Matilde Asensi - Iacobus

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La novela narra las peripecias de Galcerán de Born, caballero de la orden del Hospital de San Juan, enviado por el papa Juan XXII a una misión secreta: desvelar la posible implicación de los caballeros templarios, clandestinos tras la reciente disolución de su orden, en el asesinato del papa Clemente V y el rey Felipe IV de Francia. Tras este encargo, se esconde en realidad la intención de encontrar los lugares secretos, situados a lo largo del Camino, donde los templarios albergar enormes riquezas y que Galcerán de Born debe encontrar.

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– Pero se ofreció a colaborar con vos, freire , y eso ya es suficiente.

Cerró la boca porque, de pronto, se escuchó un gran estruendo de pasos avanzando por uno de los corredores. Sara apareció ligada y amordazada, seguida por cinco o seis templarios orgullosamente ataviados con sus mantos, ahora prohibidos. Al frente del grupo, más erguido y con una nueva personalidad, avanzaba Nadie, quien, como por arte de magia, se había transformado en un orgulloso freire del Temple dos palmos más alto y con presencia de caballero. Me maravilló su capacidad de transformación.

– ¡Cuánto bueno por aquí! -exclamó al vernos. También su voz era otra, más grave y menos estentórea-. ¡Don Galcerán! ¡Joven García! Me alegro de volver a veros.

– Comprenderéis, don Nadie -le repliqué fríamente-, que nosotros no podamos decir lo mismo.

– Naturalmente que lo comprendo -dijo, y al mismo tiempo propinó un brusco empellón a Sara, lanzándola con fuerza contra nosotros. Detuve su impulso con mi cuerpo y Jonás logró detenerla antes de que cayera al suelo.

– ¡No es necesario emplear la fuerza, hermano Rodrigo! -le reconvino Manrique desde arriba-. Ya los tenemos en nuestro poder y podemos dar por finalizada esta desagradable historia.

Sara se volvió rápidamente hacia la voz que acababa de escuchar y sus pupilas reflejaron un dolor que, hasta entonces, yo no había observado en ellos… ¡Maldito Manrique de Mendoza! ¡Malditos todos los Mendoza!

– Os equivocáis, sire -dije conteniendo mi ira y utilizando a propósito la fórmula seglar para remarcar las distancias entre nosotros-. Esta historia no está finalizada en modo alguno. El papa Juan no parará hasta dar con vuestras riquezas. Su ambición es tan desmedida que, si yo desaparezco, enviará a otro, y luego a otro más, hasta obtener lo que desea.

– No es mí intención adularos, freire , pero por muchos sabuesos que envíe, ninguno llegará tan lejos como vos lo habéis hecho.

– Volvéis a equivocaros, sire . El Papa es hombre desconfiado 24 S y peligroso, y por ello hemos estado vigilados todo el tiempo por uno de sus mejores soldados, el conde Joffroi de Le Mans, que está al tanto de mis descubrimientos. Sólo tiene que explicar lo que me ha visto hacer y alguien continuará desde donde yo me quedé.

El de Mendoza volvió a soltar una de sus estruendosas carcajadas.

– ¡El pobre conde Joffroi no llegó a salir de San Juan de Ortega! -exclamó divertido-. No hubiera sido inteligente por nuestra parte dejarle escapar, ¿no os parece? Nuestros espías en Aviñón nos informaron puntualmente de vuestras visitas a Su Santidad durante el mes de julio y debido a vuestra gran fama, Perquisitore, y a que os hacíamos en Rodas, empezamos a preocuparnos: ¿a qué obedecería vuestro regreso y esas entrevistas con Juan XXII? Alguien tan peligroso como vos no acude inocentemente ante Su Santidad dos veces en un mes. Podía tratarse de algo ajeno a nosotros, pero nos pareció más prudente poneros bajo vigilancia, y así, cuando iniciasteis la peregrinación a Compostela supimos que había llegado el momento de actuar. Al hermano Rodrigo, que es uno de nuestros mejores espías, se le encargó la tarea de acompañaros. ¡Pero sois listo, Galcerán! Cuando se habla de vos siempre cuento la anécdota aquella en la que, con quince años, descubristeis, sólo por la forma zurda de coger el jarro, al criado ladrón que se estaba apropiando del vino de mi padre. ¿Os acordáis? ¡Pardiez! Aquello fue espléndido, si señor. El hermano Rodrigo, que pocas veces ha fracasado, no pudo averiguar nada a pesar de sus esfuerzos y eso nos inquietó mucho más. Cuando vimos que os lo quitabais de en medio con aquel purgante y que el escondite de santa Oria había sido violado, ya no nos cupo ninguna duda. Sólo esperábamos el momento de poder poneros la mano encima. Y ese momento es éste -y añadió riendo-: Gracias por venir.

