Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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– ¡Una capilla! -exclamó Farag, introduciéndose por una oquedad abierta en el muro.

Idéntica a la Cripta de Adriano en dimensiones y formas, y también en cuanto a disposición de los espacios, otra iglesita bizantina se ofrecía ante nuestros sorprendidos ojos. No obstante, esta capilla presentaba una importante diferencia respecto a su hermana gemela superior: las paredes estaban totalmente cubiertas por tarimas, desde cuyas superficies cientos de cuencas vacias, pertenecientes a otras tantas calaveras, nos observaban impertérritas. Farag me rodeó los hombros con su brazo libre.

– ¿Estás asustada, Ottavia?

– No -mentí-. Sólo un poco impresionada.

Estaba aterrada, paralizada de espanto por aquellas miradas vacias.

– Esto es toda una necrópolis, ¿eh? -bromeó Boswell mientras me soltaba con una sonrisa y se acercaba al capitán. Yo corrí tras él, dispuesta a no separarme ni un centímetro.

No todos los cráneos estaban completos, la mayoría se apoyaba directamente sobre algunos dientes del maxilar superior (si los había) o sobre su base, como si hubieran olvidado la mandíbula inferior en alguna otra parte; muchos carecían de un parietal, un temporal o, incluso, de pedazos del frontal o del frontal entero. Pero, para mi, lo peor seguían siendo las cuencas de los ojos, algunas totalmente vacías y otras conservando los huesos orbitales. En fin, espeluznante, y habría, como poco, un centenar de aquellos restos.

– Son reliquias de santos y de mártires cristianos -anuncio el capitán, que estaba examinando con atención una fila de calaveras.

– ¿Qué dice? -me sorprendí-. ¿Reliquias?

– Bueno, eso parece. Hay una pequeña leyenda grabada delante de cada una con lo que parece ser su nombre: Benedetto sanctus, Desirio sanctus, Ippolito martyr, Candida sancta, Amelia sancta, Placido martyr…

– ¡Dios mio! ¿Y la Iglesia no tiene conocimiento de esto? Seguramente da estas reliquias por perdidas desde hace muchos siglos.

– Quizá no sean auténticas, Ottavia. Piensa que estamos en territorio staurofílax. Cualquier cosa es posible. Además, si te fijas, los nombres no vienen en latín clásico, sino medieval.

– No importa que sean falsas -advirtió la Roca-. Eso tiene que decidirlo la Iglesia. ¿Acaso es verdadera la Vera Cruz que perseguimos?

– En eso tiene razón el capitán -asentí-. Esto es cosa de los expertos del Vaticano y del Archivo de Reliquias.

– ¿Qué es eso del Archivo de Reliquias? -preguntó Farag.

– El Archivo de Reliquias es donde se guardan, en vitrinas y anaqueles, las reliquias de los santos que la Iglesia necesita para cuestiones administrativas.

– ¿Para qué las necesita?

– Pues… Cada vez que se construye una nueva iglesia en el mundo, el Archivo de Reliquias tiene que enviar algún fragmento de hueso para que sea depositado bajo el altar. Es obligatorio.

– ¡Caramba! Me gustaría saber si en nuestras iglesias coptas también tenemos de eso. Reconozco mi ignorancia en estos asuntos.

– Seguramente sí. Aunque no sé si también guardaréis sus…

– ¿Qué les parece si salimos de aquí y continuamos nuestro viaje? -atajó Glauser-Róist, encaminándose a la salida. ¡Qué hombre tan pelmazo, por Dios!

Farag y yo, como disciplinados alumnos, abandonamos la capilla detrás de él.

– Los relieves acaban aquí -señaló la Roca-, justo delante de la entrada a la cripta. Y eso no me gusta.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Porque me da la impresión de que este ramal de la Cloaca Máxima no tiene salida.

– Ya me había dado cuenta de que el agua del cauce apenas discurre -señaló Farag-. Está prácticamente quieta, como si estuviera estancada.

– Sí que fluye -protesté-. Yo la veo moverse en el sentido de nuestra propia marcha. Muy despacio, pero se mueve.

