Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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El pánico me impedía pensar, sólo trataba, angustiosamente, de agarrarme al suelo oscilante para no caer al vacio. Perdí la linterna y el bolso, mientras una mano de hierro me sujetaba por la muñeca, ayudándome a mantener el cuerpo pegado a la piedra.

Estuvimos descendiendo en esas condiciones durante mucho tiempo -aunque, claro, también podría ser que a mí me pareciera eterno lo que sólo duró unos minutos-, y, por fin, la dichosa piedra tocó suelo y se detuvo. Ninguno de nosotros se movió. Sólo podía escuchar las respiraciones agitadas de Farag y del capitán por debajo de la mía. Sentía las piernas y los brazos como si fueran de goma, como si no pudieran volver a sostenerme; un temblor incontrolable me agitaba entera, de los pies a la cabeza, y notaba el corazón desbocado y unas enormes ganas de vomitar. Recuerdo haberme dado cuenta de que me llegaba una luz cegadora a través de los párpados cerrados. Debíamos parecer tres ranas tendidas boca abajo en la batea de un científico loco.

– No… No lo hemos… hecho bien… -oí decir a Farag.

– ¿Se puede saber qué está diciendo, profesor? -preguntó la Roca en voz muy baja, cómo si le faltara fuerza para hablar.

– «… por la hendidura de una roca -recitó el profesor tomando bocanadas de aire-, que se movía de uno y de otro lado como la ola que huye y se aleja. “ Aquí es preciso usar la destreza -dijo mi guía- y que nos acerquemos aquí y allá del lado que se aparta .“»

– Dichoso Dante Alighieri… -susurré con desmayo.

Mis compañeros se incorporaron, y la mano de hierro que aún me sujetaba, me soltó. Sólo entonces supe que se trataba de Farag, que se puso frente a mi cara y me tendió la misma mano con timidez, ofreciéndome su caballerosa ayuda para ponerme en pie.

– ¿Dónde demonios estamos? -silabeó la Roca.

– Lea el Canto X del Purgatorio y lo sabrá -murmuré, todavía con las piernas temblorosas y el pulso acelerado. Aquel sitio olía a moho y a podrido, a partes iguales. Una larga fila de antorcheros, fijados a los muros por estribos de hierro, iluminaba lo que parecía ser una vieja alcantarilla, un canal de aguas residuales en uno de cuyos márgenes nos encontrábamos nosotros. Dicho margen (¿o quizá debería llamarlo cornisa?), desde el borde que caía sobre el cauce de agua -que todavía fluía, negra y sucia-, hasta la pared, « mediría sólo tres veces el cuerpo humano », que era exactamente la anchura de la losa sobre la que habíamos descendido. Y, desde luego, hasta donde yo alcanzaba con la vista, tanto a derecha como a izquierda, sólo se divisaba la misma monótona imagen de túnel abovedado.

– Creo que ya sé qué lugar es este -afirmó el capitán, colocándose la mochila al hombro con gesto decidido. Farag se estaba sacudiendo el polvo y la suciedad de la chaqueta-. Es muy posible que nos encontremos en algún ramal de la Cloaca Máxima.

– ¿La Cloaca Máxima? Pero… ¿todavía existe?

– Los romanos no hacían las cosas a medias, profesor, y, cuando de obras de ingeniería se trataba, eran los mejores. Acueductos y alcantarillados no tenían secretos para ellos.

– De hecho, en muchas ciudades de Europa se siguen utilizando las canalizaciones romanas -apunté. Acababa de encontrar los restos de mi bolso esparcidos por todas partes. La linterna estaba destrozada.

– Pero… ¡La Cloaca Máxima!

– Fue la única manera de poder levantar Roma -seguí explicándole-. Toda el área que ocupaba el Foro Romano era una zona pantanosa y hubo que desecarla. La Cloaca se empezó a construir en el siglo VI antes de nuestra era, por orden del rey etrusco Tarquinio el Viejo. Luego, como es evidente, se fue ampliando y reforzando hasta alcanzar unas dimensiones colosales y un funcionamiento perfecto durante el Imperio.

– Y este lugar en el que estamos es, sin duda, un ramal secundario -declaró Glauser-Róist-, el ramal que los staurofílakes utilizan para que sus neófitos pasen la prueba de la soberbia.

