Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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Con el tarro del té en la mano me giré como un molinillo para mirarles. Se habían sentado en lados opuestos de la mesa de la cocina. No hizo falta que les preguntara: el gesto de mi cara era, literalmente, una enorme interrogación.

– Lo sabemos casi todo -se pavoneó mi supuesto amigo con aires de suficiencia.

– Sí, es cierto -corroboró Proxi, adoptando la misma actitud-, pero no te lo vamos a contar porque no nos has ofrecido nada, ni siquiera un poco de ese café que vas a prepararte.

Suspiré.

– Es té, Proxi -le anuncié mientras ponía la cantidad exacta de agua en la menuda jarra de cristal. El gusto por el té me había venido impuesto por mi madre que, a la fuerza, nos había acostumbrado a todos desde que se fue a vivir a Inglaterra. Al principio lo odiaba pero, con el tiempo, terminé acostumbrándome.

– ¡Ah, entonces no quiero!

Esperé a que estallasen las pequeñas burbujas para cerciorarme de que la medida de agua era la correcta y, al comprobar que faltaba todavía un poco, dejé caer un hilillo que resbaló desde la boca de la botella de agua mineral.

– Yo te preparo un café -le dijo Jabba poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la cafetera italiana que se veía en uno de los estantes-. A mí también me apetece. Es que, en cuanto terminamos de comer -me explicó-, nos vinimos en seguida hacia aquí.

– Sírvete tú mismo -mascullé mientras metía la jarra en el microondas y programaba el tiempo en la pantalla digital. Jabba rellenó con agua del grifo el depósito inferior de la cafetera. Era bebedor compulsivo de café pero, incluso para esto, carecía por completo de paladar-. ¿Quién me lo cuenta todo? -insistí.

– Yo te lo cuento, tranquilo -repuso Proxi.

– ¿Dónde está el café?

– El café está en el tarro de cristal que hay al lado del hueco dejado por el tarro del té. ¿Lo ves?

– Tu «Cabeza de huevo», Root -continuó la mercenaria de la seguridad-, es uno de los minúsculos dibujitos que aparecen en el mapa que nos enviaste anoche.

– Di, mejor, esta mañana -objeté, ajeno a la información que acababa de recibir.

– Bueno, pues esta mañana -concedió mientras el hombre de su vida echaba cestos de café jamaicano en el platillo del filtro y lo comprimía con toda su alma antes de enroscar la parte superior. Apreté los labios y me dije que sería mejor no seguir mirando si no quería acabar peleándome con aquel pedazo de animal.

Y, entonces, caí en la cuenta de lo que Proxi había dicho.

– ¿El hombrecillo barbudo estaba en el mapa de las letras árabes…? -dejé escapar, absolutamente perplejo.

– ¡Está situado justo encima de la cordillera de los Andes! -precisó Jabba, soltando una carcajada-. ¡Con los piececitos sobre los picos, en la zona donde debería aparecer Tiwanacu!

– Desde luego, es muy pequeño, apenas se distingue. Tienes que fijarte muy bien.

– O mirar con una lupa muy grande, como hemos hecho nosotros.

– Por eso Daniel realizó una ampliación digitalizada.

Durante unos segundos me quedé sin habla, pero, luego, a pesar de que el microondas estaba pitando, salí de la cocina como un rayo y regresé al estudio en busca de la carpeta en la que había guardado el maldito mapa después de escanearlo. Salté por encima de las piezas sueltas que se escampaban por el suelo y lo rescaté con ansiedad, desplegándolo. Sí, aquella mancha era el cabezudo, en efecto. Pero no podía distinguirlo bien.

– ¡Luz, más luz! -exclamé como Goethe en su lecho de muerte, y, de inmediato, el sistema aumentó la intensidad lumínica del estudio. Allí estaba. ¡Allí estaba el dichoso Humpty Dumpty, con su barba negra, su gorro colla y sus ancas de rana! Era tan pequeño que apenas resultaba visible, de modo que saqué la ampliación de Daniel para examinarlo como si fuera la primera vez que lo veía. ¡Vaya con el «Cabeza de huevo»! Había estado delante de mis narices todo el tiempo.

– Vuelve a coger el mapa y ven a la cocina -me rogó Proxi desde la puerta.

Jabba permanecía de pie frente a la vitrocerámica contemplando la cafetera como si el fuego necesario para calentar el agua no fuera otro que el de sus ojos.

