Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Pero no es esto lo mejor del mapa de Piri Reis -declaró Proxi, levantando los ojos de la chuleta y mirándome sin expresión-. Todavía queda lo más fuerte. Como tú mismo notaste, Root, el extremo sur de Tierra del Fuego no termina para dejar paso al mar, comunicando los dos océanos a través del estrecho de Magallanes. En el mapa de Reis, el extremo sur del continente se prolonga y se une, mediante un puente de tierra, a una extraña Antártida sin hielos. Bien, cuando se descubrió el mapa en 1929, este dato fue considerado una más de sus imprecisiones, producto de la ignorancia de la época en la que fue elaborado. Sin embargo…

– ¿Sin embargo…? -la animé.

– Sin embargo, sondeos acústicos realizados en la zona por barcos oceanográficos han demostrado que ese puente de tierra que une Sudamérica y la Antártida existe tal y como puede verse en el mapa de Piri Reis, aunque ahora se encuentra bajo el nivel del mar. Por lo visto, fue antes de la última Era Glacial cuando estuvo fuera del agua y transitable. Al margen de que la última Era Glacial durase, según dicen, dos millones y medio de años, con sus variaciones y épocas cálidas por en medio, la cuestión es que terminó hace unos diez mil u once mil años. De modo que, hablando en sentido figurado… o quizá no -matizó-, la Antártida es una península del continente americano.

Mascullé un disparate mientras me frotaba enérgicamente la cara con las manos y Jabba soltaba una sarcástica risita ahogada.

– Pero la sorpresa alcanzó su punto máximo cuando, con ayuda de la tecnología de los satélites, se descubrió que bajo el hielo antártico también había tierra firme, detalle que no se conoció hasta 1957, y se comprobó que el trazado de las costas, las montañas, las bahías y los ríos que aparecían en las fotografías infrarrojas tomadas desde el espacio coincidían, exactamente, con lo que ves ahí, dibujado por la mano de nuestro amigo, el pirata turco. No hay errores. Piri Reis había copiado la Antártida de otros mapas, no cabe duda, pero de unos mapas que debían de ser asombrosamente antiguos porque reflejaban este continente no como es desde hace diez mil años, sino como era antes de ser cubierto por los hielos.

Fruncí los labios, con gesto de perplejidad, y tardé una eternidad en poder articular dos palabras seguidas.

– Y, claro -balbucí, finalmente-, habiendo sido descubierto el mapa en Estambul en 1929, quedaba eliminada la posibilidad de una falsificación hecha con los datos obtenidos por los satélites en 1957.

– Eliminada, en efecto -confirmó Jabba sin dejar de pasear-. Sigue, Proxi, que todavía quedan algunas cosas.

– ¿Más…? -exclamé.

– Sí, hijo, sí… Pero ya termino -se llevó la taza a los labios y bebió, aunque su café debía de estar frío-. El dichoso mapamundi utiliza un sistema de medición llamado de los «ocho vientos». No me preguntes qué es porque, aunque he intentado comprenderlo, no he podido. Sólo sé que funciona centrando con un compás las diferentes partes del mapa en ángulos de veintitantos grados, o algo así. La cuestión es que utiliza este, por lo visto, arcaico sistema, así como una medida griega llamada estadio, que equivale a 186 metros de los nuestros. Una vez hecha la adaptación a magnitudes geográficas modernas, el mapamundi es, atiende bien -y puso el dedo índice de su mano derecha en el centro de mi aturdida frente-, absolutamente exacto en todas sus proporciones y distancias. Aunque, a simple vista, te parezca un mapa deformado e irreal, lleno de falsedades geográficas, resulta que es tan preciso como el mejor de nuestros mapas actuales, y refleja perfectamente la latitud y la longitud de todos los puntos del globo. La latitud era conocida y utilizada desde tiempos inmemoriales, porque sólo se necesitaba la ayuda del sol, pero el cálculo de la longitud no pudo realizarse hasta el siglo XVIII, en concreto hasta… -miró sus notas-, hasta 1761, eso es, porque hacían falta conocimientos de trigonometría esférica e instrumentos geodésicos que no existieron hasta esa fecha. Sin embargo, Piri Reis, o los mapas antiguos de los que copió, indicaban puntualmente los meridianos terrestres y sus cálculos eran absolutamente correctos, lo cual se da de bofetadas con lo que sabemos hoy día.

