En la iglesia hacia frío, aunque menos que en el cauce, de modo que llevamos todas las antorchas posibles a uno de los oratorios y las dispusimos en el suelo a modo de hoguera. Aquello calentó el pequeno rincón lo suficiente como para permitirnos sobrevivir a la noche, pero estar rodeada de observadoras calaveras no era, precisamente, lo que yo hubiera necesitado para conciliar el sueño.
Farag y el capitán se enzarzaron en una larga discusión sobre la hipotética naturaleza de la prueba que debíamos superar y que, desde luego, no era otra que abrir las compuertas de piedra del dique. El problema estaba en cómo abrirlas, y ahí era donde no se ponían de acuerdo. No recuerdo mucho de aquella conversación porque yo tenía la sensación de estar a medio camino entre el sueño y la vigilia, flotando en un espacio etéreo iluminado por el fuego y rodeada de calaveras susurrantes. Porque las calaveras hablaban… ¿o eso era parte del sueño? No sé, es obvio que sí, pero el caso era que a mí me parecía que hablaban o que silbaban. Lo último que recuerdo antes de entrar en un coma profundo es haber notado que alguien me ayudaba a tumbarme y me ponía algo blando bajo la cara. Luego nada más hasta que entreabrí los ojos un momento (no debía disfrutar de un descanso muy apacible) y divisé a Farag tumbado a mi lado, dormido, y al capitán leyendo a Dante a la luz de la hoguera, totalmente absorto. No habría pasado mucho tiempo cuando una exclamación me despertó. Inmediatamente se produjo otra, y otra más, hasta que me incorporé, sobresaltada, y vi a la Roca en pie, tan alto como un dios griego, levantando los brazos en el aire.
– ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! -gritaba entusiasmado.
– ¿Qué pasa? -preguntó la voz somnolienta de Farag-. ¿Qué hora es?
– ¡Levántese, profesor! ¡Levántese, doctora! ¡Les necesito! ¡He encontrado algo!
Miré mi reloj. Eran las cuatro de la madrugada.
– ¡Señor! -sollocé-. ¿Es que nunca podremos volver a dormir seis o siete horas seguidas?
– Escuche atentamente, doctora -clamó la Roca, abalanzándose sobre mí como una fuerza de la naturaleza-: «Veía a aquel que noble fue creado…», «Veía en otro lado a Briareo…», «Veía a Marte, a Atenea y a Apolo…», «Veía a Nemrod al pie de su gran obra…». ¿Qué le parece, eh?
– ¿No son esos los primeros versos de los tercetos donde se describen los relieves? -pregunté a Farag que miraba al capitán con un gesto de incomprensión en la cara.
– ¡Pero hay más! -continuó Glauser-Róist-. Escuchen: «¡Oh, Niobe, con qué desolados ojos…!», «¡Oh, Saúl, cómo con tu propia espada…!», «¡Oh, loca Aracne, así pude verte…!», «¡Oh, Roboán, no parece que asustaras…!».
– ¿Qué le pasa al capitán, Farag? ¡No entiendo nada!
– Yo tampoco, pero escuchémosle a ver dónde quiere llegar.
– Y, por último, por-úl-ti-mo… -recalcó, agitando el libro en el aire y volviendo, luego, a mirarlo-. «Mostraba aún el duro pavimento…», «Mostraba cómo se lanzaron…», «Mostraba el crudo ejemplo…», «Mostraba cómo huyeron derrotados…». Y, ¡atención ahora!, es muy, muy importante. Versos 61 a 63 del Canto:
Veía a Troya en ruinas y en cenizas;
¡Oh, Ilión, cuán abatida y despreciable
mostrábate el relieve que veía!
– ¡Es una serie de estrofas acrósticas! -exclamó Boswell, arrebatándole el libro al capitán-. Cuatro versos que empiezan con «Veía», cuatro con «¡Oh!» y cuatro con «Mostraba».
– ¡Y un último terceto, el de Troya que les he leído completo, con la clave!
Me dolía mucho la cabeza, pero fui capaz de comprender lo que estaba pasando, e, incluso, descubrí antes que ellos la relación de esas estrofas acrósticas con la misteriosa palabra que Farag había encontrado en la losa oscilante y que nos llevó a los tres a ponernos encima de ella: «VOM».
