En alguno de los pensamientos de mi tormentosa noche, al ver que no aparecía por la lujosa mansión de su madre, me lo había imaginado durmiendo en un saco en el suelo de un caserón abandonado, sin agua corriente y con el pelo revuelto tipo rasta , lleno de ceniza de canutos de marihuana.
– Si no le importa, señor Bonaplata -interrumpió el notario, con sonrisa amable-, voy a proceder a la lectura del testamento de su padre. Estoy seguro de que después tendrán ustedes mucho tiempo para hablar.
Oriol estuvo de acuerdo y el notario, tras colocarse unas gafas y carraspear un poquito, se puso a leer con voz solemne.
Decía el hombre que el día uno de junio de mil novecientos ochenta y nueve compareció ante él, notario del ilustre colegio, bla, bla, bla y que consideró que Enric tenía todas sus facultades físicas y mentales y al terminar toda esa consabida retórica dijo:
– «A la señorita Cristina Wilson, mi ahijada, le lego la parte central de un tríptico de finales del siglo XIII o principios del XIV que representa a la Virgen María y al Niño. Está pintada al temple sobre tabla de madera y mide unos treinta por cuarenta y cinco centímetros».
Me sorprendió. ¿Así que mi cuadro era parte de un grupo de tres?
– «Y también un anillo del mismo siglo con un rubí engarzado en aro de oro. La tabla en cuestión obra ya en su poder, habiéndosela enviado por Pascua de este mismo año, y el anillo lo entrego en este acto al notario para que se lo envíe a Cristina para su veintisiete aniversario, meses antes de la lectura de este testamento.
»A mi sobrino Luis Casajoana Bonaplata lego la parte derecha del tríptico, una tabla de unos quince centímetros por cuarenta y cinco, y que representa a Jesucristo en el Calvario en su parte superior y a San Jorge abajo y que se encuentra en la caja fuerte de un banco.
»Y a mi hijo Oriol lego la parte izquierda de dicho tríptico, de las mismas dimensiones y que representa el Santo Sepulcro y la Resurrección arriba, y a San Juan Bautista abajo».
El notario hizo un inciso para constatar que el siguiente texto era una carta del propio Enric Bonaplata que él había autentificado y continuó su lectura:
– «Queridos míos:
»El tríptico contiene, según la tradición, las claves que permiten localizar una fabulosa fortuna. Se trata del tesoro de los templarios de los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca que el rey Jaime II nunca pudo encontrar. Hay quien pretende que ese tesoro esconde nada menos que el Santo Grial, el cáliz con la verdadera sangre de Cristo coagulada que José de Arimatea recogió al pie de la Cruz. De ser eso cierto, el poder espiritual que esa Santa Copa contiene es inconmensurable.
»La leyenda se confirma al someter las tres tablas a rayos X, ya que ocultas bajo la pintura existen unas frases que hablan del tesoro. He tenido poco tiempo para su estudio, pero el suficiente para saber que falta algo, no está toda la información. Vosotros deberéis encontrar las claves ausentes ya que mis horas terminan y no me queda energía para su búsqueda.
»Os he de prevenir que no sois los únicos interesados en el tesoro. Espero que con el paso del tiempo mis enemigos hayan perdido la pista o la esperanza de encontrarlo. Si no es así, quiero que sepáis que son muy peligrosos y que si yo ayer gané una batalla contra ellos, la victoria está aún lejos. Tened discreción y cuidado.
»Por distintas razones os quiero a los tres como a hijos míos. La vida separa a la gente y mi voluntad es que los tres os unáis de nuevo como, siendo adolescentes, lo estabais en el año 88.
»El menor valor de mi herencia son las pinturas y el anillo. Tampoco lo tiene, para mí ahora, ese tesoro de leyenda que es la fortuna de un rey. La herencia que os quiero dar es la aventura de vuestra vida y la ocasión de renovar, en vosotros, la amistad que unió a nuestras familias por generaciones. Disfrutad del tiempo juntos, disfrutad de la aventura. Ojalá tengáis éxito. He escrito una carta aparte para cada uno. Que Dios os dé felicidad».
