Matilde Asensi - El Origen Perdido
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– ¿Cómo ha ido? -pregunté con una sonrisa malvada en la boca.
– Genial. Está en todos los periódicos de hoy. Los de la TraxSG van a sudar sangre para salir de ésta con buen pie. Y no tienen ni idea del origen del boicot.
Solté una carcajada.
– Me alegro. Déjales que busquen. Bueno, espero tu llamada.
– Que sí. Adiós.
Estaba solo de nuevo en mi estudio y en silencio… Bueno, solo del todo no, porque tenía siempre conmigo la presencia sigilosa del ordenador central. Al principio, pensé ponerle un nombre apropiado, algo así como Hal, el ordenador loco de 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, o Abulafia, la pobre computadora de El péndulo de Foucault, de Eco, o, incluso, Johnny, por Johnny Mnemonic, pero no terminé de decidirme y no lo bauticé de ninguna manera. Si hubiera sido un perro, le habría llamado simplemente Perro, pero se trataba de un potente sistema de inteligencia artificial. Finalmente quedó establecido que, sin mediar denominación alguna, cualquier orden pronunciada en voz alta que no estuviera claramente dirigida a Magdalena, sería para el sistema.
Eché una mirada melancólica a mi fantástica colección de películas en DVD y a mis consolas de videojuegos, abandonadas sobre la pequeña mesa de ratán, y alargué la mano hasta la pila de libros que había traído de casa de mi hermano. Por decisión propia, mi estudio era lo más parecido que podía encontrarse a la cabina de una nave espacial (otra concesión a mi espíritu lúdico). Además de la pantalla gigante que, como en el resto de las habitaciones de la vivienda, ocupaba por completo una de las paredes, tenía un equipo parecido al del «100», aunque sólo con tres monitores, un par de teclados, algunas grabadoras, dos impresoras, una cámara digital, un escáner, un DVD y mis consolas de juegos. Todo era del color del acero inoxidable o de un blanco impecable, con sillones, mesas y librerías fabricados en aluminio, titanio y cromo. Las luces eran halógenas, de un tono celeste tan frío que conferían al estudio el aire de una cueva excavada en el hielo. Las largas filas de libros de las estanterías y la pequeña mesa baja de ratán eran, pues, las únicas excepciones coloristas en el interior de aquel aparente iceberg, pero de ninguna manera iba a renunciar a tener allí parte de mis libros y, desde luego, tampoco a la mesa, que era un viejo recuerdo de mi antigua casa del que no estaba dispuesto a deshacerme.
Con un bufido de resignación, abrí el primero de los tochos de historia de Daniel y comencé a leer. Después de un buen rato abrí otro y, una hora después, otro más. La verdad es que, al principio, no entendí demasiado y eso que yo no era lo que podría decirse tonto precisamente. Los historiadores que habían escrito aquellas sesudas obras se empeñaban en no computar el tiempo de la manera habitual y hablaban de «Horizontes» en lugar de épocas -«Horizonte Temprano», «Horizonte Medio», «Horizonte Tardío» y sus períodos intermedios-, con el resultado de que, al menos para un inexperto como yo, era imposible ubicar lo que estaban contando en un momento conocido de la historia. Cuando, por fin, encontré un cuadro aclaratorio de fechas, resultó que el Imperio inca, uno de los más poderosos imperios del mundo, que llegó a tener treinta millones de habitantes y a ocupar un territorio que se extendía desde Colombia hasta Argentina y Chile, pasando por Ecuador, Perú y Bolivia, había durado menos de cien años y había caído en manos de un miserable ejército español de apenas doscientos hombres al mando de Francisco Pizarro, un tipo que, increíblemente, no sabía ni leer ni escribir y que había sido porquerizo en su Extremadura natal, de la que se marchó muy pronto en busca de fortuna.
Pizarro había salido de Panamá en 1531, comandando una expedición de varios barcos que fueron descendiendo desde Centroamérica hacia el sur por el Pacífico, descubriendo tierras a su paso y fundando ciudades en las islas y las costas de Colombia y Ecuador. Nadie que no fuera un habitante original de aquellos lugares -es decir, nadie que no fuera indio- había cruzado los Andes todavía, ni lo haría hasta muchos años después, como tampoco nadie había cruzado la selva amazónica ni visto nunca Perú, ni Bolivia, ni Tierra de Fuego. La conquista del Nuevo Mundo se hizo, básicamente, desde la estrecha cintura del continente (desde Panamá, llamado entonces Tierra Firme), extendiéndose hacia arriba y hacia abajo por el litoral, de modo que, todo lo que Pizarro contemplaba desde su barco mientras se dirigía en aquel siglo XVI hacia un misterioso Imperio inca rebosante de oro del que había oído hablar a los indígenas, era Terra Incógnita, territorio desconocido.
