Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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»No pudimos usar en público el nombre del Temple, pero ninguno de nosotros se avino a unirse a otra orden.

»Casi dos años después de nuestra liberación llegó la noticia de Francia. Ese rey miserable, Felipe llamado el Hermoso, había conducido, a toda prisa, a la hoguera al maestre del Temple, Jacques de Molay, y a dos de sus dignatarios. El viejo recobró al fin su decoro perdido, entre cárcel y torturas, y proclamó la pureza e integridad de la orden, acusando al rey y al papa. Murió entre llamas gritando su inocencia y la nuestra. Dicen que allí, en su suplicio, emplazó al rey francés y al pontífice ante el tribunal de Dios. Y ambos perecieron de forma extraña aquel mismo año.

»El rey Jaime vivió mucho más y fue a morir hace un año en el monasterio de Santes Creus, cerca de éste de Poblet. Cuentan que entregó su alma cuando llegaba la noche y se encendían los candiles. En su registro mortuorio dice Circa horam pulsacionis cimbali latronis . No entiendo bien latín, pero ésa es la hora de la penumbra. La que llaman hora del ladrón.

»Y así con la justicia final, la justicia de Dios, termina mi relato. Yo también espero comparecer ante Él dentro de poco y rezo por su piedad. También le suplico que permita que en el futuro la orden del Temple regrese de alguna forma a luchar por la luz, por el bien.

»¿Y qué os diré? Al final de mi camino, después de orgullos, soberbias, victorias y derrotas, sufrimientos y pasiones he descubierto que el secreto de lo que guardé se encuentra en Dios. Está escondido en la tierra que los santos pisaron y en la divinidad de la Virgen. Que Dios Nuestro Señor perdone mis pecados y se apiade de mi alma».

CUARENTA

Nos miramos en silencio, yo me sentía conmovida por la narración. Al fin Oriol habló y lo hizo como experto en historia.

– El relato parece auténtico. Es como si un verdadero fraile del Temple nos hubiera ofrecido su testimonio, pero en lenguaje moderno. Incluso se usan las formas de interrogación dirigidas al lector que Ramón Muntaner, el caudillo catalán y cronista de la epopeya de los almogávares en Turquía y Grecia, contemporáneo de Arnau, utilizaba. Esos «¿Qué os puedo decir?» o «¿Y qué os diré?».

»Quizá el texto sea copia de escritos más antiguos traducidos, quizá alguien puso en papel una tradición oral. Yo me inclino por lo primero, hay detalles demasiado precisos. Conozco muy bien esa época histórica y todo sucedió exactamente como Arnau lo cuenta. Y aunque pinte a Jaime II como a un miserable, lo cierto es que fue un rey muy hábil. En lugar de enfrentarse al papa tal como lo hicieron su padre y su bisabuelo, lo manejó muy bien, logrando que éste le asignara Córcega y Cerdeña. Fingió hacer la guerra a su hermano a instancias de Clemente V pero, cuando ganaba, se retiró dejándole que continuara reinando en Sicilia, de donde, por cierto, Jaime II había sido antes rey. Así la isla continuaba en manos de la familia y lejos de la corona francesa. Con él el poder de la casa de Barcelona y Aragón en el Mediterráneo se consolidó de forma definitiva. El papa no pudo quedarse con ninguna de las posesiones templarias de Aragón y Valencia, en cambio Jaime II ¡bien que se lucró! Defensa lógica, frente a su rival francés que obtuvo una fortuna gracias a los templarios. El dinero era, y aún es, un elemento estratégico fundamental, imprescindible para equipar ejércitos.

»Y finalmente, a pesar de que Arnau describa a sus camaradas como héroes resistiendo la tortura, cierto es que en Aragón se cubrió el expediente y se torturó, pero sólo para complacer al papa, que se lamentaba continuamente de que los verdugos aquí no se aplicaban a fondo. Fue tortura, no nos engañemos, pero ciertos suplicios se pueden resistir y otros no. El rey Jaime II estaba convencido de que todo era una patraña de Felipe el Hermoso, que tenía secuestrado al sumo pontífice, pero aun así deseaba quedar bien con el papa. En cambio, en Francia se dieron las peores formas de tormento, logrando que muchos confesaran todo lo que el rey pedía. "Si quieren que confiese que maté a Cristo, lo haré", dijo un caballero templario francés, "pero no puedo aguantar más".

