Matilde Asensi - El Salón De Ámbar

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En 1941, durante la segunda guerra mundial, el ejército nazi saqueó los antiguos palacios zaristas y los museos de la joven unión soviética llevándose consigo a Alemania obras de arte de un valor incalculable. Matilde Asensi nos propone con El salón de Ámbar una nueva vuelta de tuerca a las historias de aventuras, donde los piratas navegan por la red informática a la busca y captura de tesoros imposibles.

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– ¿Y SI FUERAS ACOMPAÑADA…? ¡NO LO DIGO POR MÍ, CLARO! YA SABES LO MAL QUE LO PASÉ CUANDO LO DEL CASTILLO DE KUNST. MI MEJOR PAPEL LO REPRESENTO DELANTE DE LOS ORDENADORES… PERO OTRO U OTRA PODRÍAN ACOMPAÑARTE.

– Yo soy demasiado mayor -se apresuró a señalar Donna, en previsión de esa otra indicada en cursiva por Láufer.

– Yo no puedo abandonar la city en estos momentos de crisis.

– Tres eliminados -comenté con sorna-. Quedáis dos… ¿Roi? ¿Cávalo?

– Tengo setenta y cinco años, Peón. ¡Bien sabe Dios que estaría dispuesto a acompañarte! Pero sólo te causaría más problemas.

– ¿Cávalo…? -Cuenta conmigo.

¿Por qué comenzó a bailarme una sonrisilla floja en los labios?

– ¡CÁVALO ES PERFECTO PARA ACOMPAÑAR A PEÓN!

– ¡Calla, cobarde! -le dije de broma.

– ¡NO, DE VERDAD! ES PERFECTO, ¡SI HABLA ALEMÁN MEJOR QUE YO!

– Bueno, yo también sé defenderme… -añadí, aunque lo cierto es que sólo sabía decir cuatro palabras-. Además, no vamos a mantener una conversación con nadie.

– De todas formas, existe un pequeño inconveniente -matizó José-: mi hija está en casa estos días. Se ha peleado con su madre y se quedará conmigo hasta Navidad.

– Entonces no podrás escoltarme.

– Buscaré la forma de arreglarlo. No te preocupes.

– De acuerdo entonces. Peón y Cávalo llevarán a cabo el trabajo.

Se notaba que Roi no estaba muy conforme con esta solución. Eso de dejarnos solos tanto tiempo, viajando juntos por ahí, teniendo como tenía yo antecedentes de lujuriosos deseos, no terminaba de convencerle. Pero no le quedaba más remedio que callar, porque Cávalo había sido el único que se había mostrado dispuesto a acompañarme. Y yo, con José, me sentía capaz de bajar adonde hiciera falta. ¿Acaso había algo más romántico que un largo paseo en penumbra… por unas viejas, sucias y malolientes alcantarillas alemanas?

– Bien, realizaremos esta operación como cualquier otra operación del Grupo. Damas y caballeros, damos por iniciada en el día de hoy la Operación Pedro el Grande. -Roi se disponía a cerrar la reunión con la letanía de siempre-. Creo que vale la pena conservar este nombre. Ya saben que, desde este momento, quedan interrumpidas todas las comunicaciones y encuentros personales entre ustedes… excepto entre Peón y Cávalo, por supuesto. Cualquier aviso, intercambio o noticia deberá realizarse a través de mí, y siempre con el código del Grupo, k cifra privada individual de cada uno y la clave secreta que yo les daré y que, como ya saben, tienen prohibido comunicar a los demás. Recuerden que atrapar al Grupo de Ajedrez es el sueño dorado de cualquier miembro de Interpol. Y no lo olviden: la máxima seguridad es la máxima ventaja. Si alguno cae, caemos todos.

Cávalo y yo caminábamos por unos largos túneles cuando, de repente, sonó insistentemente el timbre del teléfono. «Debe de ser para ti», le dije sin volverme a mirarle. Debió contestar, porque a la tercera o cuarta llamada, el ruido cesó. Seguimos avanzando hacia una puerta parecida a la del castillo de Kunst y el condenado timbre volvió a sonar. «¿Por qué te llaman tanto por teléfono?», pregunté empujando la puerta y saliendo a un prado bañado por una radiante luz de sol. «Contesta de una vez, por favor, José», supliqué nerviosa. Otros tres o cuatro timbrazos después, Cávalo contestó. Me encaminé hacia un gran árbol cuyo tronco estaba seco y agrietado. Una resquebrajadura en la corteza permitía colarse en el interior, y pude divisar unas escaleras. Pero entonces volvió a sonar el desesperante timbre del teléfono. «¡José, por favor!», exclamé enfadada, girándome hacia él. Y entonces vi que no era a José a quien tenía detrás, sino a Ezequiela. «¿Ezequiela…? ¿Qué estás haciendo en Weimar?»

