– ¿Por qué no espera a que Daniel se recupere?
– ¿Se recuperará…? -preguntó, irónica-. ¿Cree usted, de verdad, que se recuperará? Piénselo bien, señor Queralt.
Marta Torrent acababa de sobrepasar otra vez la línea y, ahora, de manera definitiva.
– ¡Si quiere la documentación, presente una denuncia en el juzgado! -proferí con rabia, pulsando la tecla de Escape para cortar en seco la comunicación-. Rechaza todas las llamadas que procedan de este número -troné- y también todas las que procedan del titular del número, sea quien sea; las de Marta Torrent y las del departamento de Antropología de la Universidad Autónoma de Bellaterra.
Salí de mi habitación a grandes zancadas, preguntándome por qué diablos tenía que verme involucrado con gente de esa calaña. Suponiendo que Daniel fuera realmente un ladrón, cosa que yo no podía creer de ninguna de las maneras, y suponiendo que todo lo que decía aquella bruja fuera cierto, ¿no había otra manera de reclamar la documentación? ¿Tenía que insultar a mi hermano, llamarme a mi casa un domingo por la tarde e insinuar que Daniel no iba a ponerse bien nunca? Pero, ¿quién demonios se había creído que era aquella mujer? ¿Es que no tenía conciencia? Lo del juzgado se lo había dicho muy en serio. Sólo si recibía la citación empezaría a creerla y, aun así, dudaba mucho que yo pudiera llegar a sospechar ni remotamente que mi hermano Daniel fuera capaz de apropiarse de un material de investigación que no le pertenecía. ¡Pero si cuando éramos pequeños y me cogía algo me dejaba una nota! Mi hermano era incapaz de robar nada, de aprovecharse de nada que no fuera suyo y de eso estaba completamente seguro, por lo tanto, la única conclusión posible era que la señora Torrent hubiera visto algo en la documentación de Daniel que le había interesado muchísimo, algo por lo que estaba dispuesta a herir, a insultar y a mentir como una bellaca. Quizá a Ona hubiera podido convencerla; a ella o a cualquier otra persona con menos carácter que yo, pero la catedrática había tenido la mala suerte de tropezar conmigo y lo iba a tener muy difícil para apoderarse del trabajo de mi hermano. Uno no llega a director de un departamento universitario teniendo un corazón de oro. Sólo los trepas, los verdaderos tiburones, son capaces de medrar en ambientes muy competitivos y la gente buena, como mi hermano, solían ser sus víctimas, los escalones que pisaban para subir. Yo había acudido a ella en busca de ayuda y no había hecho otra cosa que despertar al monstruo. Jamás debí sacar a la luz el material de Daniel, pero ya era tarde para lamentarlo. Ahora, se trataba de averiguar lo más rápidamente posible qué había visto la catedrática en los papeles para que se hubiera despertado de aquel modo su ambición.
El lunes por la mañana me desperté a las ocho dispuesto a comenzar una larga y dura jornada de trabajo. Pero no sentía la pereza normal de un inicio cualquiera de semana. De hecho, casi nada era lo mismo que antes de caer enfermo Daniel. Esa mañana no tenía que bajar a mi despacho y escuchar a Núria recitando la retahíla de entrevistas y reuniones previstas para el día mientras yo tomaba posesión de mi sillón y el sistema me conectaba a los canales de información económica y bursátil del mundo. No tenía que celebrar videoconferencias con Nueva York, Berlín ni Tokio y tampoco tenía que reunirme con técnicos y programadores de sistemas expertos, redes neuronales, algoritmos genéticos o lógica difusa. Mi única obligación era desayunar tranquilamente al sol y esperar la llegada de Jabba y Proxi -acordada para las nueve la noche anterior, antes de que se marcharan a su casa dejando mi estudio hecho una pena, que todo hay que decirlo.
Mi abuela llegó puntual del hospital mientras yo daba sorbos al té y disfrutaba en el jardín de la incipiente mañana. Por su forma de taconear, de resoplar y de hablar con Magdalena y Sergi mientras avanzaba inexorablemente hacia donde yo me encontraba, adiviné que traía el humor revuelto y el disco duro bloqueado.
