Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Mamá -la atajé con voz firme-. Llévate a Clifford.

– Tienes razón. Tienes razón. Vámonos, Clifford.

¿Cómo podía seguir teniendo ganas de hablar después de haber pasado el día entero conversando con unos y con otros?

– ¿Pero no me vas a decir qué hago con lo de tu casa? -insistió, antes de salir.

– Sí -repuse-. Intenta mantenerte callada. Estás volviendo loco al ordenador.

Se quedó en suspenso unos segundos y, por fin, estalló en una alegre carcajada.

– ¡Arnau, Arnau! ¡Mira que eres malo! -Y, diciendo esto, desapareció de nuestra vista mientras Clifford se despedía con un afectuoso cabeceo y cerraba la puerta.

– ¡Por fin! -exclamó Ona, que había permanecido junto a Daniel desde que llegamos-. Perdóname, Arnau, pero tu madre es agotadora.

– ¡A mí me lo vas a decir!

Mi cuñada se inclinó sobre mi hermano y le dio un suave beso en los labios. Me llamó la atención descubrir que no se había atrevido a hacerlo antes, delante de sus suegros. Daniel, sin embargo, giró la cabeza hacia la ventana con brusquedad, rehuyendo el contacto.

– ¿Sabes qué? -le dije acercándome a ella, que se había quedado petrificada por el desdén-. Vamos a levantarle y a afeitarle.

Pero Ona no reaccionaba, así que la tomé del brazo y la zarandeé suavemente.

– Vamos, Ona. Ayúdame.

Cuando, después de incontables esfuerzos y peleas, conseguimos sentar a Daniel en el borde de la cama, sonaron unos golpecitos en la puerta. Mi cuñada y yo miramos en aquella dirección, esperando ver entrar a la primera enfermera de la noche, pero, en lugar de eso, sonaron de nuevo los golpes.

– No estamos esperando a nadie, ¿verdad? -murmuró ella.

– No -confirmé-. Y espero que no sea ni Miquel ni Diego.

– Adelante -invitó ella, alzando la voz.

Me quedé de una pieza cuando vi aparecer por la puerta las figuras de Proxi y Jabba. Se les notó inmediatamente en la cara la dolorosa impresión que les producía ver a Daniel hecho un pelele y embutido en aquel horrible pijama de hospital.

– Pasad -les dije, haciéndoles un gesto con la mano para que avanzaran.

– No queremos molestaros -farfulló Jabba, que llevaba una gruesa cartera de documentos debajo del brazo.

– No nos molestáis -les aseguró, sonriente, mi cuñada-. Venga. No os quedéis ahí.

– Es que parece que os hemos pillado en un mal momento… -comentó Proxi sin dar un paso.

– Bueno, íbamos a… -Me detuve en seco porque, de repente, me di cuenta de que Lola y Marc no hubieran acudido por sorpresa al hospital a aquellas horas sin un buen motivo-. ¿Ocurre algo?

– Sólo queríamos enseñarte unas cosas -manifestó Jabba, apurado, propinando unos golpecitos al voluminoso cartapacio-, pero podemos dejarlo para mañana.

Sus miradas, no obstante, indicaban todo lo contrario y que, lo que fuera que habían venido expresamente a enseñarme, era muy urgente.

– ¿Se trata del boicot a la TraxSG?

– No, eso sigue yendo bien.

O sea, que se trataba del aymara que se hablaba en el sudeste del Imperio inca.

– ¿Te importa que volvamos a acostar a Daniel? -le pregunté a mi cuñada-. No tardaré mucho.

– Tranquilo -me animó ella, tumbando de nuevo a mi hermano con cuidado; era más fácil acostarle que levantarle-. Vete con ellos. No te preocupes.

Pero sí estaba preocupado y no por Daniel precisamente.

– Estaremos en la cafetería de la planta baja -le dije-. Llámame al móvil si me necesitas.

Apenas salimos al pasillo y después de cerrar despacio la puerta detrás de mí, miré patibulariamente a aquellos dos.

– ¿Qué demonios ocurre?

– ¿No querías saberlo todo sobre el aymara? -me espetó Proxi, con el ceño fruncido; una vez fuera de la habitación, habían dejado de andarse por las ramas.