Abrí los ojos sobresaltada y agucé el oído: es taba en mi propia habitación y el teléfono que sonaba era el del salón.

– ¡Oh, no, maldita sea! -murmuré, haciéndome de nuevo un ovillo y metiendo la cabeza bajo la almohada.

Pero incluso así, la voz de Ezequiela, alegre como unos cascabeles, llegaba hasta mi adormilado cerebro arrancándome a tirones de la cálida conmoción del sueño.

«¡Sí, sí, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado -exclamaba seductoramente-. A las cinco, sí. No faltes, ¿eh?»

Suspiré. Era el cumpleaños de Ezequiela… Bueno, pues ya había sonado el toque de diana, me dije, y me incorporé dificultosamente intentando alejar de mí las telarañas del sueño. Aquel día iba a ser muy largo. El teléfono no dejaría de sonar, la puerta se abriría y cerraría mil veces y todas las amigas de Ezequiela vendrían a merendar cargadas de regalos, convirtiendo mi casa en una cafetería abarrotada de enloquecida tercera edad.

Salté de la cama y me dirigí a la cómoda, en uno de cuyos cajones había escondido la tarde anterior el regalo para mi vieja criada. Como nunca sabía muy bien qué comprarle, cada año me echaba a temblar cuando se avecinaba el 14 de octubre y siempre terminaba adquiriendo, a última hora, la cosa más absurda que se pueda imaginar. Pero Ezequiela, un año tras otro, aparentaba que mis regalos eran aquello que, precisamente, ella más deseaba y me hacía muchísimas fiestas y aspavientos de alegría. Esperaba que el juego de baño que le había comprado, a tono con los azulejos de su aseo, le gustara. -¡Feliz cumpleaños! -grité mientras salía de la habitación con el paquete entre los brazos.

– ¡Gracias, gracias! Estoy muy contenta de que te hayas acordado.

Fruncí el ceño al escuchar la gastada frase pero el enfado se me pasó enseguida al verla venir hacia mí con los brazos extendidos y cara de beatífica felicidad. No se anduvo con remilgos: me dio dos besos rápidos y me quitó el paquete de las manos.

– ¿Qué es? -preguntó emocionada mientras arrancaba el papel de regalo.

– ¿Para qué me lo preguntas si estás a punto de descubrirlo? -le dije sonriendo-. ¡No te cortes, anda! Ábrelo a gusto. Voy a ponerme un café.

Desde la cocina, la oí soltar exclamaciones admirativas y no pude reprimir la misma duda que me embargaba todos los años, tal día como aquél. Unas manifestaciones tan exageradas de entusiasmo no casaban bien con un dispensador de gel, una jabonera y un vaso para el cepillo de dientes. Pero, en fin… No cabía ninguna duda de que Ezequiela era muy agradecida.

Entró en la cocina y se aupó sobre las puntas de los pies al tiempo que me empujaba hacia abajo por el hombro para plantarme otro beso más en la mejilla.

– ¡Es precioso! ¡Precioso! ¡A juego con los azulejos de mi aseo! Gracias, Ana, no sabes…

Afortunadamente, el timbre del teléfono volvió a sonar y salió despedida en dirección al salón.

Allí la dejé cuando cerré la puerta de casa y bajé los cuatro escalones del zaguán. Llevaba bajo el brazo una carpeta con los últimos documentos enviados por Láufer: una amplia colección de fotografías del remozado Gauforum de Weimar y de la gigantesca Beethovenplatz, la vasta explanada en uno de cuyos flancos se hallaba situado, con marcas que indicaban todas las bocas de alcantarilla por las que se podía descender al subsuelo. Había fotografías también de las calles adyacentes y un plano ilegible del centro de la ciudad con una gran cruz señalando la ubicación del Gauforum.

A mediodía comí en un mesón cercano a la tienda; Ezequiela estaba demasiado ocupada arreglando la casa para su fiesta y preparando la merienda para sus amigas. Por suerte, en la trastienda, junto a la mesa de despacho, tenía un pequeño sofá en el que, después de estudiar detenidamente el material enviado por Láufer, me adormilé hasta la hora de volver a levantar la persiana metálica. Esa tarde tenía concertada una cita con el agente de un comprador inglés interesado en una consola española del xvm con largas patas acabadas en garras de león. Era un mueble que, curiosamente, había adquirido por un precio muy bajo durante una subasta celebrada en Madrid. Compré el lote completo en el que venía, vendí el resto antes de abandonar la sala e incluí la hermosa consola en mi catálogo del siguiente semestre, dedicándole un espacio destacado y una maquetación gráfica cargada de filigranas. Antes de un par de semanas tenía más de veinte ofertas de compradores extranjeros.

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