Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¿Trabajamos? -pregunté, intentando animarle-. Ascenso a la segunda cornisa del Purgatorio. Canto XIII.

– Podrías leerlo en voz alta para los dos -propuso, arrellanándose en el sillón y poniendo los pies sobre la caja del ordenador que descansaba en el suelo-. Como yo ya lo he leído, podemos ir comentándolo.

– ¿Y tengo que leerlo yo?

– Puedo hacerlo yo si quieres, pero es que ya estoy cómodamente sentado y tengo unas vistas magnificas desde aquí.

Preferí ignorar su comentario, por encontrarlo fuera de lugar, y empecé a recitar los versos dantescos.

Noi eravamo al sommo de la scala,

dove secondamente si risega

lo monte che salendo altrui dismala [27] .

Nuestros alter ego, Virgilio y Dante, llegan a una nueva cornisa, un poco más pequeña que la anterior, y avanzan por ella a buen paso, buscando algún alma que pueda decirles cómo seguir subiendo. De repente, Dante empieza a escuchar unas voces que dicen: «Vinum non habent» [28], «Soy Orestes» y «Amad a quien el mal os hizo».

– ¿Qué significa esto? -pregunté a Farag, mirándole por encima de la montura.

– En realidad, son referencias a ejemplos clásicos de amor al prójimo, que es de lo que adolecen los protagonistas de este círculo. Pero sigue leyendo y lo entenderás.

Curiosamente, Dante le pregunta a Virgilio lo mismo que yo acababa de preguntarle a Farag, y el de Mantua le responde:

En este círculo se castiga

la culpa de la envidia, mas mueve

el amor las cuerdas del flagelo.

El sonido contrario quiere ser el freno;

y me parece que podrás oírlo

antes de que llegues al paso del perdón.

Pero mira atentamente y verás gente

sentada delante de nosotros,

apoyada a lo largo de la roca .

Dante escudriña la pared y descubre unas sombras vestidas con mantos del color de la piedra. Se acerca un poco más y queda aterrorizado con lo que ve:

De vil cilicio cubiertas parecían,

y se sostenían unas a otras por la espalda

y el muro a todas ellas aguantaba.

[…] Y como el sol no llega hasta los ciegos

asía las sombras de las que hablo

no quería llegar la luz del cielo,

pues un alambre a todas les cosía

y horadaba los párpados, como

al gavilán que nunca se está quieto [29] .

Volví a mirar a Farag, que me estaba observando con una sonrisa, y gesticulé, denegando, con la cabeza.

– No creo que pueda soportar esta prueba.

– ¿Tuviste que cargar con piedras en la primera cornisa?

– No -admití.

– Pues nadie dice que ahora vayan a ponerte una alambrada en las pestañas.

– Pero ¿y si lo hacen?

– ¿Te han hecho daño al marcarte con la primera cruz?

– No -volví a admitir, aunque debí mencionar el pequeño detalle del golpe en la cabeza.

– Pues sigue leyendo, anda, y no te preocupes tanto. Abi-Ruj Iyasus no tenía agujeros en los párpados, ¿verdad?

– No.

– ¿Te has parado a pensar que los staurofílakes nos han tenido en su poder durante seis horas y sólo nos han hecho una pequeña escarificación? ¿Has caído en la cuenta de que saben perfectamente quiénes somos y que, sin embargo, nos están permitiendo superar las pruebas? Por alguna razón desconocida, no sienten ningún miedo de nosotros. Es como si nos dijeran: «¡Adelante, venid hasta nuestro Paraíso Terrenal si podéis!» Se sienten muy seguros de sí mismos, hasta el punto de haber dejado en la chaqueta del capitán la pista para la siguiente prueba. Podían no haberlo hecho -sugirió-, y ahora estaríamos devanándonos los sesos inútilmente.

– ¿Nos están retando? -me sorprendí.

– No creo. Más bien parece que nos están invitando -se pasó la mano por la barba, más clara que su piel, e hizo una mueca de desesperación-. ¿Es que no piensas terminar de leer la segunda cornisa?

