Chiara Cesetti - El Aroma De Los Días

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Desde los inicios del siglo XX hasta la posguerra de la II Guerra Mundial se desarrolla la historia de la familia Barrieri, de sus cuatro hijos y de todos los personajes que, en el bien y en el mal, están a su alrededor. La I Guerra Mundial, el duro trabajo en el campo, las epidemias, el fascismo, las fugas al extranjero de los expatriados y una sociedad que cambia a veces de manera violenta y cruda, hacen de marco a una serie de acontecimientos que arrastran al lector a una síntesis fundamental de nuestra historia de la que nuestros protagonistas saldrán cambiados. Los hombres que viven su rebelión con valentía y determinación son acompañados por figuras de mujeres fuertes que saben dar lo mejor de sí mismas en los momentos más difíciles. Es el aroma de los días que no deja nada como era antes.
Novela coral, relata las vicisitudes de una familia en el transcurso de tres generaciones, desde comienzos del siglo XX hasta la posguerra de la II Guerra Mundial. En la primera parte se cuenta la historia del matrimonio entre Giulia y Giovanni Barrieri. Nacen cuatro hijos, tan distintos de carácter como lo suelen ser los hijos entre ellos. A pesar de los acontecimientos históricos en que se ven involucrados (la primera guerra mundial, la gripe española, el nacimiento del fascismo) crecen en la serenidad familiar, bajo la mirada vigilante y preocupada de una madre fuerte y prudente mientras el fascismo, lentamente, impregna la vida cotidiana.
Las dos guerras europeas y el fascismo conforman el marco de la historia de los Barrieri y de quienes están a su alrededor, ya sean malvados o buenos, desde el doctor Marinucci hasta Lucio, un jornalero de la familia. Las personas que se relacionan con los Barrieri se convertirán en un elemento fundamental para los acontecimientos que les afectan en un período tan difícil como la primera mitad del siglo XX. Una página de nuestra historia no demasiado conocida, sobre todo con respecto a la zona geográfica en la que se mueven los protagonistas: la Tuscia.

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María estrujaba el delantal con un gesto nervioso y susurraba, Demos gracias a Dios, ¡finalmente todo ha acabado! , Ada mantenía las manos sobre el pecho, casi como para contener su corazón que latía tan rápido que le impedía hablar.

Giulia, en pie detrás de Giovanni, con los ojos ávidos recorría en silencio las líneas que él leía en voz alta, deseosa de llegar al final de la página.

–Rudi vuelve a casa, todos vuelven a casa ―repetía casi para sí misma. La última carta era de dos meses atrás y la había tranquilizado sobre su estado de salud. Podría por fin abrazarlo y volver a la vida cotidiana.

Giovanni acabó de leer con los ojos húmedos.

–Voy al pueblo. Están organizando un desfile para celebrar la victoria. Llevo a los niños conmigo.

–Sólo a Antonino y Clara, no a los pequeños ―dijo alarmada Giulia.

–Es un día memorable, lo recordaremos siempre. ¿Por qué no dejarlos ir? Estará todo el pueblo…

–Justo ―rebatió ―podrían perderse.

–Yo voy encantada ―dijo Ada, a quien el nudo en la garganta, al desaparecer, dejó el puesto a una agitación que la había temblar y que sabía que sólo descargaría moviéndose.

–¿Y vosotras? ―dijo Giovanni volviéndose hacia las otras.

–Yo prefiero quedarme en casa ―respondió Giulia.

–También yo ―se unió María.

Justo el tiempo de prepararse y subieron a la carreta. Los niños sentían en el aire la emoción de los adultos y enarbolaban banderines de papel que los gemelos habían coloreado, se apisonaron en el asiento sentándose unos sobre otros. Se dirigieron festivos al pueblo, donde todos habían bajado a la calle y donde la banda entonaba tanto la Marcha Real como Fratelli d’Italia.

Llegaron justo a tiempo para ver la llegada del desfile. Clara y Antonino bajaron de la calesa y escaparon bajo el palco improvisado en el que las autoridades, por turnos, celebraban la hazaña de las tropas italianas. La banda musical insertaba himnos patrióticos entre una y otra intervención. Todos aplaudían al sonido altisonante de las palabras Patria e Italia.

Ser libres de corretear en medio de la multitud emocionaba a los más pequeños que corrían y gritaban entre la tolerancia general. Los ancianos veterano enarbolaban las banderas y las mujeres se abrazaban felices. Agnese y Lucia hubieran querido seguir a sus hermanos, pero las manos de Ada los mantenían firmemente sujetos y a menudo su figura oronda se tambaleaba cuando uno tiraba de una parte y el otro de la otra. Hasta que, con un tirón volvía todo a su orden. Giovanni se había alejado y discutía animadamente en el centro de la plaza con un grupo de hombres.

Cuando el desfile terminó en una multitud vociferante, Ada se acercó a él y le pidió volver a casa. Se sentía cansada y el aire fresco y húmedo de noviembre la había convencido para volver a pesar de que las celebraciones continuaban, preocupada porque los más pequeños pudieran enfermar. Volvieron a casa entre las protestas y el descontento de los más jóvenes para los cuales la jornada debería haber sido infinita.

Ada sentía un fuerte dolor de cabeza y dijo que se iría a la cama mientras que cada uno de ellos tenía, a su manera, una montaña de cosas que contar.

A la mañana siguiente no se levantó, el dolor de cabeza había empeorado y también tenía un poco de fiebre. Prohibieron a los muchachos que entrasen en su habitación, pidiéndoles que no hiciesen mucho ruido. Estaban acostumbrados a escuchar, No hagáis ruido, la tía Ada está enferma, y ese día escogían ocupaciones menos animadas.