– No me interesa vuestra historia, sire . Como vuestro padre, siempre actuáis con jactancia y soberbia. Yo tenía un trabajo que hacer y lo he hecho lo mejor que he podido. Ahora os toca a vos cumplir con el vuestro. Ahorradme, pues, el miserable espectáculo de vuestra absurda petulancia.

Manrique soltó un exabrupto.

– Algún día, Galcerán, comprenderéis las tonterías que un hombre como vos puede llegar a decir en momentos como éste. ¡Cargadlos en el carro! -ordenó perentoriamente, y luego, bajando la voz, dijo-: Adiós, Sara, dulce amiga. Lamento que hayamos vuelto a encontrarnos en estas desgraciadas circunstancias.

Sara le dio la espalda, volviéndose hacia mí, pero no pude fijarme en ella porque los monjes se nos abalanzaron y, antes de que supiéramos cómo, nos encontramos en el interior de un estrecho cajón de madera con un minúsculo respiradero atravesado por barrotes. Era un carretón cerrado para el transporte de presos. Caímos los tres al suelo con la primera sacudida y así iniciamos un viaje, que yo suponía corto y hacia la muerte, pero que duró, en realidad, cuatro días completos, durante los cuales atravesamos a toda velocidad las interminables llanuras castellanas de Tierra de Campos y el pedregoso páramo leonés, escuchando el galope enloquecido de los caballos, los gritos del postillón y el incesante restallar del látigo.

Nuestro viaje culminó en el infierno. Al atardecer del último día, después de atravesar los Montes de Mercurio [40], nos sacaron a empujones del carretón y nos fajaron los ojos con lienzos negros. Sin embargo, durante un instante tuvimos ocasión de contemplar un paisaje diabólico de sobrecogedores picachos rojos y agujas anaranjadas, salpicado por hoyas de verdes boscajes. ¿Dónde demonios estábamos? A un lado, una colosal embocadura de unas dieciséis o diecisiete alzadas [41]daba paso a una galería de paredes rocosas que torcía y serpenteaba hasta perderse de vista en las profundidades de la tierra. A golpes, nos introdujeron en aquel túnel y avanzamos un largo trecho tropezando, resbalando en no sé qué aguas y cayendo al suelo repetidamente, y luego, de pronto, todos mis recuerdos se vuelven confusos: el eco de las voces de mando en aquellos pasadizos ciclópeos se apagó poco a poco en mis oídos después de recibir un violento mazazo en la cabeza.

Cuando desperté había perdido completamente el sentido de la situación y del tiempo. No tenía ni idea de dónde me hallaba, ni por qué, ni en qué día, mes o año. Me dolía horrorosamente la parte posterior del cráneo en la que había recibido el golpe -un poco mas arriba de la nuca-y no era capaz de hilar pensamientos con cordura ni de coordinar los movimientos de mi cuerpo. Sufría de una gran angustia en la boca del estómago y no empecé a sentirme mejor hasta después de haber vomitado el alma. Poco a poco fui recuperando la conciencia y me incorporé lastimosamente apoyando un codo sobre las losas del suelo. Aquel sitio apestaba (yo había contribuido a ello) y hacía un frío terrible. Junto a mí, esparcidas en el suelo de cualquier manera, se hallaban nuestras pobres posesiones; al parecer, después de examinarlas bien, no las habían considerado lo suficientemente valiosas como para privarnos de ellas.

A la luz de un débil resplandor que se colaba a través de los barrotes de la puerta, alcancé a ver a Sara y a Jonás, que yacían inconscientes al fondo de la mazmorra sobre unos montones de paja. Como pude, me acerqué hasta el chico para comprobar que respiraba; después hice lo mismo con Sara, y luego, sin darme cuenta, me dejé caer a su lado y hundí la nariz en el cuello de la hechicera.

Mucho después, cuando desperté de nuevo y me removí, la judía, que apenas se había distanciado lo suficiente para mirarme, me preguntó en un susurro:

– ¿Cómo estáis?

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