Fiel a su naturaleza suizo-germánica, el capitán Glauser-Róist se negó a guardar reposo ni un solo día y, pese a las insistencias de Farag y a las mías, a la tarde siguiente, con la cabeza vendada, se presentó en mi laboratorio del Hipogeo listo para seguir adelante y volver a jugarse la vida. Como si en aquella demencial historia hubiera algo más que la caza y captura de unos ladrones de reliquias, el capitán Glauser-Róist estaba consumido por la ofuscación de llegar cuanto antes hasta los staurofílakes y su Paraíso Terrenal. Quizá, para él, aquellas pruebas iniciáticas que simbolizaban la superación de los siete pecados capitales, significaban algo más que un reto personal, pero para mí sólo eran una provocación, un guante arrojado a mis pies que había decidido recoger.
Me desperté el jueves cerca del mediodía, bastante recuperada del terrible desgaste anímico y físico de la última semana. Supongo que también influyó el hecho de abrir los ojos y encontrarme en mi propia cama y en mi habitación, rodeada de mis cosas. Lo cierto es que las once o doce horas de sueño ininterrumpido me habían sentado maravillosamente y, pese a las magulladuras, ciertos calambres musculares en las piernas y mi nueva y curiosa marca corporal, me sentía en paz y relajada por primera vez en mucho tiempo, como si todo estuviera en orden a mi alrededor.
Pero esta agradable sensación duró apenas un momento, porque, desde la cama, tapada hasta las orejas, escuché sonar el timbre del teléfono y adiviné que aquella llamada era para mí. Sin embargo, ni siquiera cuando Valeria entró para despertarme, me cambió el buen humor. Estaba claro que no había nada como un sueño reparador.
Quien llamaba era Farag que, con una sorprendente voz alterada por la furia, me dijo que el capitán quería que nos reunieramos en el laboratorio después de comer. Fue entonces cuando insistí para que la Roca guardara cama al menos ese día, pero Boswell, más enfadado todavía, me gritó que ya lo había intentado por todos los medios posibles sin ningún éxito. Le supliqué que se calmara y que no se preocupara tanto por alguien que no se tomaba en serio su propia salud. Quise saber cómo se encontraba él y, más tranquilo y apaciguado, me respondió que se había despertado sólo un par de horas antes y que, aparte de la escarificación del brazo, que seguía verdosa pero menos inflamada, si no se tocaba el chichón de la cabeza, no le dolía nada. Había descansado y desayunado copiosamente.
De manera que quedamos en encontrarnos en el laboratorio a las cuatro de la tarde. Hasta entonces, yo comería con mis hermanas, rezaría un rato en la capilla y llamaría a mi casa para ver cómo estaban todos. Me parecía mentira que dispusiera de tres horas libres para reubicarme en el mundo.
Fresca como una rosa y con una sonrisa feliz en los labios, caminé desde mi casa hasta el Vaticano, disfrutando del aire de la calle y del sol de la tarde. ¡Qué poco valoramos las cosas cuando no las hemos perdido! La luz en mi cara me infundía vigor y alegría de vivir; las calles, el ruido, el tráfico y el caos me devolvían la normalidad y el orden cotidiano. El mundo era eso y era así, ¿por qué protestar permanentemente por lo que también podía ser bello, según cómo se mírara? Un asfalto sucio, una mancha de aceite o gasolina, un papel tirado en la acera, si se contemplaban con los ojos adecuados, podían resultar hermosos. Sobre todo si en algún momento se había tenido la certeza de no volver a verlos nunca.
Entré un momento en Al mio caffé para tomar un capuccino. El local, por la cercanía a los barracones, siempre estaba lleno de jóvenes guardias suizos que hablaban ruidosamente y reían a carcajadas, pero también había gente que, como yo, iba o venia del trabajo o de casa, y que se detenía en aquel lugar porque, además de ser muy agradable, servían unos magníficos capuccinos.