– ¿Qué querrá decir «Vom»? -preguntó el capitán-. ¿Tendrá algún significado?
– Lo tiene, Kaspar, lo tiene. Y, por cierto, que esto me trae a la memoria a nuestro buen padre Bonuomo. ¿A ti no, Ottavia?
– Ya lo había pensado -repliqué, poniéndome dificultosamente en pie y frotándome la cara con las manos-. Y, por eso mismo, me pregunto cuántos pobres aspirantes a staurofílax habrán perdido sus vidas intentando superar estas pruebas. Hay que ser un lince para atar tanto cabo suelto.
– ¿Serían tan amables de explicarse, por favor? Ahora soy yo el que no les entiende.
– En latín, capitán, la U y la V se escriben igual, ambas con la grafía V, de manera que «Vom» es lo mismo que «Uom», o sea, hombre, en italiano medieval. Nuestro simpático sacerdote se hace llamar Bon-Uomo, o Bon-Uom, es decir, Buen hombre. ¿Lo pilla ahora?
– ¿A este lo hará detener, Kaspar?
El capitán rehusó con la cabeza.
– Estamos igual que antes. El padre Bonuomo tendrá una coartada sólida y un pasado intachable. Ya se habrá preocupado la hermandad de cubrirle bien las espaldas, sobre todo siendo el guardián de la prueba de Roma. Y él nunca reconocería voluntariamente su condición de staurofílax.
– ¡Bueno, señores! -dije con un suspiro-. Se acabó la cháchara. Ya que no vamos a dormir, será mejor continuar con el hilo argumental que habíamos iniciado. Tenemos el acróstico dantesco, tenemos la palabra UOM y tenemos unas compuertas de piedra. ¿Y ahora qué hacemos?
– Se me ocurre que, a lo mejor, alguna de estas calaveras tiene como rótulo «Uom sanctus» -sugirió Farag.
– Pues manos a la obra.
– Pero, capitán, las antorchas están casi consumidas. Tardaremos un rato en ir a buscar más.
– Cojan lo que queda en las brasas y empiecen. ¡No tenemos tiempo!
– ¡Mire lo que le digo, capitán Glauser-Róist! -exclamé, enfadada-. Si salimos de esta, me negaré a continuar como no descansemos. ¿Me ha oído?
– Tiene razón, Kaspar. Estamos molidos. Deberíamos parar unos días.
– Ya hablaremos de eso cuando salgamos de aquí. ¡Ahora, por favor, busquen! Usted, doctora, empiece por allí. Usted, por el extremo contrario, profesor. Yo examinaré el presbiterio.
Farag se agachó y escogió las dos únicas antorchas que aún ardían entre las brasas; luego, me entregó una a mí y él se quedó con la otra. Sería ocioso señalar que, bastante después, y con todas las reliquias revisadas, no habíamos encontrado ningún santo ni mártir que se llamara Uom. Resultaba descorazonador.
Debía estar saliendo el sol para los felices humanos que podían verlo, cuando se nos ocurrió que quizá Uom no era el nombre que debíamos buscar, sino, como en el acróstico, todos aquellos que empezaran por V o U, por O y por M. ¡Y acertamos! Tras otra larga y tediosa exploración, resultó que había cuatro santos cuyos nombres empezaban por V -Valerio, Volusia, Varrón y Vero-, cuatro mártires que empezaban por O -Octaviano, Odenata, Olimpia y Ovinio- y otros cuatro santos que empezaban por M -Marcela, Marcial, Miniato y Mauricio-. ¿No era increíble? Ya no cabía ninguna duda de que habíamos encontrado el buen camino. Señalamos con hollín las doce calaveras, por si su distribución tuviese algo que ver, pero no seguían ningún orden. La única característica que las igualaba a todas era que los doce cráneos estaban completos y, en aquel almacén de trastos rotos, eso era toda una señal. Pero, después de este gran avance, ya no sabíamos qué hacer. Nada de todo aquello parecía darnos la clave para abrir las compuertas.
– ¿Tiene algún sándwich de sobra, Kaspar? -quiso saber Farag-. Cuando no duermo me entra un hambre feroz.
– Algo queda en mi mochila. Mire a ver.
– ¿Quieres, Ottavia?
– Si, por favor. Estoy desfallecida.
Читать дальше