– Sí.

– ¡Pues prepárate! -declaró Jabba, iniciando la marcha hacia la salida de la planta-. ¡No sabes dónde te has metido!

– ¿De qué está hablando? -le pregunté a Proxi.

– Mejor será que esperes a que nos sentemos. Es un consejo de amiga.

No pronunciamos ni una palabra más hasta llegar a la cafetería e hicimos todo el trayecto caminando a buen paso detrás de Jabba, que parecía avanzar impulsado por un motor a reacción.

A pesar de no haber demasiada gente, todas las mesas estaban ocupadas por solitarios familiares de enfermos que cenaban con la vista puesta en las bandejas que tenían delante. La comida, dispuesta en grandes fuentes de aluminio encajadas en la barra, tenía un aspecto desagradable bajo los focos de calor, como si la hubieran preparado con restos de rancho carcelario. Sin embargo, la gente que cenaba -sobre todo, mujeres de cierta edad educadas en la creencia de que la enfermedad y la muerte no eran cosas de hombres- la ingería en silencio, aceptando con resignación las inconveniencias de una hospitalización familiar.

Al fondo del amplio comedor, una camarera vestida con un ridículo uniforme a rayas azules y blancas pasaba un paño húmedo sobre el tablero de formica que acababa de abandonar una de tantas ancianas. Cargando con la bandeja en la que se tambaleaban las bebidas que acabábamos de comprar, nos dirigimos hacia allí y tomamos posesión de la mesa bajo la antipática mirada de la camarera.

– Bueno, a ver. ¿Qué es eso tan grave que habéis descubierto?

– No, grave no -me aclaró Proxi -. Más bien extraño.

Jabba abrió la cartera y sacó un fajo de folios que descargó en el centro de la mesa.

– Toma -dijo-. Échale una mirada a esto.

– ¡Venga, hombre! -repuse, devolviéndole las hojas-. No estamos en una reunión de trabajo. Cuéntamelo.

Parecía no saber por dónde empezar a abordar el asunto y echaba largas miradas a Proxi mientras se mesaba el pelo rojo.

– Al principio no encontramos nada raro -empezó ella, más decidida-. Cuando Jabba me explicó lo que querías pensé que te habías vuelto loco, en serio, pero, como siempre que tienes una idea de las tuyas pienso lo mismo, no te insulté demasiado… De todos modos, te pitarían bastante los oídos.

Jabba afirmó repetidamente con la cabeza.

– En fin -continuó ella-, nos fuimos al «100» y pusimos manos a la obra. El asunto parecía enrevesado pero, descomponiéndolo por partes, como si fuera un problema de estrategia en programación, se simplificaba mucho. Teníamos varias palabras clave: aymara, incas, lenguaje, idioma… Había abundante información en la red sobre el tema. El aymara es una lengua que todavía se habla en buena parte del sur de Perú y en Bolivia, y sus hablantes, los aymaras o aymaraes, son un pacífico pueblo andino, de poco más de un millón y medio de personas, que formó parte del Imperio inca. Por lo visto, aunque el aymara ha convivido con el quechua durante siglos, no son lenguas hermanas, es decir, no proceden de la misma familia lingüística.

– En realidad, el aymara no… -empezó a decir Marc, pero Proxi le atajó.

– ¡Espera un poco, que le vamos a marear!

– Bueno.

– Tú escúchame a mí, Root.

– Lo estoy haciendo, Proxi.

– El aymara… Bueno, ¿conoces el rollo ese del origen de las lenguas y todo eso?

– ¿Estás hablando de la Torre de Babel?

Los dos me miraron de forma extraña.

– Algo así. Los lingüistas opinan que las cinco mil lenguas que existen hoy sobre el planeta probablemente tuvieron un origen común, una especie de protolenguaje original del que derivaron todos los demás, incluso los que se perdieron para siempre. Ese protolenguaje sería el tronco de un árbol del que salen muchas ramas y, de cada rama, otras más, y así hasta las cinco mil lenguas de hoy, que se agrupan en grandes familias lingüísticas… ¿lo entiendes?

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