Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– Déjame ver, Farag.

Hizo el intento de girarse para enseñarme la parte de la cabeza donde había recibido el golpe, pero entonces gimió bruscamente y se llevó la mano al antebrazo derecho.

– ¡Dioses! -aulló. Me quedé unos instantes en suspenso ante aquella exclamación pagana. Iba a tener que hablar muy en serio con Farag. Y pronto.

Le pasé la mano por el pelo de la nuca y, a pesar de sus gemidos y de que se apartaba de mí, noté un considerable chichón.

– Nos han golpeado con saña -susurré, sentándome a su lado.

– Y nos han marcado con la primera cruz, ¿no es cierto?

– Me temo que sí.

Él sonrió mientras me cogía la mano y la apretaba.

– ¡Eres valiente como una Augusta Basileia!

– ¿Las emperatrices bizantinas eran valientes?

– ¡Oh, si! ¡Mucho!

– No había oído yo nada de eso… -murmuré, soltándole la mano y tratando de levantarme para ir a ver cómo estaba el capitán.

Glauser-Róist había recibido un golpe mucho más fuerte que nosotros. Los staurofílakes debían haber pensando que para derribar a aquel inmenso suizo había que atizarle con ganas. Una mancha de sangre seca se distinguía perfectamente en su cabeza rubia.

– Ojalá cambiaran de método en las próximas ocasiones… -murmuró Farag, incorporándose-. Si van a golpearnos seis veces más, acabarán con nosotros.

– Creo que con el capitán ya han terminado.

– ¿Está muerto? -se alarmó el profesor, precipitándose hacia él.

– No. Afortunadamente. Pero creo que no está bien. No consigo despertarle.

– ¡Kaspar! ¡Eh, Kaspar, abra los ojos! ¡Kaspar!

Mientras Farag intentaba devolverle a la vida, miré a nuestro alrededor. Estábamos todavía en la Cloaca Máxima, en el mismo lugar donde habíamos perdido el conocimiento al ser golpeados, aunque ahora, quizá, un poco más cerca de la salida. La luz del exterior, sin embargo, había desaparecido. Una antorcha que no debía llevar mucho tiempo encendida, iluminaba el rincón en el que nos habían dejado. Inconscientemente, levanté mi muñeca para ver qué hora era, y sentí de nuevo aquel terrible escozor en el antebrazo. El reloj me dijo que eran las once de la noche, de manera que habíamos estado desvanecidos más de seis horas. No era probable que fuera sólo por el golpe en el cráneo; tenían que haber utilizado otros métodos para mantenernos dormidos. Sin embargo, no sentía ninguno de los síntomas posteriores a la anestesia o los sedantes. Me encontraba bien, dentro de lo posible.

– ¡Kaspar! -seguía gritando Farag, aunque ahora, además, golpeaba al capitán en la cara.

– No creo que eso lo despierte.

– ¡Ya lo veremos! -dijo Farag, golpeando a la Roca una y otra vez.

El capitán gimió y entreabrió los párpados.

– ¿Santidad…? -balbuceó.

– ¿Qué Santidad? ¡Soy yo, Farag! ¡Abra los ojos de una vez, Kaspar!

– ¿Farag?

– ¡Si, Farag Boswell! De Alejandría, Egipto. Y esta es la doctora Salina, Ottavia Salina, de Palermo, Sicilia.

– Oh, sí… -murmuró-. Ya me acuerdo. ¿Qué ha pasado?

De manera automática, el capitán repitió los mismos gestos que habíamos hecho nosotros al despertar. Primero frunció el ceño, al ser consciente de su dolor de cabeza, e intentó llevarse la mano a la nuca, pero al hacerlo, la herida del antebrazo rozó la tela de su camisa y le escoció.

– ¿Qué demonios…?

– Nos han marcado, Kaspar. Todavía no hemos visto nuestras nuevas cicatrices, pero no cabe duda de lo que nos han hecho.

Renqueando como ancianos achacosos y sosteniendo al capitán, nos encaminamos hacia la salida. En cuanto el aire fresco nos dio en la cara, pudimos comprobar que nos hallábamos en el cauce del Tíber, a unos dos metros sobre el nivel del agua. Si nos dejábamos caer por el terraplén, podíamos llegar, nadando, hasta unas escaleras que había a nuestra derecha, a unos diez metros de distancia. Recuerdo todo esto como un sueño lejano y difuso, sin matices. Sé que lo viví, pero el agotamiento que sentía me mantenía en una especie de letargo.

