Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– No parece que haya ninguna… -murmuró Ona, tristemente.

La enfermera le sonrió con afecto.

– Ya la habrá. Todavía es pronto. Mañana estará muchísimo mejor. -Luego, volviéndose hacia mí mientras soltaba el manguito del brazo de mi hermano y recogía el termómetro y el resto de sus bártulos, comentó-: Insista en preguntarle si quiere dar un paseo. Hágalo cada vez que le pongan las gotas en los ojos. Tiene que moverse.

– Ya no tengo cuerpo -afirmó Daniel poniendo la mirada en el techo.

– ¡Sí lo tienes, cariño, y un cuerpazo muy hermoso, además! -exclamó ella, contenta, mientras salía por la puerta.

Ona y yo nos miramos intentando contener la risa. Al menos alguien conservaba el buen humor en aquel lugar infame. La cara de mi cuñada, sin embargo, cambió de pronto:

– ¡Las gotas! -profirió con acento de culpabilidad.

Yo asentí con la cabeza y las cogí de encima de la mesilla, ofreciéndoselas. Mi portátil se había apagado del todo y el móvil había concluido automáticamente la conexión a internet.

Sin dejar de hablarle y de decirle cosas cariñosas, Ona vertió aquellas falsas lágrimas en los ojos color violeta de mi hermano. Yo les observaba atentamente, reafirmándome por enésima vez en mi inquebrantable decisión de no formar parte jamás de una comunidad afectiva de dos. Me resultaba insoportable la idea de ligar mi vida a la de otra persona aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo y si, arrastrado por las circunstancias, alguna vez había estado tan loco como para hacerlo, siempre había terminado harto de aguantar necedades y desesperado por recuperar mi espacio, mi tiempo y mi supuesta soledad, en la que me encontraba muy a gusto y muy libre para hacer lo que me diera la gana. Como el título de aquella vieja película de Manuel Gómez Pereira, yo siempre me preguntaba por qué lo llamaban amor cuando querían decir sexo. Mi hermano se había enamorado de Ona y era feliz viviendo con ella y con su hijo; a mí, sencillamente, me gustaba mi vida tal y como era y no me planteaba la necesidad de ser feliz, algo que me parecía una pretensión ajena a la realidad y una ficción sin fundamento. Me conformaba con no ser desgraciado y con disfrutar de los placeres pasajeros que la vida me ofrecía. Que el mundo tuviera sentido a través de la felicidad me sonaba a excusa barata para no afrontar la vida a pelo.

Cuando Ona regresó a su sillón, yo retomé el asunto de los quipus. Algo me decía que había que deshacer algunos nudos.

– Me estabas hablando antes de los documentos Miccinelli y del sistema de escritura incaica… -le dije a mi cuñada.

– ¡Ah, sí! -recordó, subiendo las piernas al asiento y cruzándolas como los indios-. Bueno, pues la cuestión es que mientras Laura Laurencich-Minelli estudiaba la parte histórica y paleográfica de los documentos, Marta Torrent investigaba el quipu que venía cosido en el folio plegado y, de este modo, descubrió que había una relación directa entre los nudos y las palabras quechuas que aparecían escritas encima de las cuerdas. Dedujo, obviamente, que se encontraba ante una nueva Piedra de Rosetta, la que le permitiría encontrar la clave perdida para descifrar todos los quipus, pero se trataba de una tarea de años, de modo que, con el permiso de la propietaria del archivo de Nápoles, Clara Miccinelli, hizo copias de todo el material y se lo trajo consigo a Barcelona.

– Y, una vez aquí, nuestra querida Marta puso manos a la obra y empezó a desentrañar los misterios de aquel viejo sistema de escritura -comenté- pero, como era un trabajo titánico, buscó ayuda entre los mejor preparados y los más inteligentes de sus profesores y eligió a Daniel, a quien, inmediatamente, propuso colaborar en el proyecto.

El rostro de Ona mudó de expresión para recuperar el gesto furioso.

– Pero, Ona… -titubeé-, la catedrática no hizo más que ofrecerle a Daniel una oportunidad única. ¡Imagínate que se la hubiera brindado a otro! No entiendo por qué te molesta tanto que pensara en Daniel para algo tan importante.

