– ¿No se te ocurre nada? – preguntó Proxi .
– Pues no, la verdad es que no – murmuré sin dejar de buscar, atusándome despacio la perilla mientras me inclinaba sobre la gran fotocopia como un alumno aplicado.
– ¡Venga, ánimo! – me alentó Jabba, deseoso de una victoria por mi parte.
– Te repito el dato crucial: el mapa fue dibujado en 1513.
– ¿Y con eso, qué? – inquirí, mosqueado; pero se trataba más de una protesta que de una verdadera pregunta. No quería ayuda, no deseaba una solución, y ambos lo sabían. Por lo visto, tenía en la cabeza los datos necesarios para resolver el enigma, así que debía dejarme guiar por la intuición, como si trabajara en una de esas zonas oscuras de código donde sólo las corazonadas te llevan a buen puerto. De nuevo era un intrépido Ulises intentando conducir mi nave hasta Itaca, un osado hacker luchando por abrir algo que estaba lawt'ata, «cerrado con llave».
Aunque me fastidiase, gracias a Proxi sabía que debía empezar por las fechas. Tenía dos: 1513, año del mapa, y 1532, año en el que Pizarro llegó, por fin, hasta Cajamarca para iniciar la conquista del Imperio inca. Entre 1513 y 1532 había diecinueve años de diferencia… curiosamente, a favor del mapa. Según lo poco que yo sabía, cuando Pizarro salió de Panamá en 1531, nadie había visto todavía Perú, ni Bolivia, ni Chile, ni Tierra de Fuego. Por lo tanto, era imposible que, en 1513, se conocieran la forma y la extensión de la cordillera de los Andes y el trazado de los grandes ríos y, desde luego, era igualmente imposible que alguien hubiera contemplado jamás la zona del lago Titicaca y Tiwanacu y, mucho menos, que conociera a los collas y sus gustos en cuestión de sombreros.
Pero, además, aquel mapa había sido trazado en 1513 ¡por un turco! Vale que Colón no fuera el descubridor original del continente americano -pocas dudas quedaban, con el rollo ése de los vikingos-, pero, ¿los turcos…? ¡Venga ya!
– Este mapa es falso -afirmé, convencido-. Este mapa es cronológicamente incorrecto y, por lo tanto, si de verdad es antiguo, sólo puede tratarse de una falsificación apolillada.
Mis dos atentos espectadores sonrieron con orgullo satisfecho. Los ojos de Proxi se estrecharon hasta quedar convertidos en dos finas líneas de pestañas.
– ¡Sabía que te darías cuenta! -exclamó.
– Entonces, ¿es realmente un fraude? -pregunté, arqueando las cejas, sorprendido por lo fácil que había sido.
– ¡Pero qué fraude ni qué niño muerto! -saltó Jabba despectivamente-. ¡El mapa es auténtico! Dibujado en Gallípoli, cerca de Estambul, por el mismísimo e histórico Piri Reis en 1513.
– No. No puede ser.
– ¿No te advertí que, en esta historia, todo era verdad hasta el último detalle? Te dije: «Aquí no hablamos de Hobbits ni de Elfos.» ¿Verdad que sí?
– ¡Pero no tiene sentido! -objeté, empezando a cabrearme-. En 1513 no se sabía cómo era el territorio del Nuevo Mundo. Es más, estoy por jurar que todavía creían que habían llegado a la India-India, la de Oriente.
– ¡Tienes razón! Y ahí está, precisamente, el quid de la cuestión. ¿Cómo pudo hacerse este mapa? Que no es una falsificación lo demuestra su reconocimiento y catalogación por parte de los organismos especializados, además de las múltiples comprobaciones históricas que se han efectuado para corroborar todo cuanto tiene relación con él, con su autor y con los muchos datos que el propio Piri Reis aporta en esas cuantiosas anotaciones que puedes ver distribuidas por todo el diseño, escritas en turco-otomano con caracteres árabes.
– ¡Ya empezamos con las tonterías! -me sulfuré-. ¿Otra vez juegos de magia? ¡Por favor! Este mapamundi es falso y no hay más que hablar. Debió de trazarse varios años después de lo que afirma Piri Reis.
