Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– En fin… -siguió diciendo ella, acercándome la taza y la tetera rebosante-, la cuestión, Root, es que vamos a regalarte una semana de nuestras escasas y siempre cortas vacaciones anuales para descubrir en qué estaba metido Daniel, porque, cuanto más sabemos, más extraño se vuelve todo.

– Acepto vuestro ofrecimiento -declaré, observando cómo Jabba cogía la cafetera por el asa para retirarla bruscamente de la placa-, pero, ¿por qué aquí, en casa? ¿por qué no en el «100»? Estaríamos más cómodos.

– ¡Cómodos, dice! -se burló él, dejando caer un hilo de humeante y aromático brebaje en dos tazas pequeñas.

– Cuando llamaste a Jabba para pedirle que investigáramos la lengua aymara, le contaste que tenías un montón de libros que hojear.

– Y ya hemos visto cómo tienes el estudio. ¡No podemos llevarnos todo eso al «100»!

– ¿Cuánto has avanzado con las crónicas?

– Poco, muy poco -reconocí, centrando la taza en el platillo.

– Tenemos que trabajar aquí porque en el «100» no hay sitio para tantos libros, papeles y carpetas. Allí no hay una sola mesa libre. Y, para no empezar a discutir por los ordenadores, hemos decidido traer unos cuantos de abajo y conectarlos al sistema.

Cuando Proxi terminó de hablar, los tres estábamos, por fin, tranquilamente sentados. Deslizándolo sobre la madera, atraje hacia mí el dichoso mapa de las rosas de los vientos y las letras árabes.

– Bueno, bueno… -murmuré, observando al diminuto Humpty Dumpty-. Contadme qué habéis averiguado.

– Ese papelucho -empezó Jabba -, es una reproducción de lo que queda de un gran mapamundi dibujado en 1513 por un famoso pirata turco llamado Piri Reis.

– ¿Cómo lo sabes? -inquirí.

– ¿Que cómo lo sé? -refunfuñó-. Pues porque Proxi y yo nos hemos tomado la molestia de visitar todas las páginas de cartografía antigua que hay en la red. En realidad, no quedan tantos mapas viejos como podrías suponer. Hay muchísimos de los últimos dos o tres siglos, pero si retrocedes más, el número se reduce tanto que puedes contarlos con los dedos de unas pocas manos.

– Una vez que supimos que se trataba del mapa de Piri Reis, empezamos a buscar todo lo que había sobre él.

– Y, por más que te esfuerces -sentenció Jabba -, nunca imaginarás lo que encontramos.

– En una de las direcciones había una lista de los objetos, personas y animales que aparecen en el mapamundi y, allí, mencionado, se encontraba tu «Cabeza de huevo», descrito como un monstruo barbudo y sin cuerpo, de naturaleza demoníaca.

– O sea, que no lo habéis descubierto usando una lupa grande.

– ¡Sí lo hemos descubierto con la lupa! -protestó, bravucón, Jabba -, aunque admito que después de saber que estaba allí. Pero encontrarlo en el mapa ha sido como buscar la pieza de un puzzle en una bolsa en la que hay otras cinco mil.

– Bueno, probablemente no tanto -rehusó Proxi -, pero nos ha costado lo suyo.

– Y, ahora, te vamos a contar un cuento. El cuento más raro que hayas oído en tu vida. Pero, ¡cuidado! -observó, levantando en el aire los índices de ambas manos-, en este cuento todo es verdad. Hasta el último detalle. Aquí no hablamos de Hobbits ni de Elfos. ¿Vale?

– Vale -asentí, en ascuas. Sin embargo, no fue Jabba quien me lo contó sino Proxi, después de dar un pequeño sorbo al café y dejar la taza sobre el platillo.

– Tras la caída del Imperio otomano… -empezó a relatar.

– ¿A que parece que lo haya estado haciendo toda su vida? -me preguntó Jabba, fingiendo una profunda admiración.

Me reí y asentí con firmeza.

– ¿Ha dicho romano u otomano? -recabé cándidamente.

