Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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En un rincón del salón, junto a las cortinas de una ventana, descubrí el teléfono y el dietario del capitán y, al lado de ellos, sobre la misma mesa, la fotografía de una joven sonriente dentro de un marco de plata. La chica, que era muy guapa, lucía un llamativo gorro de nieve y tenía el pelo y los ojos negros, de manera que no podía ser familia consanguínea de la Roca. ¿Acaso era su novia…? Sonreí. ¡Eso sería toda una sorpresa!

Nada más abrir la agenda telefónica, un montón de papeles y tarjetas sueltas resbalaron hasta el suelo. Las recogí precipitadamente y busqué el número de teléfono de los Servicios Sanitarios del Vaticano. Esa noche estaba de guardia el doctor Piero Arcuti, a quien yo conocía. Me aseguró que en breves instantes llegaría a la casa y, sorprendentemente, me preguntó si yo creía necesario avisar al Secretario de Estado, Angelo Sodano.

– ¿Por qué debería llamar al cardenal? -quise saber.

– Porque en el historial clínico del capitán Glauser-Róist que figura en el ordenador, aparece una nota que dice que, ante cualquier eventualidad de este tipo, hay que avisar al Secretario de Estado directamente, o, en su defecto, al Arzobispo Secretario de la Sección Segunda, Monseñor Françoise Tournier.

– Pues no sé qué decirle, doctor Arcuti. Haga lo que crea más conveniente.

– En ese caso, hermana Salina, voy a llamar a Su Eminencia.

– Muy bien, doctor. Le esperamos.

Nada más colgar, Farag apareció en el salón con las manos en los bolsillos y una mirada interrogante. Estaba sucio y despeinado como un mendigo que viviera de escarbar en las basuras.

– ¿Hablaste con el médico?

– Vendrá enseguida.

Rebuscó en los múltiples bolsillos de su cazadora y sacó algo.

– Mira esto, Ottavia. Es el papel que encontraste en la chaqueta del capitán cuando buscabas la llave.

– ¿Cómo está Glauser-Róist?

– No muy bien -dijo avanzando hacia mí con la nota en la mano-. Más que dormido, yo diría que está inconsciente. Pierde el sentido una y otra vez. ¿Qué droga nos habrán dado?

– La que sea, sólo le ha afectado a él, porque tú estás bien, ¿verdad?

– No del todo, tengo mucha hambre. Pero hasta que no mires esto no podré ir a la cocina, a ver qué encuentro.

Cogí la hoja que me entregaba y la examiné. No estaba hecha de un papel normal. Aunque se hubiera empapado de agua, al tacto seguía resultando demasiado gruesa y áspera, y sus bordes eran irregulares, en absoluto cortados por una máquina industrial. La extendí sobre la palma de mi mano y vi un texto en griego apenas despintado por el Tíber.

– ¿De nuestros amigos, los staurofílakes?

– Por supuesto.

ti stenh h pulh kai teqlimmenh h odosh apagousa eis thn zwhn,

kai oligoi eisi oi euriskontes authn

– «¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! -traduje, con el corazón en un puño- . ¡Y qué pocos son los que dan con ella!» Es un fragmento del Evangelio de San Mateo.

– Me da lo mismo -susurró Farag-. Lo que me asusta es lo que pueda significar.

– Significa que la siguiente prueba de iniciación de la hermandad tiene que ver con puertas estrechas y caminos angostos. ¿Qué pone debajo…?

Agios Konstantinos Akanzón.

– San Constantino de las Espinas … -murmuré, pensativa- No puede referirse al emperador Constantino, aunque también sea santo, porque este no lleva ningún añadido después del nombre, y mucho menos Akanzón. ¿Será algún patrono importante para los staurofílakes o el nombre de alguna iglesia?

– Si es una iglesia, está en Rávena, porque allí tiene lugar la segunda prueba, la del pecado de la envidia. Y eso de las espinas… -se subió las gafas, se pasó las manos por el pelo mugriento y bajó la mirada hasta el suelo-. Lo de las espinas no me gusta nada, porque en la segunda cornisa de Dante, los envidiosos van con el cuerpo cubierto de cilicios y los ojos cosidos con alambres.

