Estuve mirando la crónica de Guamán durante toda la mañana, pasando página tras página y recreándome con los dibujos, buscando, con ayuda de los índices, la menor referencia a los collas, los aymaras y Tiwanacu (que, en esta edición venía como Tiauanaco, nombre que sumé a la colección: Tiahuanaku, Tiahuanacu, Tihuanaku, Tiaguanacu y Tiahuanaco), pero ya no encontré más frases subrayadas por mi hermano ni tampoco más datos significativos, aunque sí muchas curiosidades que no tenían nada que ver con nuestra investigación: la descripción minuciosa de las torturas y castigos impuestos a los indios por los gobernadores o la Iglesia era digna del mejor cine de terror y la división social y racial sobrevenida por la aparición de todas las combinaciones posibles de españoles, indios y «negros de Guinea» era increíble.
Pero si yo no encontré nada realmente útil, Proxi desechó a Juan de Betanzos con las manos vacías en menos de media hora y Jabba apenas tuvo algo más de suerte con Garcilaso de la Vega. El Inca parecía confundir a los aymaras con otro pueblo muy diferente situado en un lugar llamado Apurímac, a mucha distancia del Collao y del lago Titicaca y, de los collas, sólo hablaba para referirse a las derrotas de las que fueron objeto por parte de los incas o para escandalizarse cristianamente de lo muy libres que eran sus mujeres para hacer lo que quisieran con su cuerpo antes de casarse. La información que daba sobre Tiwanacu apenas aportaba datos sobre los edificios y el diseño del lugar, limitándose a hablar sobre las dimensiones megalíticas de los sillares utilizados: «…piedras tan grandes que la mayor admiración que causa es imaginar qué fuerzas humanas pudieron llevarlas donde están siendo, como es verdad, que en muy gran distancia de tierra no hay peñas ni canteras de donde se hubiesen sacado aquellas piedras», «Y lo que más admira son unas grandes portadas de piedra hechas en diferentes lugares. Y muchas de ellas son enterizas, labradas de una sola piedra por todas cuatro partes», «Y estas piedras tan grandes y las portadas son de una pieza, las cuales obras no se alcanza ni se entiende con qué instrumentos o herramientas se pudieran labrar». Después, con toda la flema del mundo, reconocía haber copiado la información de la crónica de Pedro de Cieza de León, en la que Proxi estaba trabajando en ese momento. El único dato curioso -o revelador, según se mire- que Jabba encontró en Garcilaso, fue una frase entre paréntesis aparecida al principio del libro VII en la que el autor, descendiente de Orejones por parte de su madre, explicaba que los Incas habían mandado que todos los habitantes del imperio aprendiesen por la fuerza la «lengua general», o sea, el quechua, para lo cual pusieron maestros en todas las provincias. Entonces, como si tal cosa, afirma: «(Y es de saber que los Incas tuvieron otra lengua particular que hablaban entre ellos, que no la entendían los demás indios ni les era lícito aprenderla, como lenguaje divino.)»
– Juraría -murmuró Jabba, pensativo- que ya hemos leído algo sobre esto.
– Pues claro -afirmé, y Proxi asintió con la cabeza-. Tú mismo me dijiste que, buscando información sobre los aymaras y su lengua, habías encontrado un documento en el que se decía que la lengua que utilizaban los yatiris para curar enfermedades era el idioma secreto que los Orejones hablaban entre ellos.
– ¡Ah, claro! -profirió, dándose un golpe en la frente con la palma de la mano-. ¡Qué burro soy! ¡Los yatiris!
