Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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Finalmente, según contaban las leyendas con infinitas variaciones, Viracocha había enviado a sus propios hijos, Manco Capac y Mama Ocllo, hacia el norte para que fundaran la ciudad de Cuzco, capital del imperio, y dieran origen a la civilización inca. Los descendientes directos de aquellos hijos de Viracocha fueron los auténticos Incas, los reyes o miembros de la familia real, por cuyas venas circulaba una preciosa sangre solar que debía mantenerse pura a toda costa, por lo que, habitualmente, llevaban a cabo matrimonios entre hermanos. A estos soberanos y aristócratas -hombres y mujeres-, se les llamaba Orejones, porque la costumbre ordenaba perforar los lóbulos de las orejas a los jóvenes de estos linajes para diferenciarlos de las demás clases sociales. Cuando los agujeros estaban lo suficientemente ensanchados, insertaban en ellos grandes discos de oro con forma de sol, adorno que simbolizaba su origen y la alta dignidad de la persona.

Conforme fui conociendo la historia y definiendo en mi mente una tabla cronológica de los acontecimientos, pude ir rellenando aquel primer esquema general. Como si de pintar un gran cuadro se tratara, en el lienzo blanco ya era capaz de bosquejar al carboncillo la escena íntegra con su perspectiva correcta; sin embargo, todavía me faltaban los colores, pero no iba a poder entretenerme buscándolos: leyendo sin descanso se me había pasado la tarde y, a las ocho, el ordenador me recordó que debía cenar y prepararme para salir.

La realidad me cayó encima de golpe. Parpadeé, aturdido, levantando la mirada de los libros y, en décimas de segundo, me vino a la mente, no sólo que debía ducharme, vestirme y comer algo, sino que Proxi y Jabba estaban en el «100» y que Ona me esperaba en su casa en menos de una hora. Pero, como no quería abandonar la lectura hasta el día siguiente, cogí otra mochila del perchero de la entrada y metí dentro, precipitadamente, aquellos volúmenes que todavía no había examinado y que, por razones obvias, eran los de apariencia más tediosa y soporífera: la Nueva crónica y buen gobierno de Guamán Poma de Ayala -el libro del que Ona me había hablado la noche anterior-, los Comentarios reales, del Inca Garcilaso de la Vega, La crónica del Perú, de Pedro de Cieza de León y Suma y narración de los Incas, de Juan de Betanzos. El macuto, generosamente engrosado, pesaba una tonelada.

Mientras cenaba me llamó mi madre para preguntarme cuánto íbamos a tardar. Por lo visto, Clifford no se encontraba bien y querían venirse pronto a casa.

– Tu hermano no ha mejorado nada -me explicó con una voz que dejaba entrever cierta preocupación-. Diego dice que hoy todavía era pronto para ver resultados y que habrá que esperar un poco más, pero Clifford se ha puesto nervioso y le ha dado una de sus jaquecas.

En la familia nadie se atrevía a reconocerlo en voz alta, pero no dejaba de ser significativo que aquellas terribles jaquecas de Clifford hubieran comenzado poco después de su boda con mi madre.

– ¿Quién es Diego? -pregunté, engullendo sin masticar el trozo de lenguado que acababa de meterme en la boca.

– ¡El psiquiatra de Daniel, Arnau! Para las cosas importantes siempre estás en las nubes, cariño -me reprochó una vez más, y todo porque yo era incapaz de memorizar los nombres, apellidos y linajes que a ella tanto le gustaban y que dominaba como una virtuosa a pesar de su larga ausencia-. También ha venido Miquel… el doctor Llor, ¿te acuerdas?, el neurólogo. ¡Oh, que hombre tan bueno! ¿Verdad, Clifford? ¡Pobre…, ni contestarme puede por el dolor de cabeza! El caso es que Miquel nos ha preguntado mucho por ti y nos ha contado que un sobrino de su mujer trabaja en Ker-Central y… Bueno, Clifford me está pidiendo que cuelgue. No tardéis mucho Ona y tú, ¿de acuerdo? Estamos cansados y quisiéramos acostarnos pronto. Por cierto, Arnie, ¿cómo le digo a esa máquina que gobierna tu casa que no me apague la luz de la mesita de noche mientras estoy leyendo? Es que, anoche… ¡Sí, ya cuelgo, Clifford, ya cuelgo! Luego me lo explicas, cariño. No tardéis mucho.

