– Déjale, Arnau -repuso Ona, abatida, volviendo al libro y al sillón-. No dirá nada más. Ya sabes lo cabezota que es.
Pero yo seguía preguntándome por qué Daniel se había reído de aquella manera tan extraña y había pronunciado aquellas palabras tan raras. ¿Qué lengua era ésa?
– Quechua o aymara -me aclaró Ona cuando se lo pregunté-. Seguramente, aymara. El quechua era la lengua oficial de los incas, pero en la zona sudeste del imperio se hablaba aymara. Daniel tuvo que aprender las dos para poder trabajar con Marta.
– ¿En tan pocos meses? -me sorprendí, regresando a mi silla y girándola para sentarme mirando hacia Ona. El programa de administración de energía del portátil había apagado el monitor y parado el equipo para ahorrar batería. En unos pocos minutos, si no movía el ratón o pulsaba alguna tecla, desactivaría también el disco duro.
– Tu hermano tiene una facilidad inmensa para los idiomas, ¿no lo sabías?
– Aun así-objeté.
– Bueno… -murmuró frunciendo los labios y la frente-, lo cierto es que ha estado trabajando muy duro desde que empezó a colaborar con Marta. Ya te dije que estaba obsesionado. Llegaba de la universidad, comía y se encerraba en su despacho toda la tarde. De todas formas, el quechua lo abandonó pronto para dedicarse por entero al aymara. Lo sé porque me lo contó él.
– Ese texto… el que me enseñaste en tu casa, ¿también estaba escrito en aymara?
– Supongo que sí.
– Y ese trabajo de… ¿dijiste etnolingüística inca?
– Sí.
– ¿Qué demonios es eso?
– La etnolingüística es una rama de la antropología que estudia las relaciones entre la lengua y la cultura de un pueblo -me explicó pacientemente-. Ya sabes que los incas no conocían la escritura y que, por tanto, toda su tradición era oral.
Eso de que yo ya lo sabía era mucho suponer por su parte. A mí aquello me sonaba al descubrimiento de América por Colón, las tres carabelas y los Reyes Católicos. Si hubiera tenido que situar en un mapa a los incas, los mayas y los aztecas, me hubiera hecho un lío terrible.
– Marta, la catedrática de Daniel, es una eminencia en el tema -siguió explicándome mi cuñada con cara de fastidio; no cabía la menor duda de que aquella tal Marta le caía como una patada en el estómago y que abominaba de la colaboración de Daniel con ella-. Ha publicado multitud de estudios, colabora con revistas especializadas de todo el mundo y participa como invitada en todos los congresos sobre antropología de América Latina. Es un personaje muy importante, además de una vieja estirada y prepotente. -Cruzó las piernas con aire de suficiencia y me miró-. Aquí, en Cataluña, además de ocupar la Cátedra de Antropología Social y Cultural de la UAB, dirige el Centre d'Estudis Internacionals i Interculturals d'Amèrica Llatina y es la presidenta del Instituí Cátala de Cooperació Iberoamericana. Ahora ya puedes entender por qué Daniel tenía que trabajar a la fuerza con ella: rechazar su ofrecimiento hubiera significado el fin de su carrera como investigador.
Mi hermano se removía, inquieto, en la cama, volviendo la cabeza de un lado a otro y agitando las manos en el aire como si aleteara. De vez en cuando murmuraba de nuevo la inexplicable palabra que ya había pronunciado antes: lawt'ata. Debía de repetirla por alguna razón, pero, si tal razón existía, sólo la sabía él. Decía lawt'ata en voz baja y se agitaba intranquilo; volvía a decirla y se reía; luego, callaba un rato para, más tarde, comenzar de nuevo.
– Bueno, vale -asentí, pasándome las manos por las mejillas rasposas-. Pero, dejando al margen a esa tal Marta, explícame en qué consistía exactamente el trabajo.
Mi cuñada, que mantenía el libro abierto sobre uno de los reposabrazos del sillón, lo recuperó perezosamente, puso el punto de lectura entre las páginas y lo cerró, dejándolo caer de cualquier manera sobre sus piernas.