– Eppur si muove [26]… -dijo el profesor.

– Exactamente. En caso contrario, estaría podrida, descompuesta. Y no es así.

– ¡Hombre, sucia sí que está!

Y en eso estuvimos los tres de acuerdo.

Por desgracia, el capitán había acertado cuando adelantó que el ramal no tenía salida. Apenas doscientos metros después, topamos con un muro de piedra que bloqueaba el túnel.

– Pero… Pero el agua se mueve… -balbucí-. ¿Cómo es posible?

– Profesor, levante la antorcha todo lo que pueda y llévela hacia el borde mismo del margen -dijo el capitán mientras iluminaba el muro con su potente linterna. Bajo las dos fuentes de luz, el misterio quedó aclarado: en el centro mismo del dique, y como a media altura, se distinguía tenuemente un Crismón de Constantino labrado en la roca y, pasando por su mismo eje, una línea vertical, de bordes irregulares, que partía el muro en dos.

– ¡Es una compuerta! -indicó Boswell.

– ¿De qué se extraña, profesor? ¿Acaso creía que iba a ser fácil?

– Pero ¿cómo vamos a mover esas dos hojas de piedra? ¡Deben pesar un par de toneladas cada una, por lo menos!

– Bueno, pues habrá que sentarse y meditar.

– Lo que siento es que se nos echa encima la hora de cenar y yo empiezo a tener hambre.

– Pues ya podemos resolver este enigma pronto -advertí, dejándome caer sobre el suelo-, porque si no salimos de aquí, ni cena esta noche, ni desayuno mañana por la mañana, ni comida el resto de nuestra vida. Una vida que, por cierto, desde esta perspectiva se presenta bastante corta.

– ¡No empiece otra vez, doctora! Usemos el cerebro y, mientras pensamos, cenaremos unos sándwiches que he traído.

– ¿Sabía que pasaríamos aquí la noche? -me extrañé.

– No, pero no podía estar seguro de lo que iba a pasar. Ahora -nos urgió-, intentemos solucionar el problema, por favor.

Estuvimos dando vueltas al asunto de la compuerta durante mucho rato y volvimos a examinarla con cuidado muchas veces. Incluso llegamos a utilizar un pedazo de madera de las tarimas de la cripta para comprobar la parte del dique que quedaba sumergida bajo el agua. Pero, un par de horas más tarde, sólo habíamos conseguido averiguar que las hojas de piedra no estaban perfectamente encajadas y que por ese resquicio minúsculo era por donde se escapaba el agua. Volvimos sobre los relieves una y otra vez -arriba y abajo, abajo y arriba-, pero no conseguimos sacar nada en claro. Eran preciosos pero nada más.

Cerca ya de la medianoche, agotados, hartos y helados de frío, regresamos a la iglesia. A esas alturas, conocíamos el ramal de la Cloaca Máxima como si lo hubiéramos construido con nuestras propias manos y teníamos muy claro que de allí no se salía como no fuera por arte de magia o superando la prueba -si es que conseguíamos averiguar cuál era-, pues si por un lado estaban las compuertas, por el otro, a un par de kilómetros de la losa oscilante, sólo había un desmonte de piedras, un derrumbamiento que filtraba el agua a través de numerosos intersticios. Allí encontramos, en un rincón, una caja de madera llena de antorchas apagadas, y los tres llegamos a la conclusión de que aquello no era buena señal.

Sopesamos la posibilidad de que hubiera que mover aquellos pedruscos enormes para poder salir, ya que los penados de la primera cornisa sufrían precisamente ese castigo por su soberbia, pero llegamos a la conclusión de que era imposible, dado que cada una de aquellas rocas debía pesar el doble o el triple de lo que pesaba cada uno de nosotros. De modo que, estábamos atrapados y como no encontrásemos pronto la solución, allí íbamos a quedarnos para alimento de gusanos.

Mi dolor de cabeza, que había desaparecido durante unas horas, volvió más acusado que antes y yo sabía que era por el cansancio y el sueño atrasado. No tenía ni fuerza para bostezar, pero el profesor sí, y abría la boca desmesuradamente cada vez con más frecuencia.

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