Para cuando el sistema cortó la comunicación, ya había terminado de cenar y estaba entrando en la ducha. Extrañado por el silencio de Proxi y Jabba, que no habían dado señales de vida en toda la tarde, arramblé con los bártulos y salí zumbando hacia el garaje. A las nueve menos cuarto llegué a casa de mi hermano, pero esta vez no me hizo falta buscar aparcamiento porque Ona me esperaba en la puerta con los brazos cruzados. Se había puesto un jersey negro y una falda con un ancho cinturón de cuero. Durante el breve trayecto hasta La Custodia me estuvo contando que apenas había podido dormir un par de horas en todo el día por culpa de la baja de Daniel, ya que, primero, había tenido que ir al médico de cabecera para recogerla y, luego, desplazarse hasta Bellaterra para entregarla en la secretaría de la facultad.

Clifford tenía realmente muy mala cara cuando Ona y yo entramos en la habitación de Daniel. Su piel exhibía un preocupante tono oliváceo y bajo los ojos se le hinchaban dos grandes bolsas oscuras. Tampoco mi hermano ofrecía aquella noche su mejor aspecto: precisaba con urgencia que alguien le pasara una maquinilla por la cara y me dio la impresión de que estaba algo demacrado, con las mejillas hundidas y los huesos de la frente más pronunciados. Por contraste, mi madre se mostraba tan saludable y estupenda como siempre, pictórica de energía y vigor, y eso que, según contó, habían estado recibiendo visitas sin parar durante todo el día (sus amigos de siempre, sus menos amigos, sus conocidos, los conocidos de sus conocidos…) y que su intensa guerra privada con las enfermeras y auxiliares de la planta estaba en pleno apogeo. También Miquel y Diego (el doctor Llor y el doctor Hernández) habían participado de la activa vida social de la habitación, y mi abuela, sin que nadie supiera cómo se había enterado, había llamado desde Vic para preguntar por su nieto y para anunciar que llegaría a primera hora de la mañana del día siguiente.

– Y claro, con todo este jaleo -concluyó mi madre mirando con lástima a su marido, que languidecía silenciosamente sentado en la silla de plástico-, Clifford se ha puesto fatal. ¿Y mi pequeño Dani, Ona? ¿Crees que mañana podría verlo un rato? ¡Claro que si tus padres están tan cansados como nosotros…! Un niño cansa mucho. ¡Seguro que, con él, no hay manera de parar en todo el día! Estoy pensando -se cogió la barbilla con la mano para indicarnos que su reflexión era realmente profunda- que, si mi madre también se queda en casa de Arnau, podría hacerse cargo de Dani, ¿no crees, Clifford? Sería una solución fantástica.

– Mamá, Clifford no está bien, tiene mal aspecto -le dije-. Deberíais marcharos.

– Es cierto -comentó despreocupadamente, levantándose-. Vámonos, Clifford. Por cierto, Arnau, explícame qué tengo que hacer para que tu casa me obedezca. ¡Es que no hay manera con estas nuevas tecnologías! No consigo que nada funcione. ¿No podrías tener una casa normal, como todo el mundo? Mira que eres raro, hijo mío. ¡Quién me iba a mí a decir que acabarías dedicándote a todas estas tonterías infantiles de los ordenadores y los videojuegos…! No crecerás nunca, Arnie -me reprochó; no tenía ni idea de lo que yo hacía realmente en mi empresa, y tampoco le interesaba demasiado saberlo-. Venga, dime qué tengo que hacer porque si no, al final, me tocará irme a un hotel: cuando entro en alguna habitación, ese sistema tan inteligente no me enciende las luces; si quiero ducharme, el agua me sale fría; las puertas de los armarios no se abren y me cambia constantemente los canales de la televisión. Esta mañana, mientras me vestía, ha empezado a sonar un redoble de tambor que sólo se ha detenido cuando ha llegado Magdalena y…

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