A nuestra izquierda, mucho más lejos, vimos el Ponte Sisto, de manera que nos hallábamos a medio camino entre el Vaticano y Santa María in Cosmedín. Las hierbas y las basuras acumuladas en la pendiente, nos sirvieron de freno para el descenso. Sobre nuestras cabezas, las luces de las farolas de la calle y la parte superior de los elegantes edificios de la zona eran una tentación irreprimible que nos impulsaba a seguir por encima del cansancio. Caímos al agua y alcanzamos las escaleras dejándonos llevar por la suave corriente de agua gélida. Como no había llovido en los últimos meses, el río llevaba poco caudal, aunque el suficiente para que Farag y yo resucitáramos casi por completo. El que peor estaba era Glauser-Róist, que ni con el chapuzón se espabiló un poco; parecía como borracho y no coordinaba bien ni los movimientos ni las palabras.

Cuando, por fin, llegamos arriba -mojados, ateridos y agotados-, el tráfico del Lungotévere y la normalidad de la ciudad a esas horas tardías nos hizo sonreír de felicidad. Un par de corredores nocturnos, de esos que se ponen calzón corto y camiseta para hacer footing después del trabajo, pasaron por delante de nosotros sin ocultar su perplejidad. Debíamos ofrecer un aspecto extraño y lamentable.

Sujetando al capitán por ambos brazos, nos aproximamos al borde de la acera para detener, por la fuerza si era preciso, al primer taxi que pasara.

– No, no… -murmuró Glauser-Róist con dificultad-. Crucen la calle por el siguiente paso de peatones, yo vivo ahí enfrente.

Le miré sorprendida.

– ¿Usted tiene una casa en el Lungotévere dei Tebaldi?

– Sí… En el número… el número cincuenta.

Farag me hizo un gesto para que no le obligara a hablar más y nos dirigimos hacia el paso de peatones. Cruzamos la calle -bajo la mirada sorprendida y escandalizada de los conductores detenidos por el semáforo- y llegamos a un hermoso portal de piedra labrada y hierro. Al buscar la llave en el bolsillo de la chaqueta de Glauser-Róist, un papel mojado se cayó al suelo.

– ¿Qué pasa? -preguntó la Roca, al ver que me retrasaba en abrir la puerta.

– Se le ha caído un papel, capitán.

– Déjeme verlo -pidió.

– Luego, Kaspar. Ahora tenemos que llegar arriba.

Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta con un fuerte empujón. El portal era elegante y espacioso, iluminado con grandes lámparas de cristal de roca y espejos en los muros que multiplicaban la luz. Al fondo, el ascensor era también antiguo, de madera pulida y hierro forjado. El capitán debía de ser muy rico si disponía de una casa en aquel edificio.

– ¿Qué piso es, Kaspar? -le preguntó Farag.

– El último. El ático. Necesito vomitar.

– ¡No, aquí no, por Dios! -exclamé-. ¡Espere a que lleguemos! ¡No falta nada!

Subimos en el ascensor temiendo que, en cualquier momento, la Roca Agrietada echara el alma por la boca y lo pusiera todo perdido. Pero se portó bien y resistió hasta que entramos en su casa. Entonces, sin esperar más, se deshizo de nosotros con un gesto brusco y, tambaleándose, desapareció en la oscuridad del pasillo. Poco después le oímos vomitar a conciencia.

– Voy a ayudarle -dijo Farag, al tiempo que encendía las luces de la casa-. Busca el teléfono y llama a un médico. Creo que le hace falta.

Recorrí la amplia vivienda con el extraño sentimiento de estar invadiendo la intimidad del capitán Glauser-Róist. No era probable que un hombre tan reservado como él, tan silencioso y prudente respecto a su vida privada, dejara entrar a mucha gente en esa casa. Hasta ese momento había supuesto que el capitán vivía en los barracones de la Guardia Suiza, entre la columnata de la derecha de la plaza de San Pedro y la Porta Santa Anna, pero no se me había ocurrido que pudiera tener un piso particular en Roma, aunque era algo perfectamente posible, sobre todo, por su grado de oficial, ya que los alabarderos -los soldados-, estaban obligados a residir en el Vaticano, pero los superiores no. En cualquier caso, lo que jamás hubiera imaginado ni por casualidad era que alguien a quien se le suponía un sueldo miserable -el salario de los guardias suizos era famoso por su mezquindad- poseyera un elegante piso en el Lungotévere dei Tebaldi y, encima, amueblado y decorado con evidente buen gusto.

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