En los días sucesivos las condiciones de la enferma empeoraron. La fiebre había aumentado y se quejaba de dolores en las articulaciones. Los escalofríos la estremecían y ninguna manta conseguía que entrase en calor.

Hicieron venir al médico. Después de haberla visto el doctor Marinucci bajó a la cocina con aire preocupado.

–Giovanni, lo siento, temo que sea la gripe española ―dijo desconsolado ―Pensaba que la epidemia ya había pasado, que lo peor había acabado, pero todavía hay algunos enfermos en el pueblo y creo que Ada sea uno de estos.

La noticia, temida por todos, los dejó sin palabras.

–¿La gripe española? ¿Está seguro, doctor?

–Me temo que sí. He visto muchos casos similares.

–¿Qué podemos hacer? ―preguntó Giovanni suspirando.

–Dadle quinina por la mañana y por la noche. Esperemos que no sea tan virulenta como al principio.

–¿Y los niños? ―preguntó Giulia.

–Es inútil llevarlos a otro sitio. La posibilidad del contagio está por todas partes. Intentad mantenerlos alejados de la tía y ventilad a menudo las habitaciones. No se puede hacer más. Mañana vendré a verla de nuevo.

Acompañado por Giovanni el doctor se dirigió hacia la salida dejando a las mujeres con su silencio.

–Lo sabes mejor que yo ―le dijo cuando estuvieron en el umbral ―no se puede esperar mucho. En estos últimos tiempos he visto morir en pocos días a gente muy joven que rebosaba salud. Esta es la última tragedia de la guerra. Quizás ha sido justo esta la guerra que hemos combatido en casa. Valor. Nos vemos mañana.

Se despidieron con un apretón de manos. A Giovanni se le había encogido el corazón por la preocupación. Marinucci lo había visto nacer a él y a sus hijos, era un viejo médico que había desarrollado su trabajo con dignidad, sufriendo con los medios limitados que la medicina ponía a su disposición. En aquellas pocas palabras habían aflorado el cansancio y la desesperación de quien no consigue ya soportar la carga de tanto dolor que, sumado al lastre de los años, estaban convirtiéndose en un fardo tan pesado que le obligaría a jubilarse.

La epidemia había sido terrible y había golpeado por igual niños, jóvenes y ancianos. Habían muerto en el pueblo tanto que no había cajas para enterrarlos y los cadáveres eran llevados al cementerio en un carro y depositados bajo tierra. Se había abatido como algo horrible y oscuro sobre la población ya duramente castigada por los años de guerra. Familias enteras habían sido diezmadas. Sólo algunas semanas antes habían muerto, en el arco de pocos días, dos hermanas muy jóvenes y el dolor de la madre, entre otros muchos, había conmocionado a todos los ciudadanos.

La mente de Giovanni fue atravesada por estos pensamientos y su peso pareció recaer de repente sobre sus hombros. Luchó consigo mismo para intentar alejarlos y recuperar un poco de esperanza que le permitiese volver a entrar en casa y difundir un poco de ésta entre los otros.

Capítulo X Ada

Los días siguientes estuvieron repletos del ir y venir de las mujeres que se turnaban para asistir a la enferma.

Las condiciones de Ada empeoraban. La fiebre muy alta no le daba tregua y en poco tiempo su hermoso cuerpo se había consumido tanto como para no ser reconocido. Habían llamado a Lucia para que ayudase en casa. Se ocupaba de los más pequeños mandándoles a menudo fuera, aunque los días días eran demasiado fríos. Si Antonino y Clara, conscientes de lo que estaba sucediendo, se movían silenciosos entre los adultos, los gemelos intentaban enseguida sacarse de encima la tristeza que advertían dentro de los muros de casa. Bastaba que saliesen para volver a su vitalidad y despreocupación. A ellos se les unía Andrea ya que la madre, no teniendo a nadie con quien dejarlo, lo llevaba consigo cuando iba con los Barrieri, y esto se convertía en motivo de vivacidad adicional. Por la noche, más cansados de lo normal por los juegos al aire libre, eran mandados a dormir más temprano.

Durante la noche las mujeres se alternaban en el lecho de la enferma. Intentaban aliviar su sufrimiento poniendo en la frente paños húmedos. La fiebre la devoraba y en los últimos dos días los estertores de su respiración parecían expandirse por el aire, agigantase y llenar toda la casa. La muerte de Ada dejó el tremendo vacío de las muertes inesperadas y un sentimiento de incredulidad. El hecho, tan imprevisto y trágico, obligó a los adultos a convivir con el pensamiento de la precariedad de la existencia. Este sentimiento, unido al cansancio y a la consternación, vaciaba sus cuerpos de toda energía. Giovanni daba vueltas por la casa sin decidirse a volver a trabajar, María pareció en pocos días envejecer años, silenciosa y muy delgada en su vestido negro. Giulia, de repente, había tomado el toro por los cuernos y se había encerrado en un silencio doloroso y eficiente. Cuando comprendió que no había nada más que hacer, había cambiado inmediatamente de actitud. Sin tener en cuenta ningún tipo de consideración, a la que, a hechos consumados, tendría todo el tiempo para dedicarse, organizó la vida de la familia de manera que pudiesen sobrevivir todos de la mejor manera a aquellos días de tempestad. Hablaba muy poco e incansablemente, día y noche, siguió cada instante de la enfermedad. María y los otros seguían sus órdenes, como marineros que, en situación de peligro, reconocen en el capitán, no a aquel que da las órdenes, sino al único en que poder confiar completamente.

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