Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– A ver dónde estaba… Aquí. Mira, voy a haceros un resumen y luego entraremos a fondo con Tiwanacu, ¿de acuerdo? Bueno, los collas le contaron a Cieza de León que ellos descendían de una civilización muy antigua, anterior al diluvio, pero que no sabían mucho de aquellos antepasados. Aseguraban haber sido una nación muy grande que, antes de los incas, tenía grandes templos y veneraba mucho a los sacerdotes, pero, luego, abandonaron a sus antiguos dioses y creyeron en Viracocha, que salió un día de la gran laguna Titicaca para crear el sol y acabar con las tinieblas en las que había quedado sumido el mundo después del diluvio. Como los egipcios, veneraban y momificaban a sus muertos y les levantaban importantes edificaciones de piedra llamadas chullpas .

– ¿Y qué dice de Tiwanacu? -pregunté viendo que Proxi había terminado el resumen.

Ella bajó los ojos al libro, pasó un par de hojas hacia delante y hacia atrás, buscando algo, y, cuando lo encontró, alisó bien las páginas con la palma de la mano y empezó a leer:

– «Yo para mí tengo esta antigualla por la más antigua de todo el Perú; y así, se tiene que antes que los ingas reinasen, con muchos tiempos, estaban hechos algunos edificios destos; porque yo he oído afirmar a indios que los incas hicieron los edificios grandes del Cuzco por la forma que vieron tener la muralla o pared que se ve en este pueblo.»

– ¡Vaya manera de hablar! ¡No se entiende nada!

– ¡Cállate, Jabba ! Sigue leyendo, Proxi, por favor.

– «Yo pregunté a los naturales, en presencia de Juan Varagas (que es el que sobre ellos tiene encomienda), si estos edificios se habían hecho en tiempos de los ingas, y riéronse desta pregunta, afirmando lo ya dicho, que antes que ellos reinasen estaban hechos, mas que ellos no podían decir ni afirmar quién los hizo, mas de que oyeron a sus pasados que en una noche remaneció hecho lo que allí se vía.»

– ¿Qué narices se supone que ha querido decir? -bramó Jabba, que se removía en el sillón como una fiera en su jaula.

– Que los collas aseguraban que Tiwanacu se construyó mucho antes de la llegada de los incas y que, según sus antepasados, toda la edificación se levantó en una sola noche.

– Cieza, además -siguió, imperturbable, Proxi -, hace una detallada descripción de las ruinas tal y como él las vio en su visita.

– ¿Tienes algún plano de Tiwanacu, Root ?

– Hasta ahora no me había hecho falta.

– Pues si tenemos que situar la Puerta del Sol y entender lo que dice Cieza, deberíamos bajarnos uno de internet.

– Luego lo haremos -le dije, sin moverme-. Es la hora de comer.

Su rostro se iluminó e hizo el conato de saltar del sofá como si sufriera toda el hambre del mundo, pero el breve arpegio musical que acompañó al mensaje que apareció en las pantallas, frustró bruscamente su intento.

Después de casi cuatro días de búsqueda incesante a toda potencia, el sistema acababa de completar la clave de acceso al ordenador de Daniel.

Si alguien me hubiera asegurado que mi hermano sería algún día el presidente de Estados Unidos probablemente no le hubiese creído. Si me lo hubiera jurado, dado por cierto y mostrado documentos acreditativos de tal suceso, al final, hubiera tenido que aceptarlo, claro, pero habría mantenido mis reservas hasta el día de su toma de posesión, e incluso entonces hubiera pensado que aquello era un sueño raro del que terminaría despertándome.

