Matilde Asensi - El Salón De Ámbar
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– Odio a esa niña… -balbució su padre, besándome, y luego, levantando la voz, exclamó:- ¡Podrías traernos el desayuno a la cama!
– ¡Ni se te ocurra! -mascullé angustiada.
– ¡Soy demasiado joven para ver ciertas cosas! -rezongó Amalia desde lejos.
– ¡Menos mal!
Tardamos un rato en salir de la habitación -por la ducha y esas cosas-, pero al fin entramos en la co ciña con un aspecto limpio y presentable. Olía estupendamente a café recién hecho. Amalia estaba sentada junto a la mesa comiendo una tostada con mantequilla y leyendo un libro. Vestía de nuevo con vaqueros y deportivas, pero lucía un largo y viejo jersey desbocado de un horrible color verde aceituna. Con su pelo tan negro le hubiera quedado mucho mejor otro color más alegre. Su padre se inclinó para darle un beso y ella puso la mejilla.
– ¿Vais a trabajar en el taller o aquí arriba?
– quiso saber sin despegar los ojos del libro.
– En el taller. Así se lo enseño a Ana y no te molestamos. Tú también tienes cosas que hacer, ¿no es cierto?
Amalia arrugó el ceño y asintió con la cabeza.
– Mañana tengo dos exámenes. Inglés y matemáticas.
Me llevé una taza de café al taller de José, que estaba situado en la trastienda de la elegante ourivesaria y al que accedimos por una angosta escalera de caracol desde la propia vivienda. La ourivesaria era amplia, distinguida, con grandes expositores llenos de joyas de todas clases, que brillaban, incluso, con la pobre luz que entraba a través de los intersticios de la persiana metálica. Pisé con cuidado la impoluta moqueta. Tenía la sensación de encontrarme en el salón del trono de algún palacio real.
– Tendrás un buen sistema de seguridad…
– comenté admirada.
– ¡Y un buen seguro contra robos! -exclamó, y ambos nos echamos a reír.
Pero si la joyería me había deslumhrado, el taller me fascinó. Hubiera podido jurar que acababa de ver a Isaac Newton saliendo por la puerta trasera de la mano de Leonardo da Vinci: mezcla de moderno laboratorio y viejo estudio medieval, aquella amplia sala llena de mesas sobre las que descansaban los más extraños artilugios, me encantó. Fui de un banco a otro, de un autómata a otro, de un microscopio a otro como una bola de billar contra las bandas. No me cansaba de examinar los bruñidores, las lamparillas de alcohol, las incontables cajas de engranajes, de manecillas, de muelles, las delicadas y finas cuerdas de seda… Había relojes antiguos por todas partes y juguetes mecánicos. Las estanterías de las vitrinas se pandeaban bajo el peso de las piezas que tenía acumuladas José, algunas de las cuales debían valer una fortuna. Si hubiera podido sacarle una fotografía a aquel taller, la habría hecho ampliar y la habría enmarcado para colgarla en la pared de mi estudio.
Al fondo, sobre una amplia mesa de despacho de caoba, podía verse el ordenador, la impresora, el escáner y las múltiples conexiones por cable que iban desde el cajetín del teléfono, situado a ras de suelo, hasta un agujero en el techo que debía dar a la. habitación de Amalia.
Como la mesa estaba apoyada directamente contra el muro de la pared, para no tener una vista tan pobre, José había colgado sobre él una antigua litografía en la que podía verse el dibujo de un viejo mecanismo de reloj. Se apreciaban con claridad los principales elementos del movimiento: la pesa, el escape y el péndulo, y había anotaciones explicativas garabateadas en los lados. Creo que debió percibir la envidia reflejada en mi rostro.
– ¿Te gusta…?-me preguntó-. Es una ilustración de un manual de relojería de Ferdinand Berthoud, de la primera mitad del siglo xvni.
– Es preciosa.
– Gracias. Te regalaré una copia. Ven, siéntate aquí, en mi sillón. Yo me sentaré en la silla.
Estuvimos trabajando intensamente hasta la hora de la comida. En realidad, yo era la que proponía y él apuntaba diligentemente mis palabras en una libreta de notas. Empezamos, como es lógico, organizando el viaje. Yo dije que sería conveniente hacer todo el trayecto en alguno de nuestros coches, sobre todo para no dejar rastros, ya que, de ese modo, era posible ir y volver sin que nadie se enterara. Además, podíamos cargar todo el material en la parte trasera del vehículo y abatir los asientos para descansar alternativamente.
