Los jóvenes potros ,que seguían a un animal más viejo que reconocían como líder, recorrían el trayecto estimulados y guiados por los gritos de los vaqueros. El aire se animaba de relinchos y de voces y los caballos salían en pequeñas manadas del monte, desorientados, atemorizados por los reclamos y por el toque decidido de los bastones, girando alrededor de un jefe de manada en el que buscaban seguridad, los grandes ojos húmedos inquietos y las hermosas cabezas que sacudían nerviosas las crines. En cuanto estaban fuera del bosque los hombres los reunían en una única manada. Con silbidos y voces los guiaban al interior de un gran recinto y los potros advertían que aquellas vallas los aprisionarían para una vida distinta, donde acababa la libertad y los juegos entre compañeros, donde se acababa el bosque y comenzaba el campo. Llegados a ese punto estaban los vaqueros que comenzaban su juego y uno a uno los potros eran llevados hacia un recinto más pequeño y comenzaba la doma.
De pequeño Antonino se apoyaba sobre la valla y observaba asombrado al joven animal que era obligado a correr en redondo. Los hombres lanzaban las cuerdas alrededor del cuello del potro impaciente, atemorizado y furioso hasta que le abandonaban las fuerzas. Derrotado, con los ojos casi fuera de las órbitas y el manto brillante de sudor, cedía a la habilidad de los hombres y se sometía a su poder. En esos momentos Antonino sentía un vago sentimiento de tristeza, como si aquel ser primitivo hubiese perdido su virginidad, forzado a abandonar la parte de naturaleza pura que vivía en él, para entrar a formar parte de un mundo de reglas al que, inicialmente, no había sido destinado.
Aquella jornada permanecía por mucho tiempo en los ojos del niño y al volver a casa describía entusiasmado las maravillas del recorrido a la madre y a las tías. Giulia sonreía complacida por su entusiasmo, Clara no entendía de dónde venía tanto emoción y los gemelos ni siquiera prestaban atención.
Capítulo VI Rudi en el hospital
Cómo había llegado al hospital, Rudi no lo sabía. Se hallaba en una cama, con el hombro vendado y dolorido, rodeado por otros soldados heridos.
La primera impresión que tuvo cuando consiguió abrir los ojos fue la náusea que desde el estómago subía hasta la garganta dándole la sensación de deber vomitar a cada momento, sin conseguirlo. No distinguía lo que tenía alrededor. Sentía cada ruido como lejano y fastidioso, el cual era rechazado por la mente todavía ofuscada por el éter. Luego, poco a poco, afloraron los gemidos y los lamentos de los que estaban en torno a él. Soñó que se encontraba en una trinchera donde, dentro del lodo que se pegaba a los zapatos y convertía cada movimiento en difícil, también era difícil mover los brazos. Cada gesto provocaba un dolor atroz y el hedor de los cadáveres que desde hacía días, inmóviles, con los rostros deshechos por la putrefacción y los cuerpos descompuestos sobre los que se resbalaba con cada paso, le atenazaba el estómago.
–Dios, hazme salir de aquí, hazme salir de vivo de este infierno ―pensaba.
Los párpados pesados intentaban rebelarse al resplandor apenas surgido desde una realidad distinta a aquella a la que no conseguía anclarse. Los ojos abiertos como platos estaban inmóviles, fijos en el vacío y no veían si no aquello que la mente recordaba. Se hundía de nuevo en aquellas imágenes terribles de sus recuerdos y en los movimientos descompuestos del sueño, el dolor en el hombro era insoportable.
Se despertó del todo, bañado de sudor, exhausto por el dolor y sus visiones. Sintió una mano fresca apoyada sobre la frente y durante unos minutos no consiguió hablar, aterrorizado por la idea que el sueño fuese eso y que pudiese desvanecerse en un instante, dejándolo hundirse otra vez en la terrible realidad anterior. Lentamente fue consciente de ello y sin abrir los ojos preguntó:
–¿Dónde estoy?
–En un hospital.
Era la voz de un hombre.
–¿Por qué estoy aquí?
–Estás de vacaciones.
