Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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Tras grandes dificultades Dante y Virgilio llegaban, por fin, a la primera cornisa, al primer circulo purgatorial.

Desde el borde que cae sobre el vacío,

hasta el pie del alto muro que asciende,

mediría sólo tres veces el cuerpo humano;

y hasta donde alcanzaba con los ojos,

tanto por la izquierda como por la derecha,

esa cornisa igual me parecía .

Pero enseguida Virgilio le obliga a dejar de curiosear para que preste atención a la extraña turba de almas que, penosa y lentamente, se aproxima hasta ellos.

Yo comencé: «Maestro, lo que veo

venir hacia aquí no me parecen personas

y no sé lo que es; se desvanece a mi vista»

Y aquel: «La abrumadora condición

de sus tormentos hacia el suelo les inclina,

y aun mis ojos dudaron al principio.

Pero mira fijamente y descubre

lo que viene debajo de esas peñas:

podrás verlos a todos doblegados»

Se trataba de las almas de los soberbios, aplastadas por el peso de unas enormes piedras que les servían de humillación y de purificación de las vanidades del mundo. Avanzaban dolorosamente por la estrecha cornisa, con las rodillas pegadas al pecho y las caras desencajadas por el agotamiento, recitando una extraña versión del Padrenuestro adaptada a su situación: «¡Oh Padre nuestro, que estás en los cielos, aunque no sólo en ellos…»; de este modo empezaba el Canto XI. Dante, horrorizado por su sufrimiento, les desea una rápida transición por el Purgatorio para que puedan alcanzar pronto «las estrelladas ruedas». Virgilio, por su parte, siempre más práctico para estas cosas, pide a las almas que les indiquen la ruta de subida a la segunda cornisa.

Dijeron: «A mano derecha, por la orilla

veniros, y encontraremos un sendero

por donde pueda subir un hombre vivo»

Por el camino, tienen lugar, como en el Antepurgatorio, largas conversaciones con viejos conocidos de Dante o personajes famosos, todos los cuales le previenen contra la vanidad y la soberbia, como adivinando que es esta cornisa la que le tocaría al poeta de no purificarse a tiempo. Por fin, tras mucho hablar y pasear, se inicia un nuevo Canto, el XII, al principio del cual Virgilio conmina al florentino para que deje en paz de una vez a las almas de los soberbios y se concentre en encontrar la subida:

Y él dijo: «Vuelve al suelo la mirada,

pues para caminar seguro es bueno

ver el lugar donde pones las plantas.»

Dante, obediente, mira la calzada y la ve cubierta de maravillosas figuras labradas. A partir de aquí se inicia una larguísima escena de doce o trece tercetos en la que se detallan sucintamente las escenas representadas en los grabados de la piedra: Lucifer cayendo desde el Cielo como un rayo, Briareo agonizando tras sublevarse contra los dioses del Olimpo, Nemrod enloqueciendo al ver el final de su hermosa Torre de Babel, el suicidio de Saúl tras la derrota en Gelboé, etc. Multitud de ejemplos míticos, bíblicos o históricos de soberbia castigada. El poeta florentino, mientras camina completamente inclinado para no perder detalle, se pregunta, admirado, quién será el artista que con su pincel o buril trazó de forma tan magistral aquellas sombras y actitudes.

Por fortuna, me dije, Dante no tuvo que cargar con ninguna piedra, lo cual era un gran consuelo para mi, pero no se libró de doblar el espinazo durante un largo trecho para mirar los relieves. Si la prueba de los staurofílakes consistía en eso, en caminar encorvada unos cuantos kilómetros, estaba lista para empezar, aunque algo me decía que no iba a ser tan sencillo. La experiencia de Siracusa me había marcado profundamente y ya no me fiaba en absoluto de los hermosos versos.

Total, que los dos viajeros llegan, por fin, al extremo opuesto de la cornisa y, en ese momento, Virgilio le dice a Dante que se prepare, que adorne de reverencia su rostro y su actitud porque un ángel, vestido de blanco y centelleando como la estrella matutina, se acerca hasta ellos para ayudarles a salir de allí:

Abrió los brazos, y después las alas

diciendo: «Venid, los peldaños están

cercanos y puede subirse fácilmente.

