– Amalia sabe todo sobre nosotros… Sobre el Grupo de Ajedrez, quiero decir.
Si me hubieran golpeado con una viga en la cabeza, no me habría quedado más anonadada. Me volví rápidamente para mirarle pero, aunque abrí la boca, no pude articular palabra.
– ¡Ya, ya! -se disculpó torpemente-. ¡Ya sé lo que quieres decir! Todo cuanto estés pensando en este momento es lógico y no me defenderé si te enfadas. Pero, incluso aunque no quisieras volver a verme, te ruego que antes me escuches.
Comencé a sentir un molesto pitido en los oídos y un vértigo angustioso que me nubló la vista y me revolvió el estómago. No me hubiera sentido más aterrorizada si el verdadero conde Drácula, el auténtico míster Hide y el genuino monstruo del doctor Frankenstein hubieran aparecido ante mí, todos a la vez, dispuestos a despedazarme. Pero la cosa no tenía ninguna gracia. Era demasiado serio, demasiado grave. Si Roi hubiera sabido aquello…, si Donna, Láufer y Rook hubieran sospechado que sus vidas, trabajos y propiedades descansaban en las tiernas manos de una niña de trece años, arisca y solitaria…
– Yo no se lo dije -continuó Cávalo.
– ¿No? -conseguí vocalizar al fin, cargada de pavor-. ¡Ahora me dirás que logró saltar las protecciones de Láufer y que se enteró ella sólita!
– Bueno… Algo así.
– ¡Algo así! -chillé, histérica-. ¡Tienes el valor de…!
– ¡Cálmate, Ana! ¡Te aseguro que mi hija no dirá nada a nadie!
– ¡Tú qué sabes! ¡Tiene trece años, maldita sea! ¡Es una criatura!
– ¡Es mi hija! La conozco.
– ¡Mierda, José, lo has fastidiado todo! ¡Todo!
Y me eché a llorar por pura desesperación. Ahora soy capaz de reconocer que la emotividad a flor de piel que tenía aquel día me impidió pensar con cordura y buscar los pros de la situación, pero en aquel momento sólo podía ver a la niña como un ser terriblemente peligroso que amenazaba mi vida y la vida de los demás miembros del Grupo.
– Quiero irme a Madrid esta misma noche -dije mientras subíamos las escaleras de su casa, las mismas escaleras que la noche anterior habíamos subido cogidos de la mano y con el deseo flotando a nuestro alrededor como un halo eléctrico.
– No seas boba -repuso sacando el llavín de su bolsillo y abriendo la puerta.
La dichosa niña no estaba a la vista. La casa estaba a oscuras y silenciosa.
– Lo que me has dicho es muy grave, José. Demasiado grave.
– Lo sé, pero no tenía más remedio que decírtelo. -Me miró firmemente a los ojos-. También lo sabe tu tía Juana, ¿no es cierto? Y estoy por jurar que la vieja Ezequiela está al tanto del asunto desde hace muchos años. ¿Y ellas dos no te preocupan…?
– Sonrió con sarcasmo y continuó-: De verdad, Ana, de verdad que Amalia es digna de toda confianza, aunque ahora no puedas verlo porque estés asustada. Quiero que entiendas que no dirá nada a nadie. Conoce la importancia del asunto. Hace un momento comenzó a explicarme mientras iba encendiendo luces y abriendo puertas- le di permiso para que conectara mi ordenador de la joyería con los tres que tiene en su habitación. Sólo era cuestión de hacer un pequeño agujero en el suelo y tirar un poco de cable, me dijo, y así podría aprovechar mi conexión a Internet. No caí en la cuenta de que mi hija es un cerebrito de la informática y que para ella descubrir el subdirectorio donde guardo los ficheros del Grupo era cosa de coser y cantar. Creí que lo tenía bien escondido pero me equivoqué… Puse una clave de acceso -dijo encogiéndose de hombros-, pero se me olvidó que Amalia conoce todos los números de mis tarjetas de crédito.
– ¿Pusiste el número de una de tus tarjetas de crédito como clave de seguridad? – pregunté incrédula. Era la cosa más simple y estúpida que había oído en mi vida.
