Matilde Asensi - El Último Catón

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Bajo el suelo de la Ciudad del Vaticano, encerrada entre códices en su despacho del Archivo Secreto, la hermana Ottavia Salina, paleógrafa de prestigio internacional, recibe el encargo de descifrar los extraños tatuajes aparecidos en el cadáver de un etíope: siete letras griegas y siete cruces. Junto al cuerpo se encontraron tres trozos de madera aparentemente sin valor. Todas las sospechas van encaminadas a que las reliquias pertenecen, en realidad, a la Vera Cruz, la verdadera cruz de Cristo.
Acompañada por el profesor Boswell, un arqueólogo de Alejandría, y por el capitán de la Guardia Suiza vaticana, Kaspar Glauser-Röist, la protagonista deberá descubrir quién está detrás de la misteriosa desaparición de las reliquias en las iglesias de todo el mundo y vivirá una aventura llena de enigmas: siete pruebas basadas en los siete pecados capitales en las que Dante Alighieri y el Purgatorio de la Divina comedia parecen tener las llaves para abrir las puertas.

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En la cabina de mando, el capitán se demoraba hablando con el joven piloto que ahora sólo era un casco redondo de visera negra y deslumbrante. El hombre hizo gestos de asentimiento y aceleró de nuevo los motores mientras Glauser-Róist, con menor esfuerzo que nosotros, atravesaba el torbellino. La máquina volvió a elevarse en el aire y, en pocos segundos, ya no era más que una lejana mota blanca en el cielo. Mi primer vuelo en helicóptero había sido apasionante, algo digno de repetir en la primera ocasión, y, sin embargo, en una fracción de segundo mi mente lo había convertido en agua pasada: Farag, el capitán y yo nos encontrábamos frente a la cancela de entrada del solitario monasterio benedictino de Agios Konstantinos Akanzón y el único sonido que escuchábamos era el canto de los pájaros.

– Bueno, pues ya hemos llegado -declaró la Roca, echando un vistazo a los alrededores-. Ahora vayamos en busca de nuestro amigo, el staurofílax que vigila esta prueba.

Pero no fue necesario porque, como surgidos de la nada, dos monjes ancianos, ataviados con los hábitos negros de los benedictinos, aparecieron por el camino de piedrecillas que terminaba en la verja.

– ¡Hola, buenos días! -exclamó uno de ellos, agitando el brazo en el aire, mientras el otro abría las puertas-. ¿Queréis albergue?

– ¡Sí, padre! -le respondí.

– ¿Y vuestras mochilas? -preguntó el más viejo de los dos, juntando las manos sobre el pecho y cubriéndolas con las mangas.

La Roca levantó la suya para que la vieran.

– Aquí llevamos todo lo necesario.

Ya estábamos reunidos los cinco junto a la cancela. Los monjes eran mucho más viejos de lo que yo había supuesto, pero exhibían un agradable ánimo jovial y unas sonrisas amables.

– ¿Habéis desayunado? -preguntó el que todavía conservaba un poco de pelo.

– Sí, gracias -respondió Farag.

– Pues vamos a la hostería y os daremos habitaciones -nos examinó de arriba abajo y añadió-: Tres, ¿verdad? ¿O alguno de ellos es tu marido, joven?

Yo sonreí.

– No, padre. Ninguno es mi marido.

– ¿Y por qué habéis venido en helicóptero? -quiso saber el otro, el nonagenario, con curiosidad infantil.

– No disponemos de mucho tiempo -le explicó la Roca, que caminaba muy despacio para que sus zancadas no dejaran atrás a los ancianos.

– ¡Ah! Pues debéis de ser muy ricos, porque un viaje en helicóptero no puede permitírselo todo el mundo.

Y ambos frailes se rieron a carcajadas como si hubieran oído el chiste más gracioso del mundo. Nosotros, a hurtadillas, intercambiamos miradas perplejas: o aquellos staurofílakes eran unos actores consumados o nos habíamos equivocado por completo de lugar. Yo los examinaba minuciosamente intentando detectar la menor señal de engaño, pero en sus arrugadas caras se reflejaba una total inocencia y sus francas sonrisas parecían absolutamente sinceras. ¿Habríamos cometido algún error?

Avanzamos hacia la hostería mientras los monjes nos contaban de manera sucinta la historia del monasterio. Estaban muy orgullosos de los frescos bizantinos que decoraban el refectorio y del buen estado de conservación de la iglesia, tarea a la que dedicaban su vida entera al margen de la atención a los pocos excursionistas que llegaban hasta allí. Quisieron saber cómo se nos había ocurrido visitar San Constantino Acanzzo y cuánto tiempo íbamos a quedarnos. Por supuesto, nos recalcaron, estábamos invitados a compartir su mesa y, si sus atenciones nos parecían correctas, no estaría de más que, puesto que éramos tan ricos, dejáramos, al irnos, una buena propina para la abadía. Y, después de decir esto, volvieron a reírse como niños felices.