– Sois un par de imbéciles -declaró ella, asqueada-. Los imbéciles más imbéciles del mundo. Tras la caída del Imperio otomano después de la primera guerra mundial, los gobernantes de la nueva República de Turquía decidieron rescatar los valiosos tesoros que habían permanecido ocultos durante siglos en el gigantesco palacio de Topkapi, la antigua residencia del sultán, en Estambul. Haciendo el inventario de los fondos, en noviembre de 1929 el director del Museo Nacional, Halil No-sé-qué, y un teólogo alemán llamado Adolf Deissmann, descubrieron un viejo mapa incompleto pintado sobre cuero de gacela.

– Como verás, se ha pasado la mañana estudiando -comentó alguien que, a continuación, se llevó un buen capirotazo en su roja cabeza.

Yo enmudecí, por si seguían repartiendo aquellas cosas entre la concurrencia.

– Como ya te ha comentado este ignorante -prosiguió ella, impasible-, se trataba de los restos del gran mapamundi del almirante de la flota turca, cartógrafo y famoso pirata, Piri Reis, dibujado por él mismo en 1513. El mapa representaba Bretaña, España, África Occidental, el océano Atlántico, parte del norte de América, el sur y la costa antártica. Es decir, exactamente lo que puedes ver en esta reproducción.

Entorné los ojos para fijar la mirada y busqué todas las zonas que ella había mencionado. Desde luego, el Atlántico, que ocupaba ampliamente el centro de la imagen con su pálido color azulino, se veía con total claridad, lleno de barquitos, rosas de los vientos, líneas, islas, etc. Bretaña, sin embargo, no aparecía por ninguna parte, pero me abstuve de comentarlo. A la derecha, se apreciaba España sin ningún problema y, debajo, la costa occidental y barriguda de África, mostrando en su interior lo que parecía un elefante rodeado de reyes magos sentados con las piernas cruzadas. Norteamérica era un litoral difuso pegado al límite izquierdo del supuesto cuero de gacela, como si estuviera inclinado hacia ese lado y se perdiera de vista por la circunferencia de la Tierra, pero Sudamérica se reconocía perfectamente, con sus ríos principales, su cordillera de los Andes (su hombrecito tocado con el gorro rojo), sus animalitos… Sólo el cono sur resultaba raro porque, donde debería estar el estrecho de Magallanes, uniendo el Atlántico con el Pacífico, la tierra, sin fragmentarse, daba un giro y regresaba hacia el este, como buscando el extremo meridional de África, de lo que deduje que debía de tratarse de la costa antártica, aunque mal representada. Pero, bueno, a pesar de todo ello, podía decirse que Proxi tenía más o menos razón.

– ¿Notas algo raro?

– Pues sí -dije muy convencido, poniendo el dedo sobre el ausente estrecho de Magallanes-, esto está mal. Además, Norteamérica está torcida. ¡Ah! Y este elefante africano es demasiado delgado, apenas tiene barriga. Parece un galgo con trompa.

– Todo eso es correcto, Root -me animó Jabba, unidos de nuevo frente a una adversaria común-, pero hay mucho más. Recuerda todo lo que sabes sobre Pizarro y los incas, sobre el descubrimiento de Perú.

– No le des más pistas, Judas – resopló Proxi.

– ¡Mujer, no seas así! – imploró él.

Mientras ellos continuaban su parloteo, yo observé de nuevo Sudamérica en aquel mapa de Piri Reis. ¿Qué tenía de raro? Desde luego, Humpty Dumpty no era muy normal, pero la llama que aparecía a su lado estaba bastante bien dibujada, así como los ríos y las montañas. ¿Qué fallaba bajo mis ojos? A ver… Pizarro había conquistado a los incas en 1532, en Cajamarca, a unos mil kilómetros al norte de Cuzco, posiblemente envenenando a todos los nobles Orejones y capturando al último de sus monarcas, Atahualpa Inca, al que mató poco después. A partir de ahí dio comienzo el Virreinato de Perú y la destrucción sistemática del antiguo imperio, la implantación del cristianismo y de la Inquisición, la redacción de las primeras crónicas… ¿Qué demonios se me estaba escapando?

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