– ¿Años después, eh? -me espetó Proxi, muy ufana-. ¿Entonces por qué ha sido admitido como auténtico por todas las organizaciones cartográficas del mundo, por qué los expertos, a pesar de lo incómoda que resulta su existencia, no han podido demostrar que se trate de una falsificación? Sólo tú, Arnau Queralt, te atreves a afirmar tal cosa. ¡Vaya listo!
– ¡Bueno, muy bien! ¡Supongamos que es auténtico! Explícame cómo demonios consiguió ese tal Piri Reis dibujar los Andes cuando aún no se conocían.
Podía aceptar, con reservas, que el aymara fuera un lenguaje algorítmico y matemático porque, a fin de cuentas, seguíamos hablando de algo computable y serio, pero me habían educado para considerar menospreciable cualquier mito absurdo, cualquier concepto erróneo que oliera ligeramente a heterodoxia. Si hubiera vivido en la Edad Media o el Renacimiento quizá el mapa de Piri Reis me hubiera servido para entablar una cruzada libertaria contra las versiones oficiales de una Iglesia represora, como hizo, por ejemplo, Giordano Bruno con esa teoría del universo infinito de la que hablaba Daniel en sus delirios. Pero yo vivía en la Edad de la Ciencia, en la Era del Positivismo Científico, que se encargaba de marcar claramente los límites de lo aceptable a través de la lógica y la verificación. Nos había costado demasiados siglos librarnos de los grilletes de la superstición y la ignorancia como para, ahora, dar pábulo a despropósitos fantásticos.
Jabba, nervioso, se puso en pie y empezó a pasear por la cocina. Sus vaqueros estaban tan viejos y astrosos como flamante e impecable su camisa azul comprada en Bergdorf Goodman, Quinta Avenida de Nueva York.
– Vayamos por partes -propuso, ajustándose mecánicamente a la cintura los rozados pantalones-. El mapa de Piri Reis contiene muchos secretos, no sólo la discrepancia de fechas. Quizá analizándolos todos encontremos algo que nos dé alguna pista. Saca la chuleta, Proxi… El Cabezudo no está ahí por casualidad, ni tampoco Daniel guardaba por nada una copia del mapamundi.
– ¿Y no te parece ya bastante raro que un turco, y pirata por más señas, dibujara el continente americano en 1513? ¡Vamos, ni que Colón le hubiera llevado en su carabela!
– En eso tienes parte de razón -convino Proxi, alisando con la palma de las manos una cuartilla que había extraído, plegada, del bolsillo superior de su camisa de leñador-. La zona de las Antillas está copiada, según él mismo afirma, de un mapa de Cristóbal Colón. En una de las inscripciones reconoce haber utilizado cuatro planos portugueses contemporáneos, otros planos más antiguos de la época de Alejandro Magno y algunos más basados en las matemáticas.
– ¡Ahí lo tienes! -afirmé triunfante-. No hay nada raro en el mapamundi de Piri Reis.
– Al margen de las fuentes utilizadas -siguió, imperturbable-, que, si te fijas, no son lo que se diría muy concretas, cabe destacar los siguientes aspectos del fragmento recuperado en el palacio Topkapi, a saber: en el mapa aparecen las islas Malvinas, que no se descubrieron oficialmente hasta 1592. Aparecen los Andes, que, como sabemos, no fueron pisados por Pizarro hasta 1524, en su primera e incompleta exploración hacia el sur. Aparece dibujada una llama, mamífero desconocido en 1513, así como el nacimiento exacto y el trazado del río Amazonas. A la altura del ecuador, surgen del mar dos grandes islas que no existen en nuestros días; los modernos sondeos submarinos han demostrado la presencia, en estos lugares, de dos cimas montañosas pertenecientes a la cordillera que atraviesa el fondo del Atlántico de norte a sur y lo mismo ocurre con un grupo de islas que no fueron descubiertas hasta 1958 bajo los hielos antárticos.
Me embargó una sensación de rigidez generalizada. En aquella cocina no se movía ni el aire. Creo que hasta el sistema, siempre a la escucha, prestaba en ese momento una especial atención.
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