El caso es que, caminando y charlando, pasamos junto a un huertecillo en el que había otro anciano benedictino inclinado sobre una pala que hundía costosamente en la tierra.

– ¡Padre Giuliano, tenemos invitados! -gritó uno de nuestros acompañantes.

El padre Giuliano se puso la mano sobre los ojos para mirarnos mejor y emitió un gruñido.

– El padre Giuliano es nuestro abad, así que, acercaos a saludarle -nos recomendó en voz baja uno de nuestros acompañantes-. Lo más probable es que os entretenga un buen rato con preguntas, de manera que nosotros os esperaremos en la hostería. Cuando terminéis, seguid aquel senderillo de allá y luego tomad a la derecha. No tiene pérdida.

El capitán empezaba a dar muestras de impaciencia y de mal humor. La sensación de habernos equivocado y de estar perdiendo el tiempo comenzaba a ser muy acusada. Aquellos monjes no respondían, ni remotamente, al patrón que nos habíamos formado de los staurofílakes. Pero, en realidad, me pregunté mientras nos adelantábamos en el huertecillo, ¿qué idea era la que teníamos de los staurofílakes? Con total certeza, sólo habíamos visto a uno -nuestro joven etíope, Abi-Ruj Iyasus-, porque los otros dos -el sacristán de Santa Lucía y el cura maloliente de Santa María in Cosmedín-, podían no ser otra cosa que lo que aparentaban.

Los frailes habían desaparecido por el sendero mientras el abad, inmóvil como un monarca en su trono, aguardaba nuestra llegada apoyado en su pala.

– ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? -nos preguntó a bocajarro, cuando estuvimos cerca de él.

– No mucho -respondió la Roca, con el mismo mal talante.

– ¿Qué os ha traído hasta San Constantino Acanzzo? -por el tono de su voz, aquello parecía un interrogatorio en tercer grado. No podíamos verle bien la cara porque llevaba la cabeza cubierta con la amplia capucha del hábito.

– La flora y la fauna -contestó desabridamente el capitán.

– El paisaje, padre, el paisaje y la tranquilidad -se apresuró a añadir el profesor, más conciliador.

El abad sujetó la pala con las dos manos y, tomando impulso, volvió a clavarla en la tierra, dándonos la espalda.

– Id a la hostería. Os están esperando.

Confusos y extrañados por aquella breve conversación, desanduvimos el camino a través del huerto y enfilamos por la vereda que nos habían indicado. La senda penetraba en un umbrío trecho de bosque y se iba estrechando hasta no ser más que un caminillo.

– ¿Qué clase de árboles tan altos son estos, Kaspar?

– Hay un poco de todo -explicó la Roca, sin levantar la cabeza para mirarlos, como si ya los hubiera examinado-: robles, fresnos, olmos, álamos blancos… Pero estas especies no son tan altas. Es posible que la composición química del terreno sea muy rica, o quizá los monjes de San Constantino hayan llevado a cabo alguna selección de semillas a lo largo de los siglos.

– ¡Son impresionantes! -exclamé, elevando la mirada hacia la compacta cúpula vegetal que sombreaba el camino.

Después de un buen rato de caminar en silencio, Farag preguntó:

– ¿No dijeron los monjes que había una bifurcación que debíamos tomar a la derecha?

– Ya no debe faltar mucho -contesté.

Pero sí faltaba, porque los minutos seguían pasando y allí no aparecía el cruce.

– Creo que no vamos bien -dijo la Roca, mirando su reloj.

– Eso ya lo dije yo hace un rato.

– Sigamos andando -objeté, recordando que habíamos tomado bien el sendero.

Sin embargo, al cabo de más de media hora, tuve que admitir mi error. Daba la sensación de que nos estábamos adentrando en lo más profundo del bosque. El camino apenas estaba indicado y, aparte de que el follaje se había vuelto muy espeso, la falta de luz solar, por lo tupido de las copas de los árboles, nos impedía saber en qué dirección caminábamos. Por suerte, el aire era fresco y limpio y la marcha no se hacía pesada.

– Volvamos atrás -ordenó Glauser-Róist con cara de pocos amigos.

Ni Farag ni yo le discutimos porque era evidente que, aunque camináramos todo el día, por allí no llegaríamos a ninguna parte. Lo raro fue que, apenas hubimos retrocedido un kilómetro, más o menos, encontramos la intersección de senderos.

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