Entró como un huracán en el jardín, todavía quitándose la gruesa chaqueta que le gustaba ponerse por la noche en el hospital. Su cara alterada cambió al verme y esbozó una cariñosa sonrisa mezclada aún con un redoble de suspiros entrecortados.
– ¡Debí de quedarme muy a gusto el día que traje a tu madre al mundo! -fue lo primero que dijo mientras tomaba asiento a mi lado y me pasaba la mano por la peluda mejilla a modo de saludo.
– No deberías tomarla en serio, abuela -exclamé mientras me desperezaba levantando los brazos hacia el cielo, espléndidamente azul. Estaba comprobado que, en cuanto mi madre y mi abuela pasaban juntas un par de días, comenzaba la tercera guerra mundial. En esta ocasión el inicio de las hostilidades había sufrido un cierto retraso porque apenas se habían visto, pero, al final, y como era de esperar, la oportunidad se había dado en uno de los breves encuentros para el relevo-. Ya sabes cómo es.
– ¡Por eso mismo lo digo! ¿Cómo pude tener una hija tan tonta, Señor…? Reconozco que su padre era un poco tarambana, pero siempre tuvo la cabeza en su sitio. ¿A quién habrá salido esta niña…? ¡Si supieras la de veces que me lo he preguntado!
La niña, como ella decía, había sobrepasado ya la frontera de los sesenta.
– ¿Qué tal la noche? -le pregunté para cambiar de tema.
Mi abuela bajó la mirada hacia la tetera y arregló con pena la esquina de mi servilleta.
– Daniel ha estado muy inquieto -me contestó-. No ha parado de hablar.
Nos quedamos en silencio, contemplando el paso discreto de Sergi junto a las adelfas.
– ¿Quieres tomar algo? -le pregunté.
– Un vaso de leche caliente.
– ¿Desnatada?
– ¡Quita, por Dios, valiente agua sucia! No, leche entera, la de toda la vida.
No tenía que molestarme en pedirla. El sistema retransmitiría la orden a Magdalena en cualquier parte de la casa en que ésta pudiera encontrarse.
– Pues anoche estaba muy tranquilo -comenté, recordando mi breve visita.
– Anoche, sí -asintió, ahuecándose con las manos el pelo aplastado con un gesto de cansancio-, pero, luego, no sé qué le pasó que no hubo forma de hacerle dormir ni con las pastillas esas que le dan. Ha sido terrible.
– ¿Se movía? -quise saber, esperanzado.
– No, no se movía -murmuró mi abuela tristemente-. Estaba obsesionado con su entierro. Quería que le amortajáramos y le sepultáramos. Menos mal que, cuando le expliqué que esas cosas ya no se llevan y que ahora se incinera a los muertos, no insistió más. ¿Por qué tendrá esa manía tan rara?
– Es el síndrome de Cotard, abuela.
Ella hizo un rictus extraño con la boca y me miró, rechazando mis palabras con suaves negaciones de cabeza.
– Dime una cosa, Arnauet -vaciló-. Eso que Lola, Marc y tú estáis haciendo, está relacionado con Daniel, ¿verdad?
Un rayo de sol se acercó lentamente hacia mi taza y, de repente, saltó desde allí hasta mis ojos con un destello. Estrechando los párpados, asentí. Ella volvió a suspirar.
– ¿Serviría de algo que te contase lo que dice tu hermano por las noches o sería una tontería?
¡Qué mujer más lista e intuitiva! Siempre conseguía sorprenderme. Sonreí mientras me retiraba el pelo de la cara.
– Cuéntame, genio. -Y me incliné para darle un beso estruendoso en la frente. Ella manoteó en el aire para apartarme, pero ni siquiera me rozó.
– Te lo contaré con la condición de que me dejes fumar un cigarrillo sin amargarme la vida.
– ¡Abuela, por favor! -protesté-. ¡A tu edad ya no deberías hacer estas cosas!
– ¡A mi edad, precisamente, es cuando puedo hacerlas!
Y, sin mediar más palabras, extrajo del bolso una preciosa pitillera de piel y sacó un cigarrillo de boquilla dorada.
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