– ¡Bueno -protestó-, al fin y al cabo no los tengo apuntados en ninguna parte! ¡Los sé de memoria!
– ¡Y tu hija también!
– Eso es verdad… Aunque entonces no caí en la cuenta. Ella sólo quería poder conectarse a Internet desde su habitación. Pero es una niña y, como todas las niñas, se puso a rebuscar en los ficheros de su padre. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo?
En realidad, uno de mis grandes motivos de orgullo era el de haber conocido todos los escondrijos secretos que mi padre tenía en casa, aunque él, ingenuamente, creía conservar ciertas cosas a cubierto y alejadas de mi vista. Incluso la caja fuerte que mandó colocar en lo que ahora era mi despacho se abrió bajo mis manos infantiles como si fuera de juguete. La combinación, tan simple y estúpida como la clave de José, era la fecha de nacimiento de mi madre. -Está bien -murmuré dejándome caer en uno de los sofás-. Dame tiempo para asimilarlo. Pero con sinceridad te diré que no creo que pueda vivir tranquila a partir de ahora.
– Puedes vivir todo lo tranquila que tú quieras. depende de ti. El mes pasado, Amalia también sabía todo sobre el Grupo de Ajedrez y tú dormías apaciblemente en tu cama. ¿Qué ha cambiado?
– ¡Que ahora sé que estoy en peligro!
– ¡Pero es que no estás en peligro, maldita sea! -tronó, dando un rabioso puñetazo sobre el respaldo del sofá en el que yo me encontraba.
– ¡No se te ocurra gritarme -chillé- ni, mucho menos, dar golpes a los muebles!
Me miró sorprendido y se quedó paralizado un segundo… Pero sólo un segundo, porque antes de que me diera cuenta, había saltado sobre mí como un salvaje, soltando una estruendosa carcajada.
– ¡Ana, Ana, Ana…! -repetía mientras nos besábamos.
– Papá… -La sangre se me heló en las venas. La condenada mocosa estaba allí.
José, de un brinco tan rápido que no me dio tiempo a verlo, se puso de pie y miró a su hija con zozobra y culpabilidad. Pero él aún tuvo suerte: yo estaba tumbada en el sofá en una posición muy poco digna y con el pelo y la ropa revueltos.
– Papá, tengo hambre. ¿Habéis cenado ya? Amalia nos miraba desde la puerta del salón con cara de fastidio.
– ¿Dónde estabas? Creíamos que habías salido.
– En mi habitación. Hablando con Joan. Tenía la puerta cerrada.
– ¿Con Joan? -pregunté aterrorizada. ¡Sólo faltaba que alguien más hubiera estado escuchando la conversación (y lo que no era conversación) entre José y yo!
– Por el IRC -me aclaró su padre, que me había leído el pensamiento-. Joan vive en Washington. Amalia practica el inglés con ella.
– Bueno, ¿habéis cenado? ¡Tengo hambre! No sabía si debía esperaros o no.
– ¿Os apetece pizza? -propuse terminando de arreglar discretamente mi aspecto-. ¡Me comería una pizza enorme con mucho peperoni!
Por los ojos de Amalia cruzó un rayo de esperanza.
– Papá no me deja comer pizza. Pero hoy, a lo mejor…
José frunció el ceño pero se dio cuenta de que estaba en una posición delicada.
– Bueno. Cenaremos pizza.
Amalia soltó una exclamación de alegría y, mirándome, sonrió. Quizá no fuera una niña tan terrible después de todo.
Media hora después, los tres nos sentábamos en torno a una enorme pizza familiar de peperoni, rezumante de grasa, que regaríamos con unos cuantos botes de coca-cola. No era exactamente lo que yo llamaría una cena romántica con el hombre con el que acabas de empezar una aventura, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que se podía pedir. Al día siguiente volvería a casa y ¿quién sabe cómo terminaría todo aquello? Me dije que, al menos, en Weimar estaríamos solos.
José estuvo hablándonos de un reloj que estaban a punto de traerle para reparar y cuyo proyecto le entusiasmaba. Se trataba de un reloj de autor desconocido, probablemente de finales del siglo xvi, realizado en Amberes.
Читать дальше