– Toda esta historia está muy bien -intervino Luis-. Pero no ofrece pista alguna.

– Quizá sí la hay -repuso Oriol pensativo.

– ¿La penúltima frase, verdad? -interrogué.

Luis tomó de nuevo los documentos y buscó la última página.

– «El secreto de lo que guardé se encuentra en Dios. Está escondido en la tierra que los santos pisaron y en la divinidad de la Virgen» -leyó.

– ¡La tierra que los santos pisaron! -exclamó-. Bajo los pies de los santos y de la Virgen fue donde encontramos las inscripciones ocultas.

– Sí -afirmó su primo.

– Oriol -intervine yo; tenía una idea-. No hemos expuesto por completo las tablas a los rayos X.

– Claro que lo hicimos -repuso él-. Tú viste las radiografías.

– Volvamos a verlas.

Oriol nos mostró las radiografías de las tres tablas. Las pinturas se reconocían con dificultad y yo le pregunté:

– ¿Es cierto que cuanto más opaca a los rayos X es una zona del cuadro más blanca aparece?

– Sí.

– ¿Y si se ve blanca por completo es que un metal impide la visión? Oriol sonrió:

– Ya entiendo por dónde vas.

– ¿Qué es? -preguntó Luis impaciente.

– Fácil -repuse radiante-. Hay una parte de la tabla central que no se ha sometido a los rayos X. ¿Ves una zona totalmente blanca en la radiografía?

– ¡La corona de la Virgen! -exclamó Luis.

– Sí -intervino Oriol-. En el texto dice: «La divinidad de la Virgen». Eso debe de ser una pista. Debiera decir «la santidad de la Virgen», ya que la Virgen es humana, no divina. Y en la iconografía cristiana la santidad se representa por un cerco dorado alrededor de la cabeza, al que llamamos halo o corona. Cuando apareció en la radiografía no reparé en ello, lo encontraba normal. En algunas pinturas de la época, en especial italianas y en algunos iconos griegos, el halo no es de estuco con panel de oro, sino metal; estaño dorado donde se grababan previamente dibujos florales o una inscripción.

Oriol fue por una caja de herramientas mientras nosotros contemplábamos la corona de la Virgen en la tabla. Ciertamente, bien podía ser una pieza de estaño.

– Fui tonto -dijo Oriol-. Si en lugar de usar rayos X como indicaba mi padre en su testamento hubiera utilizado infrarrojos, habríamos visto si también hay dibujo o inscripción debajo del metal. Pero no vamos a esperar a mañana para usar la reflectografía…

Nadie quiso esperar. Tumbamos la tabla en una mesa y con una fina cuchilla empezó Oriol a tantear los lados de la aureola. Al poco levantó un borde. ¡Era verdad! ¡Estaba hecha de un metal fino y algo elástico! Con sumo cuidado fue desprendiendo la corona, que salió como una pieza entera. Y abajo, a simple vista se podía leer: « Illa Sanct Pau ».

– ¡Isla San Pablo -exclamé-. ¡El tesoro está en una gruta marina en la isla de San Pablo!

– ¿Isla de San Pablo? -interrogó Luis-. Jamás he oído hablar de ella.

– Es verdad -corroboró Oriol-. Yo tampoco.

La sonrisa se me heló en los labios.

San Pablo. ¡Una isla desconocida! Debía de ser muy pequeña o estar muy lejos. La estuvimos buscando, yo en todo tipo de mapas y atlas, y mis compañeros inquiriendo a cualquiera que pudiera saber, desde patrones de barco hasta geógrafos. Cuando nos reunimos por la tarde nadie tenía indicios sobre dónde se ubicaba tal isla.

– No he podido dejar de pensar en ella todo el día -dijo Luis-. ¿No habrá cambiado de nombre? ¿No nombrarían los templarios, dada su condición religiosa, las islas con nombres de santos?

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