– ¡Estoy harta de Dante, de los staurofílakes y del capitán Glauser-Róist! ¡En realidad, estoy harta de casi todo lo que tenga que ver con esta historia! -protesté, indignada.

– ¿También estás harta de…? -empezó a preguntar, siguiendo el hilo de mis quejas, pero se detuvo en seco, soltó una carcajada, que a mí me pareció forzada, y me miró con severidad-. ¡Ottavia, por favor, sigue leyendo!

Obediente, bajé los ojos de nuevo hacia el libro y contínue.

Lo que venía a continuación era un largo y tedioso fragmento en el que Dante se pone a hablar con todas las almas que quieren contarle sus vidas y los motivos por los cuales están en ese saliente de la montaña: Sapia dei Salvani, Guido del Duca, Rinier da Cálboli… Todos habían sido unos envidiosos terribles, que se alegraban más de los males ajenos que de sus propias dichas. Por fin, termina ese aburrido Canto XIV y empieza el XV, con Dante y Virgilio de nuevo solos. Una luz brillantísima, que golpea los ojos de Dante obligándole a tapárselos con una mano, se dirige hacia ellos. Es el ángel guardián del segundo círculo, que viene para borrar una nueva P de la frente del poeta y para llevarles hasta el principio de la escalera que conduce a la tercera cornisa. Mientras esto hace, el ángel, curiosamente, se pone a cantar canciones: Beati misericordes y Goza tú que vences.

– Y ya está -dije, viendo que se terminaba el Canto.

– Bueno, pues ahora tenemos que averiguar qué es Agios Konstantinos Akanzón.

– Para eso necesitamos al capitán. Él es quien sabe manejar el ordenador.

Farag me miró sorprendido.

– Pero ¿acaso no es esto el Archivo Secreto Vaticano? -preguntó echando una ojeada a su alrededor.

– ¡Tienes toda la razón! -dije, poniéndome en pie-. ¿Para qué están los de ahí afuera?

Abrí la puerta con gesto decidido y salí resuelta a pillar al primer adjunto que se me cruzara en el camino, pero, al hacerlo, choqué frontalmente con la Roca, que se disponía a entrar en el laboratorio como un bulldozer.

– ¡Capitán!

– ¿Iba a algún sitio importante, doctora?

– Bueno, en realidad, no. Iba a…

– Bueno, pues entre. Tengo algunas cosas importantes que comunicarles.

Desanduve el camino y regresé a mi asiento. Farag había vuelto a fruncir el ceño con disgusto.

– Profesor, antes de nada quisiera pedirle disculpas por mi comportamiento de esta mañana -dijo humildemente la Roca, mientras se sentaba entre Farag y yo-. Me encontraba bastante mal y soy un pésimo enfermo.

– Ya lo he notado.

– Verá -continuó disculpándose el capitán-, cuando no estoy bien, me pongo insoportable. No tengo costumbre de guardar cama ni con cuarenta de fiebre. Presumo que he sido un detestable anfitrión y lo lamento.

– Vale, Kaspar, asunto zanjado -concluyó Farag, haciendo un gesto con la mano que quería decir que cerraba esa puerta para siempre.

– Bien, pues ahora -suspiró la Roca, desabrochándose la chaqueta y poniéndose cómodo-, voy a informarles de la situacion sin más preámbulos. Acabo de contar al Papa y al Secretario de Estado todo lo que nos ha pasado en Siracusa y aquí, en Roma. Su Santidad ha quedado visiblemente impresionado por mis palabras. Hoy, por si no lo recuerdan, es su cumpleaños. Su Santidad cumple 80 años y, a pesar de sus múltiples compromisos, ha hecho un hueco en su agenda para recibirme. Se lo digo para que vean hasta qué punto este asunto que tenemos entre manos es importante para la Iglesia. A pesar de que estaba muy cansado y de que no se expresaba con claridad, por boca de Su Eminencia, me ha hecho saber que está satisfecho y que va a pedir por nosotros en sus oraciones todos los días.

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