Plegó cuidadosamente su hojita y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa, dando por terminada la explicación.

Mi cabeza daba vueltas intentando encontrar algún sentido a todo aquello. Estábamos volando sin paracaídas por unos cielos llenos de turbulencias y nos faltaba muy poco para caer en picado y estrellarnos contra el suelo. ¿Cómo diablos se habría metido Daniel en una historia semejante? ¿Qué hacía mi hermano, mi sensato y cuadriculado hermano, vagando por estos andurriales?

– ¿Sabes por qué los informáticos somos tan malos amantes? -preguntó Jabba, tomando asiento de nuevo frente a su vacía taza de café.

– Mal amante lo serás tú -discrepé, preparándome para escuchar con resignación un nuevo y terrible chiste de informáticos. Pero Jabba estaba lanzado.

– Porque siempre estamos intentando hacer el trabajo lo más rápidamente posible y, cuando lo terminamos, creemos haber mejorado la versión anterior.

– ¡No, por favor, no! -gemí echándome sobre la mesa con un gesto de desesperación que hizo desternillarse a Proxi .

Estábamos descomprimiéndonos. La tensión acumulada, añadida al desconcierto, nos acercaba a ese estado de presión insoportable del que hay que escapar abriendo válvulas. Miré distraídamente mi reloj y vi que ya eran las seis menos cuarto de la tarde.

– Mi abuela está a punto de despertarse -comenté, con la mejilla pegada a la madera.

– ¿Y qué? -bufó Jabba -. ¿Acaso ahora muerde?

Proxi seguía riendo sin ton ni son, como si hacerlo le limpiase el cerebro de brumas.

– No seas cretino. Es, simplemente, que yo debería estar ya en el hospital.

– Pues vete. Nosotros seguiremos trabajando en tu estudio.

– ¿A qué hora volverás? -preguntó ella, cruzándose de brazos y acomodándose en el asiento.

– Pronto. En realidad, no hago ninguna falta. Ona, mi madre, Clifford y mi abuela forman un equipo compacto y bien organizado. Pero quiero saber cómo está Daniel.

– Pues entonces -canturreó la voz de mi abuela desde la puerta, haciendo que Jabba diera un brinco y que yo me incorporara de golpe-, vente conmigo, le ves y te vuelves.

No la habíamos oído entrar y, de pronto, allí estaba, de pie, mirándonos, con los pelos blancos perfectamente peinados, su elegante bata de colores y sus zapatillas a juego.

– ¡Abuela! ¿Cómo has conseguido levantarte sin que el sistema se haya dado cuenta?

Doña Eulalia Monturiol avanzó hacia la cafetera con paso de reina.

– Pero, Arnauet -mi abuela me llamaba Arnauet desde que era pequeño-, si sólo es un vulgar sensor de movimiento como el que tengo en mi casa para los ladrones. Basta con moverse despacito.

Jabba y Proxi no pudieron contener las carcajadas.

– ¡Pues muy despacito te has tenido que mover! -protesté.

– De eso nada, que lo tengo muy bien estudiado. Deberías subirle la sensibilidad -y sonrió, satisfecha, mientras se servía una gran taza de café con leche que introdujo en el microondas-. Hola, Marc. Hola, Lola. Disculpad que no os haya dicho nada.

– No te preocupes, Eulalia -repuso, amablemente, Proxi -. Llevas una bata preciosa. Me gusta mucho.

– ¿Sí? ¡Pues si supieras lo barata que me costó!

– ¿Dónde la compraste?

– En Kuala Lumpur, hace dos años.

Proxi me miró, encantada, enarcando brevemente una de sus cejas.

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