Matilde Asensi - El Salón De Ámbar

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El Salón De Ámbar: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1941, durante la segunda guerra mundial, el ejército nazi saqueó los antiguos palacios zaristas y los museos de la joven unión soviética llevándose consigo a Alemania obras de arte de un valor incalculable. Matilde Asensi nos propone con El salón de Ámbar una nueva vuelta de tuerca a las historias de aventuras, donde los piratas navegan por la red informática a la busca y captura de tesoros imposibles.

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Mi dormitorio, en el extremo final del pasillo, era muy agradable y tuve que contener una exclamación de alegría al comprobar que también allí había un cuarto de baño dentro de la habitación. La ventana daba igualmente a la rúa, como el salón, así que era un poco ruidosa, pero la cama era espléndida y grande, y el colchón, rígido como una tabla, a mi gusto.

Aquella noche José me llevó a cenar a un pueblecito cercano llamado Foz do Douro, a un restaurante desde el que pudimos ver, mirando a poniente, un hermoso anochecer sobre el Atlántico. La comida, un tanto grasicnta para mi gusto, era muy marinera y me recordó a la de los restaurantes de la costa mediterránea. Lo curioso era que tanto José como yo estábamos desesperadamente cohibidos, como si los temas de conversación se nos agotaran nada más empezarlos o como si, en realidad, no supiéramos qué decir o estuviéramos pensando en cosas diferentes de las que intentábamos hablar. Yo le contemplaba con atención mientras él se esforzaba en explicarme algo razonable y, del mismo modo, también yo me sentía minuciosamente observada cuando me tocaba el turno de hablar. Ambos sonreíamos mucho y se notaba a la legua que estábamos haciendo el tonto de una forma escandalosa. Pero, por suerte, sólo lo habíamos notado él y yo. Llegó un momento en que, o encontrábamos un asunto que requiriera toda nuestra atención e interés, o estábamos perdidos, y ese asunto no podía ser otro que el trabajo. De hecho, para eso había viajado yo hasta allí.

– ¡Menuda historia la del Salón de Ámbar! -dejó escapar José levantando su copa de vino verde.

– Yo todavía no tengo muy claro cómo hemos llegado hasta este punto, no creas – exclamé con un suspiro.

– ¡Pues tuya ha sido la culpa! -objetó divertido-. ¿Quién encontró el reentelado? ¿Quién descubrió lo del código Atbash'í ¿Quién ató cabos y trenzó biografías hasta dar con una explicación coherente?

– ¡Pero fue Láufer quien sacudió Internet como una coctelera!

– Sí. Y Donna, Rook, Roí y yo también hicimos otras cosas, pero tú eres la auténtica culpable. De todos modos, no te preocupes: vas a pagarlo muy caro teniendo que bajar a esas malditas galerías de Weimar.

– Pero tú vendrás conmigo… -y dejé que mi voz insinuara el placer que eso me producía.

José tenía los ojos oscuros, de una oscuridad estriada de miel, y pensé, sintiéndolos sobre mí, que eran los ojos más bonitos que había visto en mi vida y que, por despertarme alguna mañana junto a esos ojos, sería capaz de cualquier locura. Me sentía tan atraída por ese hombre que sólo me faltaba un paso para reconocer que estaba enamorada. ¿Estaba enamorada…? ¡Por supuesto! ¿A quién trataba de engañar? Casi se me paró el corazón cuando descubrí mis propios sentimientos mientras sonreía como una tonta y clavaba los dedos sobre el cristal de mi copa. ¡Claro!, pensé, ¡claro que estaba enamorada! Siempre había estado enamorada, pero la distancia, la prohibición de Roi, mi forma de vida… todo se había confabulado para impedirme reconocer la verdad. Sin embargo, habían bastado unas cuantas horas junto a él en su propio mundo para descorchar la estúpida botella de mis sentimientos. Estúpida, sí, estúpida, porque, ahora ¿qué iba a hacer? Ya no tenía escapatoria.

– Es demasiado peligroso -murmuré.

– No. No si lo hacemos bien.

La voz de José era tan poco firme como la mía. Yo ya no sabía de qué estábamos hablando, si del trabajo en Weimar o de nosotros. El miedo al ridículo me hizo recuperar un poco el control, pero tenía el pulso desbocado y notaba que me faltaba el aire.