Llegué, por fin, al Hipogeo cinco minutos antes de la hora convenida. La actividad laboral normal había vuelto al cuarto sótano, como si la locura que supuso el Códice Iyasus se hubiera borrado de la mente de todos. Curiosamente, mis adjuntos me saludaron con simpatía y algunos, incluso, levantaron la mano en el aire a modo de bienvenida. Con un gesto tímido y extrañado, respondí a todos y me refugié, volando, en mi laboratorio, preguntándome qué extraño milagro se habría producido para que tuviera lugar aquel insólito cambio de actitud. ¿Quizá habían descubierto que yo era humana o es que mi sensación de bienestar era contagiosa?
Todavía no había terminado de colgar el abrigo y el bolso en la percha, cuando Farag y el capitán hicieron acto de presencia. Un hermoso vendaje cubría la enorme cabeza rubia, pero, bajo las cejas, destellos metalizados presagiaban tormenta.
– Estoy disfrutando de un día hermoso, capitán -advertí por todo saludo-, y no tengo ganas de caras serias.
– ¿Quién tiene la cara seria? -repuso agriamente.
Farag tampoco estaba de mejor humor. Al parecer, lo que sea que hubiera pasado en casa de la Roca había sido apocalíptico. El capitán no se quitó la chaqueta ni hizo ademán de sentarse.
– Dentro de quince minutos tengo una audiencia con Su Santidad y con Su Eminencia Sodano -anunció de golpe-. Es una reunión muy importante, de manera que estaré ausente un par de horas. Preparen ustedes mientras tanto la siguiente cornisa de Dante y, cuando yo vuelva, ultimaremos los preparativos.
Sin más, volvió a cruzar el umbral de la puerta y desapareció. Un pesado silencio se hizo en el laboratorio. No sabia si preguntar a Farag qué había pasado.
– ¿Sabes una cosa, Ottavia? -comenzó él, mirando todavía la puerta por la que había salido el capitán-. Glauser-Róist está desquiciado.
– No debiste insistir para que descansara. Cuando alguien quiere hacer algo, y es tan terco como el capitán, hay que dejar que lo haga aunque se mate.
– ¡No, si no es eso! -me miró con un extraño gesto en la cara y dijo-: «¿Soy yo, acaso, el guardián de mi hermano?» Tengo muy claro que Kaspar ya es mayorcito para hacer lo que le dé la gana. Es… Mira, no sé, pero esta historia de los staurofílakes lo está volviendo loco. O pretende ganar una medalla o demostrarse que es Superman o está utilizando esta aventura como otros utilizan la bebida, para olvidar o autodestruirse.
– Algo así he pensado esta misma mañana…, quiero decir este mediodía -saqué las gafas de su funda y me las puse-. Para ti y para mí todo esto es una aventura en la que nos vemos involucrados voluntariamente por interés y curiosidad. Para él significa algo más. Le da igual el cansancio, le da igual la muerte de mi padre y mi hermano, le da igual que tú hayas perdido tu vida en Egipto y tu trabajo. Nos hace correr contra el tiempo como si el robo de una sola reliquia más fuera una catástrofe insuperable.
– No creo que sea eso -reflexionó Farag, frunciendo el ceño-. Creo que sintió profundamente el accidente de tu padre y tu hermano, y que está preocupado por mi situación actual. Pero es cierto que está obsesionado con los staurofílakes. Esta mañana, nada más despertarse, ha llamado a Sodano. Han estado hablando un buen rato y, durante la conversación, ha tenido que tumbarse un par de veces, porque se caía al suelo. Luego, todavía sin desayunar, se ha metido en su despacho (el que tú curioseaste, ¿recuerdas?) y ha estado abriendo y cerrando cajones y carpetas. Mientras yo comía algo y me duchaba él iba dando tumbos por la casa, soltando exclamaciones de dolor, sentándose un momento para recuperarse y, a continuación, levantándose de nuevo para hacer más cosas. Ni ha desayunado ni ha comido nada desde el sándwich de la Cloaca.
– Está volviéndose loco -sentencié.
Nos quedamos de nuevo en silencio, como si ya no hubiera mucho más que decir sobre Glauser-Róist, pero estoy segura que ambos seguíamos pensando en lo mismo. Por fin, solté un largo suspiro.
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