Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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¿Cómo podía estar tan animado mientras que yo me caía de sueño y agotamiento? Algún día, me dije mientras masticaba el primer bocado y me admiraba de lo bueno que estaba, algún día haría un poco de saludable ejercicio. Se había terminado eso de pasarme las horas muertas trabajando en el laboratorio sin mover las piernas. Pasearía, haría alguna tabla de gimnasia por las mañanas y me llevaría a Ferma, Margherita y Valeria a correr por el Borgo.

Casi habíamos acabado de cenar, cuando se oyó el timbre de la puerta.

– Quédate aquí y termina -dijo Farag, levantándose-. Yo abriré.

En cuanto salió por la puerta, supe que iba a quedarme dormida allí mismo, sobre aquella mesa de cocina, así que me tragué el último bocado y salí detrás de él. Saludé al doctor Arcuti, que entraba en ese momento en la casa y, mientras examinaba al capitán, me dirigí al salón, para dejarme caer un momento en alguno de los sofás. Creo que estaba dormida, que caminaba dormida y que hablaba dormida. Necesitaba deshacerme de mi cuerpo en alguna parte. Al pasar junto a una puerta entornada, no pude evitar la tentación de curiosear. Encendí la luz y me encontré en un enorme despacho, decorado con muebles de oficina modernos que, no sé muy bien cómo, combinaban perfectamente con las antiguas estanterías de caoba y los retratos de los antepasados militares del capitán Glauser-Róist. Sobre la mesa había un sofisticado ordenador que le daba vuelta y media al que teníamos en el laboratorio, y a la derecha, junto a un ventanal, un equipo de música con más botones y pantallas digitales que el cuadro de mandos de un avión. Cientos de compact-discs se distribuían en unos extraños clasificadores de formas largas y retorcidas, y, por lo que pude comprobar, había desde música de jazz hasta ópera, pasando por folclores variados (había un CD de música pigmea, o sea, de los pigmeos auténticos) y mucho canto gregoriano. Acababa de descubrir que la Roca era un gran aficionado a la música.

Los retratos de sus antepasados ya eran otro cantar. La cara de Glauser-Róist, con ligeras modificaciones a lo largo de los siglos, se repetía una y otra vez en sus tatarabuelos o sus tíos bisabuelos. Todos se llamaban o Kaspar o Linus o Kaspar Linus Glauser-Róist y todos tenían el mismo gesto adusto que ponía tan a menudo el capitán. Caras serias, severas, caras de soldados, oficiales o comandantes de la Guardia Suiza Vaticana desde el siglo XVI. No dejó de llamarme la atención el hecho de que sólo su abuelo y su padre -Kaspar Glauser-Róist y Linus Kaspar Glauser-Róist- aparecieran con el uniforme de gala diseñado por Miguel Ángel. Los demás llevaban coraza -peto y espaldar de metal, como era costumbre en los ejércitos del pasado. ¿Sería posible que el famoso traje de colores fuera un diseño moderno?

Una fotografía de un tamaño más grande de lo normal descansaba entre el ordenador y una espléndida cruz de hierro sostenida por un pedestal de piedra. Como no podía verla, di la vuelta a la mesa y contemplé a la misma chica morena que había descubierto en el salón. Ya no me cabía ninguna duda de que debía tratarse de su novia -no se tienen tantas fotos de una amiga o de una hermana-. De manera que la Roca tenía una casa preciosa, una novia guapa, una familia linajuda, era amante de la música y amante de los libros, que abundaban no sólo en aquel despacho sino por todas las habitaciones. Hubiera esperado encontrar en alguna parte la típica colección de armas antiguas que todo militar que se precie tiene expuesta en su hogar, pero la Roca parecía no estar interesado por estos temas, ya que, aparte de los retratos de sus antepasados, aquella vivienda hubiera dicho de su dueño cualquier cosa menos que era oficial del ejército.

– ¿Qué haces aquí, Ottavia?

Di un brico mayúsculo y me giré hacia la puerta.

– ¡Dios mío, Farag, me has asustado!

– ¿Y si en lugar de ser yo, hubiera sido el capitán? ¿Qué hubiera pensado de ti, eh?

– No he tocado nada. Sólo estaba mirando.

– Si alguna vez voy a tu casa, recuérdame que mire tu habitación.

– No harás eso.

