinero…
Desde la ventanilla veía el campo que costeaba la carretera. Las tierras oscuras impregnadas de agua y los árboles desnudos recordaban que estaban en pleno otoño. En el pueblo era el momento de la recogida de las aceitunas y aquella lluvia pararía el trabajo durante días. Por primera vez después de casi tres años se dio cuenta de que no pensaba en su vida, en su dolor, en su miedo. Se sintió proyectado fuera de sí mismo y al percatarse de esto comprendió que era feliz por el solo hecho de haber olvidado su cuerpo empapado y aterido, los gemidos de los compañeros y el olor a éter que cubría el de la muerte. Miró hacia el bosque oscuro que desfilaba delante de sus ojos, reconoció el olor húmedo de la madera mojada y se apoderó de aquella parte de si mismo antes sumergida por el ímpetu de la juventud, luego del dolor, y que ahora sentía descubrir por primera vez.
Con una carta había avisado a Giovanni de su llegada. Cuando descendió en Viterbo vio que le estaba esperando. No lo reconoció, cubierto como estaba por un gran abrigo negro y con un sombrero ancho para resguardarse de la lluvia. Luego cruzaron sus miradas y le sonrió. Fue entonces cuando él lo vio. Ni siquiera Giovanni lo había reconocido. Se había acercado después de darse cuenta de que era el único militar que descendía y se había encontrado delante de un hombre joven, delgado y pálido, que miraba a su alrededor casi temeroso, cansado y torpe de movimientos, cuya mirada había perdido la brillantez de la juventud. Sólo después de haberlo mirado fijamente más atentamente había visto la sonrisa dolorosa iluminar los rasgos del muchacho que había partido vivaz años antes. Se acercaron y finalmente se abrazaron, el cuerpo robusto de Giovanni, apenas engordado en aquellos años, y el demacrado de Rudi.
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