– ¿Ya lo has visto? -se apresuró a preguntar en cuanto cerramos otra vez la puerta.

– ¡Es increíble! -exclamé, sacudiendo la hoja de papel como un paipay.

– ¿Verdad que sí? -convino ella, dirigiéndose al microondas. Llevaba unos pantalones elásticos muy ceñidos y floreados y, arriba, una gruesa camisa de leñador, abierta, que dejaba ver una camiseta blanca de tirantes sobre la que chispeaban las cuentas de varios collares-. Siéntate, anda. Yo terminaré de prepararte ese té nauseabundo.

Se lo agradecí de corazón. Aunque le repugnara el té, a Proxi siempre le salía buenísimo.

– Vale -declaró mi amigo-, pues, ahora, límpiate bien las orejas y escucha con atención lo que vamos a contarte. Si lo del aymara era fuerte, esto ya es increíble.

– Por eso, precisamente, hemos decidido ayudarte.

– Sí, verás, todo esto es demasiado para ti, Root. Demasiadas cosas, demasiados libros, demasiados documentos… Proxi y yo hemos llegado a la conclusión de que el asunto requería el esfuerzo combinado de nuestras tres cabezas. Así que, dando por sentado que no te negarás, vamos a tomarnos una semana de vacaciones en Ker-Central y a venir aquí todos los días para echarte una mano.

– ¿Tanto tiempo vamos a necesitar? -le interrumpí-. Además, te recuerdo que ya tengo la casa llena de gente.

– ¿Por qué trabajamos para este tipo, Proxi? -masculló Jabba, rencoroso.

– Porque nos paga una pasta.

– Es verdad -se lamentó él, levantando la tapadera de la cafetera italiana para ver cómo iba la cocción.

– Y porque nos cae bien -continuó ella, terminando de echar el agua caliente en la tetera de porcelana-, porque le gustan las mismas cosas que a nosotros, porque está tan loco como tú y porque nos conocemos desde hace ya… ¿Cuántos? ¿Diez años? ¿Veinte…?

– Él y yo, toda la vida -señalé, aunque no era exactamente así-. Tú llegaste hace sólo tres, cuando monté Ker-Central.

– Cierto. Está claro que se me ha hecho eterno.

A Jabba lo encontré en la red. A pesar de vivir no demasiado lejos (él era de un pequeño pueblo de Girona) estuvimos años programando y pirateando juntos sin conocernos personalmente, llevando a cabo sonadas hazañas que manteníamos en secreto, no como esos hackers de pacotilla que siempre andan alardeando de sus pequeños triunfos sin recordar que por la boca muere el pez. Los dos éramos tipos raros que no querían ni necesitaban demasiado contacto con seres de carne y hueso, quizá por timidez o, quién sabe, quizá por ser dueños de una pasión por la informática y los ordenadores que nos hacía sentirnos distintos a los demás. Yo no supe su verdadero nombre hasta que no le contraté para trabajar en Inter-Ker en 1993. Hubiera podido afirmar sin mentir que aquel adolescente grueso, grande y pelirrojo que entró en el bar donde habíamos quedado aquella tarde para vernos por primera vez era el mejor amigo que había tenido nunca y, sin duda, yo también era el suyo pero, hasta ese momento, no nos habíamos visto las caras jamás. Hablamos poco. Le conté mi proyecto para la empresa y me dijo que sí, que trabajaría para mí siempre y cuando pudiera seguir con sus estudios. Él era cinco años más joven que yo y sus padres, que eran agricultores, estaban empeñados en que fuera a la universidad aunque tuvieran que llevarlo a bofetones. Así comenzó la segunda fase de nuestra amistad. Cuando vendí Inter-Ker me siguió a Keralt.com y, después, a Ker-Central, ya como ingeniero informático, y fue entonces cuando ambos conocimos a Proxi, que entró a trabajar en el departamento de seguridad pocos meses después de montar la empresa. Lo de ellos dos fue lo que se dice una verdadera cursilada, un flechazo, amor a primera vista. Mi amigo entonteció, perdió los papeles, se volvió medio idiota por aquella informática esmirriada y desconcertante que nos daba vuelta y media en recursos. Pero ella no se quedó atrás. Aunque no hacía mucha falta que se esforzara, le acosó descaradamente hasta que el pobre no pudo más y cayó rendido a sus pies. La cuestión fue que encajaron a la perfección y que, desde entonces -hacía ya tres años-, no se habían vuelto a separar más que para trabajar en despachos diferentes de la empresa.

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