Rudi permaneció indiferente a la ironía.
–¿Estoy enfermo?
–Claro que estás enfermo. Te enfermaba el aire del frente y han pensado en darte una recompensa. Parecen malvados pero son buenos nuestros comandantes.
Abrió los ojos.
–Tengo sed
–Espera ―respondió el otro.
Chasqueó los dedos y dijo en voz alta:
–Camarera ―dijo. ―Una copa de champaña para el señor…
Se acercó una mujer de la Cruz Roja. Rudi comenzaba a tomar conciencia del lugar en el que se había despertado. Vio el rostro de la muchacha acercarse al suyo y escuchó las palabras de una mujer joven
–¿Cómo se siente? ¿Necesita algo?
Antes de que pudiese responder su vecino continuó por él.
–El señor necesita urgentemente beber algo fuerte. Ha pedido champaña de la mejor añada. Enseguida, antes de que se levante y se vaya sin pagar la cuenta.
–¡Qué afortunado es que siempre tiene ganas de bromear! ―respondió sonriendo la joven.
–Tengo sed ―repitió Rudi.
La de la Cruz Roja se alejó para traerle un vaso de agua.
Cuando consiguió mirar alrededor se encontró con una habitación larga y estrecha, un gran pasillo en el que habían sido colocados de la mejor manera unas camas, tres o cuatro camillas y numerosos colchones apoyados en el suelo. Sobre cada uno de ellos estaba tumbado un herido. Había quien dormía, quien se lamentaba en un duermevela aterrador de miedo y de dolor, quien tosía hasta escupir los pulmones, quien estaba despierto y con los ojos abiertos de par en par y vacíos, mirando a su alrededor sin ver nada de lo que le circundaba.
–Bienvenido entre los vivos.
La voz del joven había abandonado el tono burlón. Se acercó hasta que fue enfocado por los ojos de Rudi que lo observaba en silencio, incrédulo por encontrarse fuera de sus anteriores pesadillas.
–Me llamo Fosco Frizmaier ―dijo alargando una mano grande y sólida.
Era un joven alto y muy delgado, con un uniforme andrajoso que llevaba encima y que, no obstante la delgadez conseguía que le colgase por todas partes, era demasiado corto. Las manos descarnadas eran elegantes con dedos largos y uñas redondas cortadas con cuidado. Las muñecas que salían de las mangas de la camisa eran huesudos pero robustos, de la misma manera que los hombros, un poco inclinados hacia delante, que sin embargo tenían una estructura vigorosa. Los cabellos largos, rubios y lisos, caían desordenados sobre la frente demasiado alta y encuadraban el rostro iluminado por unos ojos vivaces y atentos que la vida todavía no había domado, a pesar de que los años de guerra habían hecho de todo para conseguirlo. Caminaba apoyado en una muleta y el esfuerzo para sostenerse sobre una sola pierna le hacía encorvar todavía más los hombros.
Rudi lo miró sin responder a su saludo.
Frizmaier, moviendo velozmente la mano delante de los ojos, dijo riendo.
–¿Estás ahí? ¿Paso más tarde?
Rudi, finalmente, sonrió.
Fosco había sido herido en una rodillas durante un combate contra los austro-húngaros.
–Una lucha casi entre parientes ―decía dado que su abuelo había nacido en Viena y se había mudado muy joven a Milano. Era un enviado de guerra de un periódico que tenía la sede en la ciudad y lo que le ponía como una fiera era el haberse dejado pillar por una bala cuando nunca jamás había disparado un tiro.
–¡Malditos boches, ni siquiera saben disparar, de otra forma hubieran dejado fuera de combate a alguien más peligroso que yo. Así han eliminado una pluma, no una bayoneta!
En la habitación era casi imposible reposar ya fuera de día como de noche. Desde el frente llegaban continuamente nuevos heridos. Las jóvenes de la Cruz Roja trabajaban sin tregua al lado de los médicos que se alternaban para ejecutar las intervenciones con lo que tenían a mano. Muchos de los que traían al hospital eran muchachos muy jóvenes, destrozados por las bombas o dominados por un estado de terror que no conseguían vencer.
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