Súbitamente, un sudor frío me cubrió la frente y las mejillas, como si la sangre huyera de mi cara, y mis manos se cerraron de manera compulsiva.

– ¡Por favor! -supliqué al borde del desmayo-. ¡Esta noche no!

– No… Esta noche no -convino Farag, acercándose a mí y pasándome un brazo por los hombros-. Esta noche sólo vamos a atacar la nevera de Kaspar y a dormir muchas horas. ¡Venga, acompáñame a la cocina!

– Espero que el doctor Arcuti no se retrase.

La cocina del capitán era realmente de escándalo. Nada más entrar, recordé a la pobre Ferma, que con la tercera parte de espacio y la décima parte de electrodomésticos se esmeraba en preparar unas comidas deliciosas. ¿Qué hubiera hecho si dispusiera de aquella versión doméstica de la NASA? La nevera, descomunal y de acero inoxidable, tenía un dispensador de agua y de cubitos de hielo en la puerta, junto a una pantalla de ordenador que, cuando abrimos para ver qué podíamos comer, pitó suavemente y nos indicó que sería buena idea comprar carne de ternera.

– ¿Cómo crees que puede pagar todo esto? -pregunté a Farag, que estaba sacando un paquete de pan de molde y un montón de embutidos.

– No es asunto nuestro, Ottavia.

– ¡Cómo que no! -protesté-. Trabajo con él desde hace más de dos meses y sólo sé que tiene la simpatía de una piedra y que actúa a las órdenes de la Rota y de Tournier. ¡Figúrate!

– Ya no está a las órdenes de Tournier.

Farag preparó unos suculentos bocadillos apoyándose en el banco de mármol rojo de la cocina, del que salían, a su lado, seis quemadores de energía dual con mandos de latón y una plancha para asar de centímetro y medio de espesor hecha de roca de lava, según indicaba la chapita de la marca.

– Bueno, pero sigue teniendo la simpatía de una piedra.

– Siempre lo has mirado mal, Ottavia. En el fondo creo que no es feliz. Estoy seguro de que es una buena persona. La vida ha debido arrastrarle hasta ese lugar poco recomendable que ocupa.

– La vida no te arrastra si tú no quieres -sentencié, convencida de haber dicho una gran verdad.

– ¿Estás segura? -me preguntó, sarcástico, mientras quitaba las cortezas al pan-. Pues yo sé de alguien que tampoco ha sido muy libre a la hora de elegir su destino.

– Si estás hablando de mi, te equivocas -me ofendí.

Él se rió y se acercó hasta la mesa con dos platos y un par de servilletas de colores.

– ¿Sabes qué me dijo tu madre el domingo, cuando Kaspar y yo nos presentamos en tu casa después de los funerales?

Algo venenoso se me estaba enroscando en el corazón por segundos. No dije nada.

– Tu madre me dijo que, de todos sus hijos, tú habías sido siempre la más brillante, la más inteligente y la más fuerte -sin inmutarse, se chupó los dedos manchados de salsa picante-. No sé por qué habló conmigo con tanta franqueza, pero el caso es que me dijo que tú sólo podrías ser feliz llevando la vida que llevabas, entregándote a Dios, porque no estabas hecha para el matrimonio y que jamás podrías soportar las imposiciones de un marido. Supongo que tu madre mide el mundo según las reglas de su tiempo.

– Mi madre mide el mundo como quiere -repuse. ¿Quién era Farag para juzgar a mi madre?

– ¡No te enfades, por favor! Sólo te estoy contando lo que ella me dijo. Y, ahora, sin esperar más, vamos a cenar estos magníficos, grasientos y picantes bocadillos que llevan bastante de casi todo lo que había en la nevera. ¡Muerde, emperatriz de Bizancio, y descubrirás uno de esos placeres de la vida que desconoces!

– ¡Farag!

– Lo… siento -masculló con la boca tan llena que apenas podía cerrarla y sin ninguna apariencia de sentirlo de verdad.

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