Pues bien, exactamente eso fue lo que sentí cuando tuve ante mis ojos la palabra clave elegida por mi hermano para proteger su ordenador:

(¯`Ðån¥ëL´¯)

Doce caracteres ni más ni menos, el doble de lo normal, y, encima, los más impredecibles e imposibles de adivinar. Nadie usaba ese tipo de claves, nadie tenía tanta imaginación -o tanta prudencia-, nadie era, en definitiva, tan rebuscado, sobre todo porque escasas aplicaciones te permitían utilizar cadenas tan largas y, mucho menos, símbolos tipográficos tan pintorescos. Sólo programas muy sofisticados o, por el contrario, programillas cutres escritos por hackers de medio pelo permitían semejante exhibicionismo criptográfico, pero, incluso teniéndolo permitido, lo que me admiraba era que Daniel hubiera hecho ese alarde de fantasía y de cautela informática tan impropio de él. Vivir para ver…

Jabba y Proxi no daban crédito a sus ojos. Ambos mostraron, primero, su mayor asombro y, segundo, su absoluta seguridad en que esa clave no la había inventado Daniel.

– No te ofendas, Root -me dijo Proxi como experta en la materia, dejando caer una mano sobre mi hombro-, pero tu hermano no tiene el nivel informático necesario para conocer la existencia de estas claves en ASCII (9). Pondría la mano en el fuego a que la copió de alguna parte, fíjate, y estoy segura de que no me quemaría.

(9) American Standard Code for Information Interchange (ASCII). El código ASCII reúne todos los caracteres de texto y todos los signos de puntuación en una tabla estándar, representándolos como números.

– En cualquier caso, da igual -balbuceé, todavía ofuscado por el descubrimiento.

– Sí, desde luego. Eso es lo que menos importa en este momento -afirmó Jabba, subiéndose los pantalones hasta donde su barriga se lo permitía-. Lo que ahora tenemos que hacer es guardar una copia de seguridad de la clave e irnos a comer.

Por supuesto, no le hicimos el menor caso, de modo que así se quedó, pregonando su hambruna en el desierto mientras Proxi y yo nos adentrábamos en las tripas del portátil con un extraño sentimiento de inseguridad por lo que fuera que nos esperaba allí adentro. En cuanto tuve el control de la máquina, le eché una ojeada al contenido del disco duro y me llamó la atención la gran cantidad de memoria que tenía ocupada para tan pocas carpetas como se veían en el directorio raíz, pero el misterio quedó pronto aclarado al comprobar que, dentro de esas carpetas, los subdirectorios se ramificaban hasta el infinito con incontables archivos de imágenes y con gigantescas aplicaciones (una de las cuales era la barrera de clave de acceso) que, rápidamente, pasamos al ordenador central para poder reventarlas a seis manos desde distintos terminales.

Cuando se utiliza cualquier programa de ordenador, por regla general se pone en marcha en su forma ejecutable, es decir, traducido al frío lenguaje binario que emplea la máquina: largas series de ceros y unos cuyo sentido es imposible de entender para un ser humano. Por eso se utilizan lenguajes intermedios, lenguajes que, en forma de código algebraico, le dicen al ordenador lo que el programador quiere que haga. En ese código suelen insertarse comentarios y explicaciones que el procesador ignora a la hora de trabajar y que sirven para ayudar a comprender el funcionamiento de la aplicación a otros programadores así como para facilitar la tarea de revisión. Pues bien, en cuanto tuvimos delante el código del programa de claves de acceso, comprendimos que teníamos que vérnoslas con algo bastante inesperado.

Un programa de ordenador presenta muchas similitudes con una obra musical, un libro, una película o un plato de cocina. Su estructura, su ritmo, su estilo y sus ingredientes permiten identificar o, al menos, acercarse mucho, al autor que está detrás. Un hacker no es sino una persona que practica la programación informática con un cierto tipo de pasión estética y que se identifica con un cierto tipo de cultura que no se reduce simplemente a una forma de ser, vestir o vivir, sino también a una manera especial de ver el código, de comprender la belleza de su composición y la perfección de su funcionamiento. Para que el código de un programa presente esa belleza sólo tiene que cumplir dos normas elementales: simplicidad y claridad. Si puedes hacer que el ordenador ejecute una orden con una sola instrucción, ¿para qué utilizar cien, o mil? Si puedes encontrar una solución brillante y limpia a un problema concreto, ¿para qué copiar pedazos de código de otras aplicaciones y malcasarlos con remiendos? Si puedes clasificar las funciones una detrás de otra de forma clara, ¿para qué complicar el código con saltos y vueltas que sólo sirven para ralentizar su funcionamiento?

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