Al parecer, el término «Inca» designaba solamente al rey, es decir, que llamar incas a todos los pobladores del Imperio había sido un error por parte de los españoles. Aquel Estado recibía, entre sus habitantes, el nombre de Tihuantinsuyu, el Reino de las Cuatro Regiones, y había comenzado en el año 1438 de nuestra era bajo el gobierno del Inca Pachacuti, el noveno de los doce únicos Incas que existieron hasta la llegada de Pizarro en 1532, quien se encargó de matar vilmente al que iba a ser el último de ellos, el Inca Atahualpa. Antes del Inca Pachacuti la memoria era confusa e incompleta ya que, según afirmaban todos los historiadores, era totalmente imposible reconstruir lo que había ocurrido dada la carencia de documentos escritos en las culturas andinas. Por supuesto, la arqueología había desvelado, y seguía haciéndolo, gran parte de ese oscuro pasado, dejando muy claro el período de miles de años transcurridos desde que los primeros pobladores cruzaron un congelado y transitable estrecho de Bering y colonizaron el continente americano… ¿O no había sido así? Pues no, porque los últimos descubrimientos hablaban de grandes migraciones llegadas por mar desde la Polinesia. ¿O tampoco había sido así? No estaba claro, porque la profesora Anna C. Roosevelt, directora del Departamento de Antropología del Field Museum of Natural History de Chicago, acababa de descubrir en el Amazonas un yacimiento de piezas de fabricación humana que tenían unos mil años más de los debidos y que daban al traste, en principio, con las teorías anteriores. En fin, la cuestión era que las revelaciones arqueológicas también diferían bastante en lo sustancial, dejando el asunto tan incierto y borroso como al principio. Uno tras otro, los investigadores y eruditos terminaban reconociendo en algún lugar de sus libros que, realmente, no existían certezas de nada y que los datos barajados hasta ese momento podían cambiar con el próximo descubrimiento arqueológico.
Tampoco había acuerdo en las suposiciones generales extraídas de las mitologías y leyendas recogidas por los españoles, pero, en líneas generales, se podía afirmar que, por mayoría, la versión final era algo parecido a esto: alrededor del año 1100 de nuestra era, un insignificante y belicoso grupo de incas se desplazó desde el sudeste, desde las tierras altas de la cordillera central de los Andes, hasta el valle de Cuzco, al norte, donde, durante los 300 años siguientes pelearon sin cesar con las tribus que habitaban la zona hasta hacerse con el poder absoluto. A principios del siglo XV iniciaron lo que sería conocido como el Tihuantinsuyu, que terminó a principios del siglo XVI con Pizarro. O sea, poca cosa para tanto esfuerzo.
En cuanto a la religión, los incas adoraban como deidad suprema a Inti, el Sol, de quien se consideraban hijos, aunque desde el reinado del famoso Inca Pachacuti esta categoría se trasladó, más o menos, a Viracocha, llegando ambos a confundirse. Viracocha era un dios ciertamente extraño al que la gente llamaba «el anciano del cielo» pero que, sin embargo, había emergido de las aguas del lago Titicaca, procediendo a continuación a crear por dos veces a la humanidad porque no le había gustado el resultado del primer intento: esculpió en piedra una raza de gigantes y les dio vida, pero pronto comenzaron a pelear entre ellos y Viracocha los destruyó. Unos decían que lo hizo con columnas de fuego que cayeron desde el cielo y otros, que con un terrible diluvio que los ahogó, pero el caso es que el mundo se había quedado a oscuras después de semejante hecatombe. Destruidos los primogénitos, y mientras Viracocha iluminaba de nuevo el mundo sacando al sol y a la luna del lago Titicaca, la segunda raza humana construyó y habitó la cercana ciudad de Tiwanacu (o Tiahuanaco), las ruinas arqueológicas más antiguas de toda Sudamérica. Había decenas de versiones diferentes pero, al margen de si la creación de la segunda raza había tenido lugar antes o después del diluvio -un hito que también aparecía ampliamente reflejado en todas las leyendas andinas-, lo más destacado era el pequeño detalle de que Viracocha había sido un hombrecillo de mediana estatura, piel blanca y dueño de una hermosa barba. Lo de la piel blanca no tenía mucha explicación, desde luego, pero lo de la barba era lo que desconcertaba por completo a los investigadores porque, de manera incuestionable, todos los indígenas americanos han sido desde siempre completamente imberbes. Por eso, cuando Pizarro y sus hombres, de piel blanca a pesar de la mugre, y ciertamente barbudos, hicieron acto de presencia en Cajamarca, los incas se quedaron tan perplejos que los confundieron con dioses.
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