– ¿Y por qué están encendidas las antorchas? -preguntó Farag, sacando una de ellas de su antorchero. El fuego rugió en su lucha contra el aire. El profesor tuvo que protegerse la cara poniendo la otra mano a modo de pantalla.

– Porque el padre Bonuomo sabía que veníamos. Creo que ya no cabe ninguna duda.

– Bueno, pues habrá que ponerse en marcha -dije yo, levantando la mirada hacia lo alto, hacia el lejano agujero que no se divisiba por ninguna parte. Debíamos haber descendido una considerable cantidad de metros.

– ¿Por la derecha o por la izquierda? -preguntó el profesor, plantándose a medio camino con su antorcha en lo alto. Pensé que guardaba un cierto parecido con la Estatua de la Libertad.

– Definitivamente, por aquí -indicó Glauser-Róist, señalando misteriosamente hacia el suelo. Farag y yo nos aproximamos a él.

– ¡No puedo creerlo…! -murmuré, fascinada.

Justo donde comenzaba el margen a nuestra derecha, el suelo de piedra aparecía maravillosamente tallado con escenas en relieve y, tal y como Dante contaba, la primera era la caída en picado de Lucifer desde el cielo. Podía verse el rostro del bellísimo ángel con un terrible gesto de enfado mientras tendía las manos hacia Dios en su caída, como implorando misericordia. Los detalles estaban tan cuidadosamente reflejados que era imposible no sentir un escalofrío ante semejante perfección artística.

– Es de estilo bizantino -comentó el profesor, impresionado-. Miren ese Pantocrátor justiciero contemplando el castigo de su ángel predilecto.

– La soberbia castigada… -murmuré.

– Bueno, esa es la idea, ¿no?

– Sacaré la Divina Comedia -anunció Glauser-Róist, acompañando la palabra con el gesto-. Debemos comprobar las coincidencias.

– Coincidirá, capitán, coincidirá. No le quepa duda.

La Roca hojeó el libro y levantó la cabeza con una sonrisa en la comisura de los labios.

– ¿Saben que los tercetos de esta serie de representaciones iconográficas empiezan en el verso 25 del Canto? Dos más cinco, siete. Uno de los números preferidos de Dante.

– ¡No se vuelva loco, capitán! -le imploré. Había un poco de eco.

– No me vuelvo loco, doctora. Para que lo sepa, la serie en cuestión acaba en el verso 63. O sea, seis más tres, nueve. Su otro número preferido. Volvemos al siete y al nueve.

Ni Farag ni yo prestamos demasiada atención a aquel ataque de numerología medieval; estábamos demasiado ocupados disfrutando de las bellas escenas del suelo. Después de Lucifer, aparecía Briareo, el hijo monstruoso de Urano y Gea -el Cielo y la Tierra-, fácil de reconocer por sus cien brazos y cincuenta cabezas, el cual, creyéndose más fuerte y poderoso, se había sublevado contra los dioses olímpicos y había muerto atravesado por un dardo celestial. Ni que decir tiene que la imagen, a pesar de la fealdad de Briareo, era increiblemente hermosa. La luz que llegaba desde los antorcheros del muro confería a los relieves un verismo aterrador, pero, además, las llamas de la tea de Farag les daba mayor profundidad y volumen, resaltando pequeños matices que, de otro modo, nos hubieran pasado desapercibidos.

La siguiente escena era la de la muerte de los soberbios Gigantes que habían querido terminar con Zeus y habían muerto a su vez, desmembrados, a manos de Marte, Atenea y Apolo. A continuación, Nemrod enloquecido frente a los restos de su Torre de Babel; después, Niobe, convertida en piedra por haber presumido de tener siete hijos y siete hijas delante de Latona, que sólo tenía a Apolo y Diana. Y así seguía el camino: Saúl, Aracne, Roboám, Alcmeón, Senaquerib, Ciro, Holofernes y la ciudad arrasada de Troya, el último ejemplo de soberbia castigada.

Allí estábamos los tres, con la cerviz inclinada como bueyes sometidos al yugo, silenciosos, ávidos de contemplar más y más. Como Dante, sólo teníamos que avanzar admirando aquellos pedazos de sueños o de historia que nos recomendaban humildad y sencillez. Pero después de Troya, ya no había más relieves, así que ahí terminaba la lección… ¿o no?

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