– ¡Marta Torrent sólo le ofreció a Daniel el trabajo duro del proyecto! -se irritó mi cuñada-. Tu hermano lo tenía muy claro, sabía desde el principio que ella le explotaría y que, luego, cuando llegara la hora de los reconocimientos y los méritos académicos, él no recibiría ni las gracias. ¡Siempre es así, Arnau! Se mataba a trabajar fuera del horario de clases para que ella recibiera, cómodamente sentada en su cátedra, los progresos que él hacía.

Me quedé un tanto sorprendido por aquella enérgica respuesta. Las cosas debían de andar muy mal por la universidad para que Ona se expresara de aquella manera. Habitualmente mi cuñada era una joven agradable y tranquila. No es que no hubiera oído comentar los abusos que se producían en los departamentos, pero jamás hubiese sospechado que mi propio hermano era uno de aquellos pobres desgraciados a los que sus superiores les chupaban la sangre. Aun así, fue la forma y no el fondo de las palabras de Ona lo que me chocó.

Daniel, probablemente alterado por el tono de nuestra conversación, se agitó de pronto con violencia y comenzó a repetir sin descanso la palabra que aquella noche le obsesionaba:

Lawt'ata, lawt'ata, lawt'ata…

– Aún hay otra cosa que no entiendo, Ona -comenté, pensativo-. Si el quechua era la lengua oficial del Imperio inca y el quipu de Nápoles aportaba la clave también en quechua, ¿por qué abandonó Daniel el estudio de esta lengua para consagrarse por entero al aymara?

Mi cuñada enarcó las cejas y me miró con unos ojos muy grandes y desconcertados.

– Eso no lo sé -declaró, al fin, con voz apocada-. Daniel no me lo explicó. Sólo me dijo que debía centrarse en el aymara porque estaba seguro de que ahí encontraría la solución.

– ¿La solución a qué? -objeté-, ¿a los quipus en quechua?

– No lo sé, Arnau -repitió-. Acabo de caer en la cuenta.

Cuando escribía el código de alguna aplicación, por sencilla que fuera, jamás cometía el error de suponer que, entre las miles de líneas que iba dejando atrás, no quedaba agazapado algún error fatal que impediría el funcionamiento del programa en el primer intento. Tras el esfuerzo de concebir el proyecto y de desarrollarlo durante semanas o meses, todavía quedaba la tarea más dura y apasionante: la búsqueda desesperada de esos imperceptibles fallos de estructura que daban al traste con el inmenso edificio costosamente levantado. Sin embargo, jamás me enfrentaba al código con las manos vacías pues, mientras escribía rutinas y algoritmos, un sexto sentido me iba indicando dónde quedaban esas zonas oscuras que, probablemente, más tarde serían la fuente de todos los problemas. Y nunca dudaba de la verdad de estas intuiciones. Cuando, al finalizar, aplicaba el compilador para comprobar el funcionamiento, siempre terminaba confirmando la relación entre los fallos finales y aquellas zonas oscuras. Buscarlas y encontrarlas resultaba mucho más interesante que corregirlas, porque corregir era algo simple y mecánico mientras que descubrir el problema, correr tras él llevado por una corazonada o una sospecha, tenía su parte de gesta, de Ulises intentando llegar a Ítaca.

Como si mi hermano Daniel fuera una aplicación de millones de líneas, mi valioso sexto sentido me estaba advirtiendo de la presencia de zonas oscuras relacionadas con los fallos de su cerebro. El problema era que yo no había escrito ese supuesto programa que representaba a Daniel, de modo que, a pesar de sospechar la existencia de esos datos incorrectos, no tenía forma de averiguar cómo localizarlos y repararlos.

Pasé el resto de aquella segunda noche trabajando y atendiendo a mi hermano, pero, para cuando la luz empezó a entrar por la ventana y Ona se despertó, ya había fraguado la decisión de meterme de lleno en el asunto y dilucidar (si es que mi sexto sentido tenía razón y si es que era factible) la posible relación entre la agnosia y el Cotard de Daniel, por un lado, y su extraño trabajo de investigación, por otro. Si me estaba engañando a mí mismo y, como le había dicho a Ona por la tarde, todo era producto de los nervios y del miedo que sentíamos, lo único que podía perder era el tiempo invertido y si, además, durante los días siguientes Daniel respondía al tratamiento y se curaba, ¿iba a ser tan idiota de hacerme reproches por correr tras un presentimiento seguramente ridículo…? Bueno, quizá sí, pero daba lo mismo.

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