Marimón se quedó mirándonos por encima de sus gafas, profesional, serio; contemplaba nuestro semblante. A continuación, una sonrisa casi infantil apareció en su cara y dijo:
– ¡Qué emocionante! ¿Verdad?
Pedimos al notario que nos dejara un lugar donde pudiéramos estar a solas. Yo me notaba alterada; no sabía qué era más excitante: la confirmación de la existencia del tesoro o mi reencuentro con Oriol. Me moría por hablar con él a solas, pero no era el momento oportuno, debía saber esperar.
– ¡Es verdad! ¡Hay un tesoro! -exclamó Luis tan pronto nos sentamos en la salita que el notario nos cedió-. ¡Uno de verdad, no como en nuestros juegos de niños con Enric!
– Mi madre me lo había advertido -intervino Oriol, tranquilo, disimulando apenas su entusiasmo-. No me sorprende -y me miró sonriendo-. Y tú, Cristina, ¿qué opinas?
– A mí, a pesar de que Luis ya me lo anticipó, me coge por sorpresa. No puedo creer que sea verdad.
– Tampoco yo -afirmó Oriol-. Aunque mi madre está convencida de ello. ¿Hasta qué punto es real? Mi padre era bastante fantasioso. Pero ¿y si de verdad existió tal tesoro? ¿No lo habrá encontrado alguien hace cientos de años? Y si aún existe, ¿seremos nosotros capaces de hallarlo?
– Pues claro que existe -afirmó Luis-. Y voy a hacer todo lo que haga falta por encontrarlo. ¿Os imagináis abrir cofres llenos oro y deslumbrantes piedras preciosas? ¡Guau! -luego se puso serio y mirando a su primo dijo:
– Anda, Oriol, no seas aguafiestas. Esa pasta me vendría de perilla. Y si tú no tienes intereses materiales, nos dejas el tesoro a los pobres.
Oriol accedió. Claro que haría lo posible para encontrar ese tesoro. Al fin y al cabo era la postrera voluntad de su padre. ¿No?
– También me gustaría participar en la búsqueda -les dije-. Exista tesoro o no. Es el último de tantos juegos que de niños jugamos con Enric. En su honor y por la aventura.
Entonces me puse a pensar. Había pedido vacaciones por una semana en el bufete. Llegué el miércoles, estábamos a sábado y debería coger el avión el próximo martes. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba encontrar un tesoro, pero estaba segura de que tres días no daban para nada.
Algo debieron de ver en mi cara porque los primos Bonaplata me miraban interrogantes.
– ¿Qué pasa? -inquirió Luis.
– Que tengo que regresar el martes a Nueva York.
– ¡Ah, no! -dijo Oriol poniendo su mano sobre la que yo apoyaba en el brazo del sillón-. Tú te quedas con nosotros. Hasta encontrar lo que sea -su contacto, su mirada, su sonrisa, ese olor a mar, verano y beso, me hicieron estremecer.
– ¡Tengo que regresar a mi trabajo!
– Pide un año sabático -repuso Luis-. ¡Imagínate lo bien que va a quedar en tu currículum el hallazgo de todas esas riquezas medievales! «Brillante abogada experta en testamentos con tesoro»; éxito asegurado. ¡Todos los bufetes en Nueva York se pelearán por ti!
Esa tontería me hizo reír.
– Quédate con nosotros -me interrumpió Oriol con una voz profunda que me recordó la de su madre. Continuaba con su mano encima de la mía.
No les di respuesta afirmativa. Sé resistir la presión. Pero deseaba con toda mi alma quedarme. Acordamos que ellos irían corriendo al banco antes de que cerraran a recuperar las otras dos piezas del tríptico. Yo propuse vernos después de comer en el apartamento de Luis; necesitaba tiempo para pensar y quería leer la carta de Enric a solas.
Anduve hacia el puerto y al poco me sumergía en el colorido ambiente de las Ramblas, aquella multitud variopinta, esa vibración vital, me atraía cual imán.
Me acuerdo de que de pequeña, un día, cuando Enric nos llevaba a los tres a la feria de Navidad, pasamos por delante de esa fuente, coronada de farolas, que llaman de Canaletas.
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