Muy pocos reciben esta invitación.

¡Oh humanos, nacidos para remontar el vuelo!

¿Cómo un poco de viento os echa a tierra?»

A la roca cortada nos condujo y

allí batió las alas por mi frente,

prometiéndonos una marcha segura.

Unas voces entonan el Beatus pauperes spiritu [24]mientras ellos dos comienzan a subir por la empinada escalera. Entonces Dante, que hasta ese momento ha comentado en diversas ocasiones su gran cansancio físico por las caminatas, se extraña de sentirse ligero como una pluma. Virgilio se vuelve hacia él y le dice que, aunque no se haya dado cuenta, el ángel le ha borrado, con su batir de alas, una de aquellas siete P que lleva grabadas en la frente (una por cada pecado capital), y que ahora lleva menos peso. Así pues, Dante Alighieri acaba de librarse del pecado de la soberbia.

Y en este punto, me dormí sobre la mesa, de puro agotamiento. Yo no tenía tanta suerte como el poeta florentino.

En mi sueño, agitado y lleno de imágenes de la cripta de Siracusa y de peligros indefinibles, Farag aparecía sonriente y me transmitía seguridad. Yo cogía su mano con desesperación porque era la única oportunidad que tenía de salvarme, y él me llamaba por mi nombre con una infinita dulzura.

– Ottavia… Ottavia. Despiértate, Ottavia.

– Doctora, se hace tarde -bramó Glauser-Róist, inmisericorde.

Gemí sin poder salir de mi sueño. Tenía un agudo dolor de cabeza que se intensificaba si trataba de abrir los ojos.

– Ottavia, ya son las tres -seguía diciéndome Farag.

– Lo siento -mascullé, al fin, incorporándome costosamente-. Me he quedado dormida. Lo siento mucho.

– Estamos agotados -afirmó Farag-. Pero esta noche descansaremos, ya lo verás. Cuando salgamos de Santa María in Cosmedín, nos iremos directamente a la Domus y no nos levantaremos en una semana.

– Se hace tarde -insistió la Roca, cargando su mochila de tela al hombro, que ahora parecía mucho más llena que el día anterior. Debía haber metido un extintor de fuego o algo así.

Abandonamos el Hipogeo, no sin antes haberme tomado una pastilla para el dolor de cabeza, la más fuerte que encontré en el dispensario, y cruzamos la Ciudad hasta el aparcamiento de la Guardia Suiza donde Glauser-Róist tenía su deportivo azul. El aire fresco del exterior me ayudó a despejarme y me alivió un poco el abotagamiento que sentía, pero lo que hubiera necesitado, de verdad, era irme a casa y dormir durante veinte o treinta horas. Creo que fue entonces cuando comprendí en toda su crudeza que, hasta que no finalizara aquella extraña historia, el descanso, el sueño y la vida ordenada se habían convertido en lujos imposibles.

Cruzamos la Porta Santo Spirito y, avanzando por el Lungotévere, llegamos hasta el puente Garibaldi, colapsado, como siempre, por un tráfico salvaje. Tras diez minutos largos de lenta espera, cruzamos el río y enfilamos, a toda velocidad, por la via Arenula y la via deile Botteghe Oscure hasta la piazza de San Marco, dando así un rodeo exagerado que, sin embargo, nos garantizaba una llegada más rápida hasta Santa María in Cosmedín. Las scooters nos rondaban y adelantaban como enjambres de avispas enloquecidas pero Glauser-Róist consiguió, milagrosamente, esquivarlas a todas, y, por fin, tras no pocos sobresaltos, el Alfa Romeo se detuvo junto a la acera del parque de la Piazza Bocca della Verita. Allí estaba mi pequeña e ignorada iglesia bizantina, tan armoniosa y sabia en sus proporciones. La contemplé con afecto a través del parabrisas, al tiempo que abría la portezuela para salir.

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