«Estoy muerto porque los yatiris me han castigado», repitió en ese momento la voz de mi hermano dentro de mi cabeza. Y, de pronto, sin saber muy bien cómo, hice una chocante asociación de ideas a la velocidad de la luz: los yatiris, esos aymaras de noble alcurnia descendientes directos de la cultura Tiwanacota, reverenciados por los incas y considerados por los suyos como grandes sabios y filósofos, eran también, curiosamente, unos extraños médicos que sanaban con palabras como los brujos, ya que, al parecer, poseían un lenguaje secreto y mágico que compartían con los Orejones, los de la sangre solar y todo aquel rollo. Si curaban con palabras, ¿por qué no podían también hacer enfermar con palabras? ¿Y si, acaso, el lenguaje divino del que hablaba Garcilaso no era otro que el aymara, la lengua perfecta, matemática, el idioma original cuyos sonidos procedían de la naturaleza misma de los seres y las cosas? Pero, ¿por qué iban los yatiris a castigar a Daniel?
– Las piezas siguen encajando una tras otra -observó de nuevo Proxi que no se había dado cuenta de mi breve ausencia-. ¿Sabéis qué creo…? Creo que todo lo que vamos encontrando converge hacia dos únicos puntos: Tiwanacu y los yatiris. Dejad que os cuente por encima lo que dice Cieza de León.
Pero mi cerebro seguía trabajando en segundo plano: Pedro Sarmiento de Gamboa estuvo recorriendo Perú desde 1570 hasta 1575 para escribir las Informaciones de la Visita General y, durante esos cinco años, se encontró con los yatiris en Tiwanacu -aunque la ciudad sólo era ya un cúmulo de ruinas- y dibujó un mapa en el que reflejaba un camino que, desde allí e internándose después en la selva, conducía hasta algún lugar seguramente importante. Y, apenas terminado el mapa, la Inquisición le acusó de practicar la brujería y le encerró en las cárceles secretas que el Santo Oficio tenía en Lima por elaborar una tinta que provocaba cualquier tipo de sentimiento en quien leyera lo que se escribía con ella.
– A Cieza le nombraron Cronista Oficial de Indias en 1548 -explicó Proxi a modo de introducción, apoyando la suela de sus zapatos en el filo de la vieja mesa de ratán-, y, a partir de entonces, se dedicó a visitar los lugares más importantes de Perú narrando hasta el último detalle de lo que veía y oía.
– ¿También cuenta lo libertinas que eran las mujeres collas antes del matrimonio? -pregunté con sorna.
– También -admitió Proxi de mala gana-. Y eso que no era cura. ¡Menos mal que he nacido en esta época! -exclamó a pleno pulmón-. Creo que me hubiera muerto si llego a tener que aguantar a tanto retrógrado machista.
– Bueno, ¿y qué más dice de los collas? -atajó rápidamente Jabba antes de que los disparos se volvieran contra él.
– Pues, por ejemplo, que se deformaban las cabezas.
– ¿Ah, sí? -aquello me interesaba mucho.
– Escucha: «En las cabezas traen puestos unos bonetes a manera de morteros, hechos de su lana, que nombran chullos -leyó-; y tienen todos las cabezas muy largas y sin colodrillo, porque desde niños se las quebrantan y ponen como quieren, según tengo escrito.»
– ¡El gorrito se llama chullo ! -exclamé, muy risueño.
– ¿Qué es colodrillo? -quiso saber Jabba .
– La parte posterior de la cabeza -le explicó Proxi .
– Hay algo que no me cuadra -dije-. ¿Por qué dice que todos los collas se quebrantaban la cabeza desde pequeños? A mí, la catedrática me dijo que la deformación del cráneo se utilizaba sólo entre las clases altas, como señal de distinción.
– Aquí cada uno dice una cosa distinta -rezongó la mercenaria-. Cada arqueólogo y cada antropólogo tiene su propia y diferente versión de los hechos, y, luego, con todo ese batiburrillo, los historiadores se montan una especie de teoría general que no aborda determinado tipo de cuestiones para no pillarse los dedos.
– ¿Y por qué no se coordinan? -protestó Jabba -. ¡Nuestra vida sería más sencilla!
– No le pidas peras al olmo, Marc -sentencié-. Si quieres, te vuelvo a contar la bronca que tienen montada con los documentos Miccinelli.
– No, muchas gracias -se apresuró a responderme con cara de terror-. Proxi, rápido, sigue con Cieza.
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