– No sé si debo… -manifestó, insegura.
– Ona, no pienso apropiarme de las ideas de Daniel y la catedrática.
Ella se rió y alargó las mangas de su jersey hasta que consiguió ocultar las manos dentro.
– ¡Lo sé, Arnau, lo sé! Pero es que Daniel me advirtió mucho que no dijera nada a nadie.
– Bueno, pues tú verás… Yo sólo pretendo entender lo que está pasando.
Se quedó ensimismada unos segundos y, por fin, pareció tomar una decisión.
– No comentarás nada, ¿verdad? -quiso saber antes de revelar el gran secreto.
– ¿Con quién quieres que hable sobre etnolingüística inca? -Me reí-. ¿Crees de verdad que un rollo semejante le puede interesar a alguno de mis amigos?
Ella se rió también, dándose cuenta de la tontería que había dicho.
– ¡Dios mío, no! ¡Serían unos amigos muy originales!
– Pues ya te has contestado tú misma y, ahora, explícame eso que Daniel te pidió que no dijeras a nadie.
– Es una historia un poco complicada -empezó, y cruzó los brazos sobre el pecho sin sacar las manos de las mangas-. Una amiga de Marta, la profesora Laura Laurencich-Minelli, titular de la Cátedra de Civilizaciones Precolombinas de la Universidad de Bolonia, en Italia, tuvo conocimiento, a principios de los noventa, de unos misteriosos documentos del siglo XVII encontrados por casualidad en un archivo privado de Nápoles, los llamados documentos Miccinelli. Según me contó Daniel, estos documentos contenían muchos datos sorprendentes y extraños sobre la conquista de Perú, pero lo más extraordinario de todo, por lo que la profesora Laurencich-Minelli se puso inmediatamente en contacto con su amiga Marta Torrent, era que aportaban las claves necesarias para interpretar un olvidado sistema de escritura incaica que demostraba que aquélla no fue una civilización atrasada que carecía de alfabeto.
Lo que Ona acababa de contarme debía de ser algo extraordinario, sin duda, porque me ojeaba esperando una reacción de entusiasmo que, obviamente, no tuve.
– ¿Has oído lo que te he dicho, Arnau? -inquirió, perpleja-. ¡Los documentos Miccinelli demostraban la falsedad de las crónicas españolas, afirmando con pruebas incuestionables la existencia de un lenguaje escrito entre los incas!
– ¡Oh, vaya, qué… bien! -atiné a decir, sin comprender del todo la película.
Afortunadamente, se percató de mi ignorancia e intentó echarme un cable para reparar en lo posible el mal lugar en el que me estaba dejando. Resultaba evidente que a ella el tema le apasionaba; no en vano, recordé, había empezado a estudiar la carrera y, según me había confesado el día anterior, tenía la intención de terminarla.
– Verás, Arnau, demostrar que los incas escribían es como descubrir que el hombre no desciende del mono… Algo impensable, increíble y asombroso, ¿comprendes?
– Bueno, la teoría de Darwin no deja de ser sólo una teoría -comenté-. Si, a estas alturas, hubieran podido demostrarla, sería la ley de Darwin.
Mi cuñada perdió la paciencia. Era muy joven y carecía de la correa necesaria para aguantar las tonterías ajenas. Pero lo cierto era que a mí el tema de Darwin siempre me había interesado: ¿no resultaba sorprendente pensar que jamás había sido encontrado ni uno solo de los miles de supuestos eslabones perdidos que hubieran hecho falta para demostrar la teoría de la evolución, y no sólo de los seres humanos sino de todo tipo de animales o plantas? Algo querría decir eso y a mí me parecía muy curioso.
– ¿Quieres que siga contándote en qué trabajaba Daniel o no? -explotó-. Porque, si no te interesa, me callo.
Hay ocasiones en las que es mejor apagar el ordenador que estrellarlo contra el suelo. Ona sólo era una cría con muchos problemas, el peor de los cuales estaba tumbado en la cama que ocupaba el centro de aquella habitación.
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