– Sal de aquí ahora mismo, anda -me dijo, invitándome a acompañarle fuera del despacho-. El doctor Arcuti tiene que examinarte el brazo. El capitán está bien. Parece que se encuentra bajo los efectos de algún somnífero muy potente. Tanto él como yo tenemos una preciosa crucecita en la parte interior del antebrazo derecho. ¡Ya verás, ya…! Las nuestras son de forma latina y están enmarcadas por un rectángulo vertical con una coronita de siete puntas en la parte de arriba. A lo mejor a ti te han hecho otro modelo.

– No creo… -murmuré. A decir verdad, ya no me acordaba del brazo. Había dejado de molestarme hacía mucho rato.

Entramos en la habitación de la Roca y le vi durmiendo profundamente sobre la cama, tan sucio como cuando salimos de la Cloaca Máxima. El doctor Arcuti me pidió que me levantara la manga del jersey. Tenía la parte interna del antebrazo un poco inflamada y enrojecida, pero no se veía la cruz porque, sobre ella, me habían colocado un apósito de bordes adhesivos. Para ser una secta milenaria, resultaban muy modernos a la hora de practicar sus escarificaciones tribales. Arcuti despegó la gasa cuidadosamente.

– Está bien -dijo mirando mi nueva marca corporal-. No hay infección y parece limpia, a pesar de esta coloración verdosa. Algún antiséptico vegetal, quizá. No podría decirlo. Es un trabajo muy profesional. ¿Sería mucho preguntar…?

– No, no pregunte, doctor Arcuti -repuse, mirándole-. Es una nueva moda llamada body art. El cantante David Bowie es uno de sus mayores valedores.

– ¿Y usted, hermana Salina…?

– Sí, doctor, yo también sigo la moda.

Arcuti sonrió.

– Supongo que no pueden contarme nada. Ya me ha dicho Su Eminencia, el cardenal Sodano, que no me extrañara de nada de lo que viera esta noche y que no preguntase. Creo que están realizando una importante misión para la Iglesia.

– Algo así… -musitó Farag.

– Bueno, pues, en ese caso -dijo colocándome un nuevo apósito sobre la cruz-, ya he terminado. Dejen dormir al capitán hasta que se despierte y ustedes también deberían descansar. No tienen muy buena cara… Hermana Salina, creo que sería buena idea que se viniera conmigo. Tengo el coche abajo y puedo dejarla en su comunidad.

El doctor Arcuti, como miembro numerario del Opus Dei -la organización religiosa con más poder dentro del Vaticano desde que fue elegido Juan Pablo II-, no veía con buenos ojos que yo pasara la noche en una casa en la que había dos hombres. Además, esos hombres, para mayor peligro, no eran sacerdotes sino seglares. Se decía que el Papa no hacía nada sin el beneplácito de la Obra (como la llamaban sus seguidores) e, incluso, los miembros más independientes y fuertes de la poderosa Curia Romana procuraban no oponerse abiertamente a las directrices político-religiosas marcadas por esta institución, cuyos miembros -como el doctor Arcuti o el portavoz del Vaticano, el español Joaquín Navarro Valls-, eran omnipresentes en todos los estamentos vaticanos.

Miré a Farag, desconcertada, sin saber qué responder al doctor. En aquella vivienda había habitaciones de sobra y no se me había ocurrido pensar que tendría que marcharme a dormir, con lo tarde que era y lo cansada que estaba, al piso de la Piazza delle Vaschette. Pero el doctor Arcuti insistió:

– Querrá usted quitarse toda esa suciedad y cambiarse de ropa, ¿no es cierto? ¡Ea, no lo piense más! ¿Cómo va usted a ducharse aquí? ¡No, hermana, no!

Me di cuenta de que hubiera sido absurdo oponer resistencia. Además, de negarme, al día siguiente, o esa misma noche, mi Orden habría recibido una severa reprimenda y no estaban las cosas para andarse con bromas. De manera que me despedí de Farag y, más muerta que viva de pura extenuación, abandoné la casa con el médico que, efectivamente, me dejó en la Piazza delle Vaschette con la agradable sonrisa en los labios de quien ha cumplido con su deber. Ferma, Margherita y Valeria, por supuesto, se llevaron un susto de muerte cuando me vieron entrar en esas condiciones. Sé que, efectivamente, me duché, pero no tengo ni idea de cómo llegué hasta la cama.

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