– Esta noche tendremos que trabajar mucho… ¡Dios! ¿Cómo se me había escapado una tontería semejante? Mi subconsciente se había comportado como un vulgar Judas Iscariote, traicionándome y dejándome al descubierto. Noté que se me arrebolaban las mejillas y rogué que me tragara la tierra, pero José sonrió y, alargando el brazo, hizo chocar el cristal de su copa con el mío.

– Brindo por eso -dijo, y nuestras miradas se trabaron significativamente.

No recuerdo mucho más de aquel rato en el restaurante. Supongo que el vino se me subió a la cabeza, tenía mucho calor y no paré de decir tonterías y de reír. En el coche, de regreso, mientras José conducía con la mirada fija en la carretera, me acurruqué cómodamente en el asiento disfrutando de la oscuridad y de los suaves y melancólicos fados cantados por Dulce Pontes. El rostro de José se iluminaba a ráfagas con los faros de los coches que se cruzaban con nosotros. ¡Cuánto le quería! Incluso aunque él no sintiera lo mismo por rní, en aquel momento era mío y aquel momento sería mío para siempre. Y entonces José, sin volverse, me cogió la mano con fuerza y yo le respondí. Y cogidos de la mano llegamos a su casa y subimos la escalera -sin hablar, sin atrevernos a romper la magia-, y, en cuanto hubo cerrado la puerta detrás de mí, en la oscuridad del recibidor, me abrazó apasionadamente y empezamos a besarnos como locos…

Afortunadamente, el cabezal de hierro forjado de la cama de doscientos años no llegó a herirme en la cabeza.

Aquel sábado hicimos muchas cosas menos trabajar. Por la mañana José me llevó a dar una vuelta por la ciudad y, paseando (si se puede llamar pasear a la hazaña de subir y bajar aquellas empinadas cuestas sin un pequeño respiro), cruzamos el impresionante puente de hierro de Don Luis I, que salva el río Douro (nuestro Duero), y visitamos la estación de Sao Bento, la torre dos Clérigos y algunas bodegas famosas de vino de Oporto.

A mediodía comimos en un lugar llamado A Brasileira, como el célebre café de Lisboa, decorado en el más puro estilo art nouveau, con espejos, arañas, mármol y camareros vestidos al estilo tradicional, mandil blanco y pajarita negra incluida y, por la tarde, José me acompañó a la centenaria librería Lello, una especie de tienda, biblioteca y museo, construida en torno a una increíble escalera de caracol, donde cargué con una buena remesa de libros que, probablemente, por estar escritos en portugués, no podría leer nunca. Pero nada me importaba aquel día porque era feliz. Tenía la sensación de flotar, de vagar como un espíritu encantado de la mano del hombre más guapo y maravilloso del mundo. Una sonrisita bobalicona permaneció pegada a mis labios durante todo el día, hasta que…

– Tenemos que volver a casa -anunció José-. Amalia está sola.

– ¿Es que tu hija no tiene amigos? -le pregunté con un tonillo de rencor que no pude evitar.

– Es una niña muy especial -repuso meditabundo-. Solitaria, inteligente, introvertida… Se lleva fatal con su madre y eso la"ha hecho muy susceptible. • Creo que fue en aquel mismo instante cuando me di cuenta de que, como la consola española del xvm con largas patas acabadas en garras de león que había vendido al cliente inglés, José no venía solo en el lote: la pequeña Amalia también estaba incluida. La hija venía con el padre y, me gustara más o menos, no podía eliminarla de la faz de la tierra. O la aceptaba o perdía a José.

– Está bien -dije-. Volvamos.

Durante todo aquel maravilloso día no habíamos hablado ni de trabajo ni de nosotros y ambos asuntos estaban pendientes. Pero, de nuevo, cuando el momento comenzaba a ser el adecuado, la niña volvía a ser un obstáculo.

– Debo confesarte una cosa, Ana, antes de llegar a casa.

José estaba abriéndome la puerta del coche. Me quedé clavada. Sonrió y me acarició la mejilla.

– Sé que te vas a enfadar, pero creo que a ti debo contártelo.

Cuando Ezequiela me decía algo parecido, en mi cabeza se disparaba siempre una luz roja de alarma. Las palabras de José, sin embargo, me estaban aplastando el corazón bajo una pesada losa de plomo. ¿Qué quería decirme…? Entré en el vehículo sin decir ni media palabra y esperé a que se sentara a mi lado, acosada por los más negros pensamientos, pero él se limitó a poner el motor en marcha y a salir del aparcamiento. Hasta que no nos hallamos detenidos en mitad de un monumental atasco en la avenida Dos Aliados, no despegó los labios.

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