José levantó el bolígrafo en el aire.
– ¿No pararemos para dormir en algún cómodo hotel con una cama enorme para los dos y una ducha?
– Lo siento -dije con una sonrisa-, pero tengo por norma no dormir jamás en ningún establecimiento público cuando estoy haciendo un trabajo. Es mucho más limpio llegar, hacer lo que hay que hacer y marcharse inmediatamente. De ese modo, nadie llega a saber que has estado allí.
– ¡Ah!
– Una vez en Alemania, deberíamos cambiar nuestro vehículo por otro con matrícula de aquel país (que debería proporcionarnos Láufer), de forma que pudiéramos dejarlo aparcado varios días en una calle cualquiera sin que despertara sospechas.
– ¿Por qué no en un aparcamiento público?
– Por los encargados. A todos los encargados de los aparcamientos les llama la atención el ticket de un coche estacionado más de veinticuatro horas.
– Vale.
– El material deberemos llevarlo guardado en mochilas impermeables de bastante capacidad, y mejor si son de espalda acolchada y con suspensión ajustable, porque tendremos que cargar con ellas muchos días. Necesitarás un traje de supervivencia en el mar como el que uso yo habitualmente. Son cómodos, mantienen el calor del cuerpo y evitan la humedad. Imagino que en esas dichosas cloacas, hará un frío de mil demonios y no podemos ir cargados con montañas de ropa.
– ¿Dónde compro un traje de ésos?
– Pues, a ser posible, lejos de Oporto. Baja a Lisboa y busca en las tiendas de náutica.
– Toda la costa de Portugal está llena de esa clase de tiendas.
– Pues entonces lo tienes fácil. Seguro que lo encuentras enseguida. Cómpralo de color negro. ¡Ah, y también un gorro de baño del mismo color!
– ¿Con adornos, como flores y cosas así?
– ¡No, tonto! -repuse golpeándole con un lápiz-. De reglamento. Liso y de goma.
Le expliqué pormenorizadamente todas las piezas de mi equipo para que pudiera adquirirlas por su cuenta. También necesitaríamos botas, unas buenas botas con interior de alveolite, para aislar los pies de la humedad y el frío. Lo único que no iba a poder comprar serían los intensificadores de luz, pues su distribución y venta estaba controlada por el ejército, aunque podría conseguir otros de inferior calidad y menor potencia en alguna tienda de artículos de pesca. En cualquier caso, para aquel trabajo no le iban a hacer falta. Sería mucho más cómodo utilizar un par de linternas frontales con potentes bombillas halógenas. Deberíamos llevar, pues, una buena remesa de pilas alcalinas.
Volvió a levantar el bolígrafo en el aire, pidiendo la palabra.
– ¿Y no nos cambiaremos de ropa alguna vez? Por higiene, ya sabes.
– Lo siento, pero no. No podemos llevar tanta carga. Cuando salgamos de allí y volvamos a casa, podrás ducharte, afeitarte y ponerte ropa limpia.
– ¡Acabaremos oliendo a rata muerta! Aunque, quién sabe -recapacitó-, a lo mejor resulta afrodisíaco.
Luego hablamos de la comida. Era, quizá, el asunto más importante, pues no saldríamos al exterior hasta no haber recorrido todo aquel sucio dédalo de galerías. Tendría que ser comida ligera y nutritiva, de poco peso, como purés liofilizados, preparados secos de verduras y carne y leche en polvo. Para preparar tan espléndidos manjares, sobraría con una cocinilla de camping, a ser posible plegable y que se adaptara a la carga de gas más pequeña. También tomaríamos complejos vitamínicos y proteínicos, y, si, como yo pensaba, aquellos túneles tenían suficiente humedad para llenar varios estanques de ranas, la cantidad de agua que tendríamos que acarrear sería relativamente pequeña, sólo la imprescindible para preparar las comi das, pues nuestros cuerpos tendrían más que suficiente, y, en todo caso, repondríamos líquidos con bebidas isotónicas, cargadas de sales minerales.
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